Por David Alfaro
11/12/2025
Dicen que el silencio también mata. Y es verdad. Callar es dejar sola a la tierra, como si los muertos no contaran. Y aquí, en El Salvador, ese silencio ha pesado décadas… espeso, oscuro, igualito a los cerros de Morazán cuando la noche del 11 de diciembre de 1981, la violencia gubernamental se tragó a un pueblo entero.
Hace 44 años, el Batallón Atlácatl (soldados entrenados por EEUU para masacrar) bajo el mando del coronel Domingo Monterrosa, entró al cantón El Mozote y a las comunidades de La Joya, Los Toriles y La Ranchería. Lo que antes eran casitas humildes, plazas con polvo y cipotes jugando, de un momento a otro se volvió un infierno. Casi mil personas asesinadas. Niños, niñas, mujeres embarazadas, ancianos, campesinos que no debían nada. Gente buena, arrancada de sus casas antes de que la bala y la crueldad los callaran para siempre.
Fue la masacre más grande contra civiles en la historia moderna del continente. Madres que ya no pudieron arrullar a sus hijos, padres cuyos nombres quedaron flotando en el aire como susurros sin destino, y cientos de niños que solo conocieron la inocencia antes de que asesinos con machetes y fusiles decidieran lo contrario.
La voz de los que quedaron
Entre quienes sobrevivieron estaba Rufina Amaya. Lo que ella vio y escuchó (oculta entre los árboles mientras asesinaban a su familia) fue tan doloroso. Sus palabras, contadas con lágrimas, fueron la prueba viva de lo que muchos querían negar. Fue ella quien habló por todos aquellos que ya no podían hacerlo.
Durante años, distintos gobiernos hicieron lo que pudieron para meter la verdad bajo llave: cerrar archivos, negar responsabilidades, refugiarse en la amnistía. No fue sino hasta 2016 que el caso volvió a abrirse, como una herida que nunca cerró del todo.
Hoy: memoria contra el olvido
Cuarenta y cuatro años después, la pelea por conocer toda la verdad sigue cuesta arriba. Y hoy, en plena dictadura de Bukele, las familias de las víctimas siguen topándose con el mismo muro: el Ejército y el dictador se niegan a abrir los archivos militares. Alegan «seguridad nacional», como si la justicia fuera una amenaza. Como si el dolor de las familias no importara.
Mientras algunos proyectos hablan de «renovar» o «transformar» El Mozote, hay voces que recuerdan algo básico: ninguna obra, ninguna fachada bonita, puede reemplazar lo que falta de verdad y justicia. Sin eso, no hay memoria digna.
No es solo historia: es sangre que aún no se seca
Aquí, diciembre no es solo cohetes, tamales ni luces. Diciembre es el viento soplando nombres. Es la madre que todavía siente los brazos vacíos. El padre que nunca volvió. El pueblo que, aunque le tiemble la voz, sabe que recordar es un deber sagrado.
Hoy, 11 de diciembre de 2025, que los nombres de quienes fueron arrancados de esta vida no se pierdan en una lista fría. Que cada vela encendida sea una semilla de justicia. Y que la tierra de El Mozote florezca algún día con la verdad completa, con dignidad y con reparación real.
Porque la memoria no es un estorbo. Es la llama que nos obliga a ver el horror de frente… y a decir: nunca más!
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