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España regresa a la oscuridad

Iosu Perales

La sentencia emitida por el Tribunal Supremo del Reino de España que condena a doce independentistas catalanes, por el retorcido delito de sedición, a penas de cárcel individuales que llegan en muchos casos a los quince años, -totalizando cien años para todo el grupo-, tiene todo los signos de un acto de venganza. Al no poder probar que en los meses de septiembre y octubre de 2017 hubo rebelión, pues en ningún momento la multitud ciudadana utilizó la violencia, el tribunal fabricó la sedición como delito, dada su negativa a calificar los hechos como lo que realmente fueron: una mera desobediencia civil, siempre pacífica.

En su sentencia la sedición queda definida como un delito de desordenes públicos, lo que quiere decir que en adelante una manifestación, una protesta pacífica, una sentada en las calles de carácter reivindicativo, una cacerolada, pueden ser calificadas como “alzamiento tumultuario”, y aplicar a los participantes el delito de sedición que en realidad siempre fue una respuesta a levantamientos de indisciplina en épocas de guerra, contemplando la traición y la ley marcial. Ahora con esta sentencia artificial el tribunal crea una jurisprudencia muy peligrosa que cuestiona derechos fundamentales. Además, en España, ya existe la llamada “ley mordaza”, aprobada en julio de 2015 y puesta en marcha por el derechista Partido Popular, por la que se castiga duramente la desobediencia a la autoridad, la resistencia pacífica ante una carga policial, le realización de fotografías a esas mismas cargas, o una simple manifestación pacífica, etc.   Así podemos decir que nos encontramos ante una regresión democrática de incalculables consecuencias. Una regresión frente a la cual, el Partido Socialista Obrero Español en lugar de combatirla la defiende desde su ceguera.

En la rocambolesca sentencia del Tribunal Supremo, de 493 páginas, los jueces afirman que la declaración de independencia de Catalunya fue un engaño a la población, un artificio, una ficción, ya que no pudo concretarse efectivamente. Pues bien, a un acto de ficción se le aplican quince años de cárcel. Curioso. Numerosos juristas españoles ya han protestado por esta sentencia que se cierne como una amenaza sobre las libertades y derechos civiles. Lo cierto es que el tribunal ha actuado no para hacer justicia desde hechos probados, sino como ariete de una campaña del Estado que siempre ha querido imponer condenas ejemplarizantes, sobre los pueblos catalán y vasco, y de paso sobre todos los demás territorios.

Todo parece indicar que el Tribunal Supremo estableció primero cual sería el marco penal del delito (sedición), consensuó entre sus miembros las penas más altas para los acusados y solo después comenzó a fabricar el relato justificativo, basado en informes de la Guardia Civil.   ¿Justicia o herramientas punitivas para combatir el derecho legítimo de un pueblo a decidir su futuro y a votar pacíficamente?

Ustedes lectores deben saber que lo que se ha juzgado es el referéndum del 1 de octubre de 2017, organizado por las instituciones legales catalanas, Gobierno, Parlamento, alcaldías y asociaciones civiles. Un juicio político que castiga cruelmente un acto político democrático: la población catalana votó en masa soportando una durísima represión policial, a todas luces desproporcionada, que destruyo urnas, apaleó a las filas de votantes y tomó con violencia los colegios electorales. Como si de una dictadura se tratara.

En España la judialización de la política esta llevando al país a un gobierno de los jueces. Ello ha dado con el resultado de una sentencia injusta, demoledora que sanciona a perpetuidad la unidad pétrea de una España rancia, pre democrática, ignorante e incapaz de entender que solo el diálogo político puede solucionar los problemas políticos. No se han juzgado comportamientos sino intenciones, no se ha sentenciado con hechos probados sino con convicciones políticas de los jueces. La sentencia bajo la acusación condena ideas y objetivos políticos. Así de claro.

Como quiera que se ha juzgado no solo a los doce procesados, sino a más de dos millones de catalanes que votaron el 1 de octubre, es normal que ahora sucedan dos cosas: que decenas de miles de hombres y mujeres ocupen las calles, carreteras, estaciones de tren, aeropuertos, y otros enclaves, movidos por una indignación y el deseo de protesta; y que se abra una brecha entre Catalunya y España que pasara a la historia y difícilmente podrá ser cerrada. Pero no solo en Catalunya sino que también en otros territorios del estado español, particularmente en el País Vasco se ha extendido la protesta. También en París, Bruselas, Roma, Londres, Washington… se protesta frente a las embajadas del reino de España. Y como Franco, algunos sectores de la derecha ya hablan de una conspiración judeo-masónica. Así vamos, paso a paso, regresando a la oscuridad.

Termino este texto con una reflexión acerca de un asunto que se cierne como una amenaza por todo el planeta. En esta crisis de Catalunya se ha hablado poco, muy poco, de la democracia. En cambio la idea del Imperio de la Ley ha sido y es recurrente en todos los discursos (los catalanes se han saltado la ley y deben pagar) de la derecha y de la izquierda españolista. El Imperio de la Ley se presenta como el principio y el fin de la democracia. La democracia es la ley y solo en la ley esta la democracia. Así de un plumazo se anula y condena la desobediencia civil que ha siso, es y confiamos que será, el motor de las emancipaciones sociales y políticos. Las leyes, antes de que lo fueran, en muchísimas casos fueron protesta y reivindicación, también desobediencia. Cuando Rosa Parcks tomó el autobús el 1 de enero de 1955 en Alabama, y se sentó en un asiento para blancos, violó la ley pero llevó a cabo el acto más democrático que podamos imaginar. Así es como empezó el movimiento de los derechos civiles y finalmente el fin del apartheid.

Así es, cuando la ley es una cárcel e impide el progreso, la libertad y la democracia, puede y debe ser cambiada de acuerdo con las aspiraciones e intereses del demos, de la soberanía popular.

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