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El signo de los tiempos y la dictadura

“Pecado es lo que dio muerte a Jesús y pecado es lo que sigue dando muerte al pueblo crucificado”

 

(Jon Sobrino)
Alirio Montoya*

Para Ignacio Ellacuría, Dios se hace presente a través del pueblo históricamente crucificado, esto es, que hay momentos históricos y temporales que se definen y se diferencian de otros tiempos, con la peculiaridad que siempre está presente en cada momento histórico el actor principal de ese tiempo, es decir, el pueblo crucificado. Y a ese momento histórico se le conoce teológicamente como “el signo de los tiempos”, en el cual resaltan los males que padece el pueblo en ese espacio histórico; por ejemplo, el pueblo siempre padece de hambre y sed, de exclusión de los servicios básicos para la subsistencia, sufre de persecuciones, del despojo de sus tierras, de encarcelamientos, de torturas y de otros tipos de opresiones perpetradas por las estructuras del poder económico. Ese “signo” -dice Ellacuría-, “es siempre el pueblo históricamente crucificado, que junta a su permanencia la siempre distinta forma histórica de su crucifixión. Ese pueblo crucificado es la continuación histórica del siervo de Yahvé.”

Ese enorme conglomerado que se le denomina el pueblo crucificado, está constituido obviamente por los pobres de siempre. Y es que, el tema de los pobres no es un fenómeno que debe asumirse como algo “natural”, es decir que la pobreza no es un asunto que proviene de la naturaleza; por el contrario, es de por sí un fenómeno dialéctico, o sea que, si hay pobres es porque existen los ricos y, si existen los ricos, es porque hay pobres; y en esa relación histórico-dialéctica siempre se impone el pecado estructural en cada sociedad cuando se oprime al pueblo.

En El Salvador, actualmente el “signo de los tiempos” está marcado por un régimen dictatorial. El pueblo crucificado está siendo víctima de los embates de una incipiente dictadura. Ya no podemos andar con ambages, estamos sometidos a una dictadura, quien no lo vea así es porque no sabe que no lo sabe. Como toda dictadura, siguiendo a Herbert Marcuse, surge como resultado de un ejercicio democrático, es decir, que la democracia como sinónimo de elecciones periódicas es la que conduce en ciertas ocasiones hacia una dictadura, y se materializa al momento en que las mayorías entran en descontento con los partidos políticos tradicionales, y en su desesperación le otorgan en las urnas plenos poderes a una persona autoritaria que se hace rodear de un reducido grupo de personas; el pueblo lo que hace es un salto al vacío. Aunque suene paradójico, el totalitarismo y el autoritarismo como presagios de la dictadura son el resultado de las elecciones como parte del ejercicio democrático.

En nuestro país, las primeras señales de la configuración de la dictadura la evidenciamos el nefasto 9 de febrero del 2020, cuando el presidente Nayib Bukele acuerpado y envalentonado por una manada de militares ingresó a la Asamblea Legislativa con la pretensión de presionar a los diputados para que le aprobaran unos préstamos. Hay quienes afirman que fue un golpe de Estado fallido; lo cierto es que al final esa acción quedó registrada en la historia como una acción propia de una persona autoritaria. Luego, la apertura de los centros de contención en la pasada pandemia de la Covid-19 fue otra señal propia del autoritarismo y totalitarismo. Se evidenció que en dichos centros de contención fueron privados de la libertad ambulatoria únicamente la gente más pobre; fueron más de 3 mil personas privadas de libertad, y ese hacinamiento generó focos de contagio. Un dato: ningún rico o persona siquiera de clase media fue confinada en esos centros de contención. El gobierno creó 91 centros de contención en donde se reflejó el hacinamiento y vulneración de derechos fundamentales. El resultado del test o pruebas del coronavirus tardaban entre 30 a 40 días. Las personas confinadas vivían una incertidumbre jurídica mientras esperaban esos resultados en los centros de contención. Ese era el pueblo crucificado y el inicio del camino a su actual Gólgota.

El 1 de mayo del 2021 se consolida el régimen dictatorial cuando la Asamblea Legislativa destituyó a los 5 magistrados de la Sala de lo Constitucional. Esa acción autoritaria provocó el rompimiento de la división de poderes y concentró el poder en un reducido grupo de personas. Como consecuencia de ese quiebre de la división de poderes se conformó primariamente el totalitarismo, es decir, que desapareció el balance de poderes y el régimen comenzó a gobernar a sus anchas sin ningún tipo de controles orgánicos ni de controles provenientes de la sociedad civil. Desde ese momento comienzan a crear leyes y políticas fallidas; se cierran instituciones democráticas, se ataca la libertad de prensa y una serie de medidas propias de una ya pujante dictadura. Y finalmente, la Sala de lo Constitucional en una resolución poco seria determinó que el presidente sí se podía reelegir, a pesar que no menos de 6 disposiciones constitucionales prohíben explícitamente la reelección continua. Ahora tenemos a un presidente inconstitucional proyectándose a reelegirse de forma indefinida.

Una vez consolidada la dictadura se observa la incapacidad de gobernar al momento en que se evidencia la carencia de medicamentos en la red de hospitales públicos, sobre todo de medicamentos para el tratamiento de enfermedades crónicas; también se comienzan a cerrar escuelas públicas, se reduce el presupuesto de estos dos ministerios claves para el bienestar del pueblo y se le asigna un enorme presupuesto al ejército, en razón que el ejército es garantía para sostener este régimen opresor.

Viene lo más complicado. La dictadura comienza a perseguir y a encarcelar líderes comunales y a defensores de derechos humanos. Emprenden políticas propias del siglo XIX con la formulación de leyes, decretos y resoluciones judiciales que se asemejan a las leyes de Extinción de Ejidos y Abolición de Tierras Comunales. Caso paradigmático son los repudiables sucesos del cantón El Triunfo, en donde más de 300 familias vinculadas a la cooperativa El Bosque han sido notificadas de que por orden judicial deben desalojar las viviendas, las cuales poseen desde 1985; la comunidad junto con la cooperativa El Bosque cultiva esas tierras para sobrevivir en un país que no le garantiza su seguridad alimentaria. Y no podemos dejar pasar por alto a los más de 400 muertos inocentes en las cárceles en lo que va del Régimen de Excepción.

Como respuesta a esa acción de despojo de sus tierras, la comunidad ha protestado y el resultado ha sido la captura y encarcelamiento de algunos de sus líderes. El esquema de la dictadura es muy claro: vigilar, perseguir y encarcelar a los defensores de derechos humanos y opositores a este régimen, con la pretensión de amedrentar y atemorizar a las mayorías populares que están en contra del régimen para que no protesten. Con todo lo antes descrito, ¿no estamos viviendo en una dictadura? Este es el signo de los tiempos que está atravesando este pueblo crucificado. Lo anterior me hace recordar una reflexión del padre Jon Sobrino, cuando señala que la masacre de campesinos en el caso Sumpul y la masacre de campesinos en Huehuetenango (Guatemala) y tantos otros lugares, “son hoy el nuevo nombre del Gólgota”. El único que puede liberarse es el mismo pueblo crucificado porque en él se encuentra Dios, en ese pueblo oprimido.

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