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el nexo epidemiológico

El nexo epidemiológico

 

Por Javier Alvarenga

 

Media noche. La luna brilla con intensidad sobre la fila de casitas apretujadas, silencio y tranquilidad sobre la calle desolada, esta situación ya no depende de las horas pico, sino de la inesperada circunstancia. Un fantasma que pasea indiscriminadamente atemorizando a la población, sin importar el momento.

En los mitos de espectros, la noche y la oscuridad es la indicada. Ahora no, es un monstruo microscópico que, a plena luz del día, hace que las personas cierren las ventanas, que pongan doble llave a la puerta, impidiendo cualquier contacto humano, acción necesaria para la subsistencia; al menos así dice, la constante publicidad que bombardea cualquier medio de comunicación.

Si uno se desconecta, el megáfono que deambula por la calle en las horas matutinas, lo recuerda, “¡No salgan!” “Es necesario mantener el distanciamiento social, solo así podremos parar el curso de la pandemia”- “No seas un nexo epidemiológico”.

Mi padre, ya un hombre longevo, de piel tostada, pies cansados y mirada un poco perdida; quien en estos días ha mostrado un desmejoramiento de salud; hace unas horas atrás, nos recordaba que, en tiempos del conflicto armado, la cotidianidad tenía la misma similitud; libertad de movilidad limitada, escases de alimentos y una perturbada existencia, en la que, la muerte podía llegar en cualquier momento. En esos días, yo era un niño, poco comprendía lo que sucedía, pero aun en mi memoria recorren algunos sucesos, de los que nos tocó vivir en ese cuarto nivel del apartamento ubicado en la colonia Zacamil. Noches de cielos iluminados por los helicópteros que se dibujaban en el horizonte, las luces naranjas intermitentes que visualizábamos desde el palco del horror, eran las ráfagas de proyectiles impactando en quien sabe cuántos cuerpos.

“La muerte volando” decía mi padre, al mismo instante que mi madre censuraba sus palabras, ya que nosotros, los niños estábamos presente, y creía ella, que esa expresión podía generar algún trauma a futuro, como si no era suficiente lo grotesco que nos tocaba ver en los momentos de la cena, frente al noticiario. Aun así, tuvo toda la razón, con el transcurso de los años, la frase revoloteaba sobre mi cabeza, el “trucutucutucu tucu tucu” de las hélices de un helicóptero, ya en tiempos de postguerra podía hacer que buscara meterme con fuerza bajo las sabanas de mi cama.

A pesar del paso del tiempo es difícil olvidar todas esas circunstancias atípicas, ¿cómo olvidar las noches de largas horas donde tocaba dormir en el suelo?, ya que los colchones eran un refugio anti balas en la ventana, las metrallas zumbaban casi en nuestra frente, cada sobresalto nos unía los cuerpos a punto de fundirnos en una sola masa trémula. Mis ojos se apuñaban a cada nuevo zumbido, a cada nuevo traqueteo, nunca vi a los uniformados, pero mi padre decía que eran militares, postrados desde el corredor, escupiendo muerte; soldados como los que teníamos de plástico, con los que horas antes, con mi hermano jugábamos a la guerra en el mismo lugar. Él que tenía más hombres arrojados en el suelo era él perdedor, eso se definía con el impacto del pulso de la chibola.

 

Media noche más treinta y cinco minutos. El silencio es interrumpido por fuertes y bulliciosos motores que se desplazan por la calzada, repentinamente se detienen frente a nuestra casa, soñoliento reacciono de los recuerdos a los que me habían introducido la voz pausada y lenta de mi padre. La puerta es golpeada con fuerza, una voz autoritaria y llena de mando nos exige abrir, el traslúcido de la cortina  en la ventana permite observar unas luces rojas y azules en movimiento, ¡Voy! Grito, ante la mirada asustada de toda la familia. Abro la puerta, vislumbro en el jardín, a unos cuantos militares apostados sobre un enorme camión verde olivo, una patrulla, y una ambulancia del Ministerio de Salud. Un oficial fuertemente armado nos informa, sobre una denuncia ciudadana, que en casa hay un hombre mayor de edad envuelto en fuertes calenturas, al instante mismo entran dos cuerpos con disfraces blancos, que dan la impresión de astronautas. No entendía, la presencia del dispositivo militar, sentí miedo al ver tan cerca sus rifles, no había sido una buena noche, para desempolvar aquellos horrendos recuerdos de infancia. El hombre tiene más de cuarenta grados, informa él astronauta, unas cuantas llamadas, minutos de suspenso, mi padre es subido de inmediato a la ambulancia, quedamos a merced de los uniformados, con él oficial a cargo; veo a mi familia con cierta mirada de incertidumbre, trato de simular mi miedo ante ellos, la vos a mando, es un hombre alto, de bigote grueso, mirada iracunda, voz golpeada, mientras nos informa nuestro destino se ajusta su gorra en la cabeza, ordena a otros soldados que nos deben escoltar a la cama del camión. Ya montados, se pierde en la lejanía nuestra casa, rodeados de efectivos, nos unimos en el centro, nuevamente siendo esa, misma masa trémula de hace muchos años, que desconoce su verdadero destino, el motivo, ser un posible nexo epidemiológico, siento angustia, sentimos angustia, pienso que el peor nexo de una larga y constante epidemia histórica llena de violencia, son ellos, ya que aún cargamos con la desconfianza que nos generan, sus atrocidades de hace unos años. Masacres, cuerpos mutilados, desaparecidos, todo ello habita en nuestra memoria. Nos perdemos en el boulevard, montados en ese camión verde olivo, no puedo dejar de pensar en mi padre.

 

Ver también

«Orquídea». Fotografía de Gabriel Quintanilla. Suplemento Cultural TresMil, 20 abril 2024.