Julio Enrique Ávila
El Salvador es el país más pequeño del continente, el Pulgarcito de América. Tan pequeño, tan pequeño es, que podría imaginarse que cupiera en el hueco de una mano. Sin embargo, la pequeñez geográfica, pobreza de territorio, ha sido vencida por un alma indígena indomable que ha logrado florecer los páramos y ha hundido su arado de madera hasta en los bordes del precipicio y las aristas de las cumbres. Todo el país cultivado, se ofrece al peregrino como un huerto generoso; y bajo sus sombra un huerto con los brazos abiertos, con los brazos en cruz, para acoger al que viene de fuera en busca de abrigo o sustento. Pueblo que todo lo obtuvo del trabajo, en una lucha tenaz y paciente; pero que sabe compartir la parquedad de su bocado con quien lo ha menester.
Pero no creáis que este huerto en perpetuo producir ha sido un paraíso terrenal, la tierra prometida para los elegidos de Dios. No. Esta tierra pujante y bravía, rebelde a las manos del hombre, para defenderse se erizó de volcanes. En el Occidente, el Izalco por las noches se viste su manto de oro vivo, refulgente como un dios pagano y terrible que agitara en sus manos una antorcha gigante; y en el Oriente, el Chaparrastique, majestuoso y friolento, parece abrigarse entre las humaredas, como un manto de armiño. Por los cuatro puntos cardinales, y en el centro y en la periferia, todo se alzó en volcanes.
Los hombres como hormigas, juntando sus terrones poco a poco, alzaron aldeas y ciudades; y cuando las vieron florecientes y suntuosas, el volcán, vengativo, sacudió la tierra; y como castillos de barajas sopladas por niño caprichoso, los palacios y las chozas, todos por igual, rodaron confundidos por los suelos. Pero el hombre fue tenaz. Pronto surgieron entre los escombros los nuevos hogares; la vida continuó, febril y laboriosa y a los pocos años la ciudad resplandeció nuevamente. Pero no fue larga su existencia; el volcán rugió de nuevo y toda la obra humana fue arrasada. Y así, en lucha titánica, increíble, estos hombres de fe han desafiado la Naturaleza; hasta tal punto, que sus casas se alzan altaneras en las mismas faldas del volcán en furia.
De este continuo ajetreo, la tierra, en su mayor parte, parece sacudida por un ataque epiléptico. Cumbres y hondonadas, alturas y precipicios. Al lado de un vergel, la corriente de lava, el árido pedregal. Pero en todas partes, en la tierra fértil como la tierra pobre, en la llanura y en la colina abrupta, y en el precipicio escalofriante, allí veréis al labriego, identificado con su yunta de bueyes, confundido entre la tierra parda, arrojando su semilla y recogiendo su cosecha.
Y si los hombres son fuertes, recios y pacientes a la par, la mujer es admirable, sencillamente admirable. En las madrugadas, apenas Venus, el lucero grande, el nixtamalero, los despierta, el hombre se levanta hacia la tina de agua serenada, sumerge en ella su cabeza, todavía soñolienta, y la sacude ya fresca, como un árbol cuajado de rocío. Luego va en busca de los bueyes; pone en sus hocicos húmedos dos manojos de zacate y retorna al hogar. En la choza, la mujer, diligente, ha encendido el brasero, echa las primeras tortillas y prepara los frijoles fritos y el café estimulante y oloroso. Al mediodía cuando el sol calcinante y la dura tarea han agobiado las espaldas del peón, cuando la sed abrasa y el hambre apremia, como una samaritana surge en la lontananza la mujer con el cántaro humilde y el agua fresca.
Y en las tardes, al retorno tras las veredas encendidas de crepúsculo, tras el parpadeo de las primeras estrellas, chisporrotea el hogar y la cena espera lista y sabrosa.
Mujer cristiana, humilde y abnegada hasta el sacrificio, cuando el hombre no trabaja, ella varonilmente, saca la tarea y prepara la comida y, además, da hijos para la tierra.
En las alturas, las montañas se cubrieron de cafetales, la mayor riqueza del país. ¡Y es de ver la maravilla de un cafetal en flor! ¿Habéis visto alguna vez campos nevados en primavera, bajo el sol? Y habéis conocido nevadas que aroman hasta la embriaguez? Pues eso es un cafetal en flor. Y en las épocas del fría, bajo los vientos de diciembre, los cafetales son deslumbrantes estuches colmados de rubíes. ¡Con que garbo desdeñoso, las cortadoras arrojan en sus canastas las cargas de piedras preciosas! Y más tarde, por todo el mundo, el negro elíxir, esencia de vida, va estimulando y exaltando las potencias humanas.
Pero no sólo café tiene El Salvador, también la caña de azúcar alza sus penachos de granadero, granadero de la paz, rico de azúcar. A la par de los modernos ingenios, se escucha el lamento apacible de los viejos trapiches, tirados por la yunta de bueyes, que nos dan el azúcar morena, encendida como la piel de los indios. Y también tenemos añil, que más noble que los nobles, tiene de verdad la sangre azul. Y el bálsamo de El Salvador, que por designio de la providencia, de todo el mundo sólo se da en una breve parcela de nuestra tierra. Bálsamo maravilloso que sana el cuerpo y el espíritu. Y el maíz que da el pan para el pueblo; y el tabaco; y los cereales; y las frutas del trópico, que no tienen dueño y se ofrecen desde sus ramas a quien quiera tomarlas.
Hemos hablado de la tierra y del hombre que la hizo dar frutos. Pero este diminuto lote y este conjunto de seres forman un país, una patria. Patria que desde su primer aliento de vida, desde su primer grito de independencia, se ha caracterizado por dos virtudes: primero, un amor invencible por su libertad; y segundo, una protesta viva y eterna a favor de los pueblos oprimidos. En estos dos aspectos está encerrada toda su historia, desde la conquista hasta nuestros días.
En la conquista del viejo reino de Cuscatlán —hoy El Salvador—, fue herido y derrotado por primera vez el valiente Capitán Don Pedro de Alvarado; y su cacique simbólico Atlacatl, murió de tristeza en sus montañas, sin someterse al conquistador; y fue un noble varón salvadoreño, José Simeón Cañas, quien logró en la América Central la redención de los Esclavos. Y así hasta hoy.
Sin embargo, no es un pueblo guerrero. Ama la paz. Su bandera no tiene campo más que para dos colores: el azul y el blanco. Azul, retazo de cielo, ansia de elevación, amor. Blanco, vellones de cordero, nieve de las cumbres, pureza de alma. Por eso nuestra patria es acogedora y fraternal; y sólo pide al peregrino que traiga puro el espíritu, para que no contamine el aire y no enturbie las aguas límpidas.
Este es El Salvador: el Pulgarcito de América. (1937)
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