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El Mons. Oscar A. Romero con el que me quedo

Luis Armando González

Este 24 de marzo se cumplen 44 años del asesinato de Mons. Oscar Arnulfo Romero, ocurrido el 24 de marzo de 1980. En algún momento de los años noventa, comencé a aprovechar cada aniversario de ese magnicidio para reflexionar por escrito sobre la figura y obra de Mons. Romero. Quizás esta sea la última vez que escriba algo sobre él. Creo que ha llegado el momento –en lo que me concierne— de dejar descansar en paz a este buen hombre. Desde mi punto de vista, se lo ha usado demasiado y no siempre para honrar su memoria ni para guiarse por sus valores, obra y compromiso.

En efecto, si algo se puede decir de Mons. Romero es que, a lo largo de los 44 años transcurridos desde su muerte, ha habido tiempo para que cada cual forje su propia imagen sobre él. Esto ha dado como resultado un Mons. Romero a la medida de las propias expectativas e intereses, lo cual no quiere decir que esas distintas construcciones sean igualmente legítimas, pero, sin embargo, existen.

En lo particular, tengo mi versión de Mons. Romero; es la versión que he forjado desde que escuché su predicación, en la radio YSAX, en sus misas dominicales; visité su féretro en la catedral metropolitana; y leí sus homilías, cartas pastorales y diario personal. A esto se suman mis lecturas y reflexiones sobre la historia reciente del país, además de mis experiencias como educador popular en Chalatenango, Morazán, Ahuachapán y San Salvador.  Todo esto me ha llevado a forjarme una imagen de Mons. Romero que a lo mejor no es la más atinada, pero es la que ha estado conmigo en todos estos años y es la que seguirá conmigo en lo que me resta de existencia.

¿De qué imagen se trata? Para comenzar, de un Mons. Romero humano, con las tribulaciones, tensiones y conflictos propias de cualquier ser humano. Un hombre que lidió con sus tribulaciones, tensiones y conflictos en un país atrapado en un espiral de violencia que fue, para él, un desafío de primera importancia. Era consciente de su posición en la jerarquía de la iglesia católica, pero tomó la decisión de no usarla para beneficiarse o para ser cómplice de los abusos de la élite militar y económica. Fue una decisión que lo convirtió en enemigo de esa élite, al igual que ya lo eran otros sacerdotes que habían optado por la crítica al poder establecido.

Fue un hombre de una fe intensa, humilde y sin afanes de lucimiento, reacio al lujo y la ostentación; con una convicción dogmática en la justicia y en que la legitimidad de los gobernantes proviene de su trabajo por el bien común. Su amor por este país y su gente, por quienes sufrían y eran violentados, no conoció límites. La defensa de la dignidad humana fue su mayor compromiso. En fin, Mons. Romero fue un patriota en el mejor sentido de la expresión. Quiso ser coherente en cada una de sus acciones y pensamientos, pero sobre todo quiso ser justo, poniéndose del lado de quienes padecían injusticias abyectas.

Podría abundar más, aunque no lo estimo necesario, pues el párrafo anterior sintetiza la imagen de Mons. Romero con la que me quedo. Desde ella, me siento cómodo con el Mons. Romero que, en los años ochenta, estaba marginado desde el oficialismo eclesial en la cripta de Catedral. Fue ahí en donde mi hijo mayor –Oscar Arnulfo González Márquez— fue bautizado. Ese era el mejor lugar para el resguardo de su legado, lo mismo que lo eran cada capilla, ermita o comunidad que, con riesgos a veces extremos, no dejaron de honrar la memoria de Mons. Romero a lo largo de la década de la guerra civil y en las dos décadas siguientes.

El engalanamiento oficial de Mons. Romero, desde 2009, me hizo sentir incómodo. De hacerlo presente en aulas escolares, auditorios o murales –lo que era necesario— se pasó al exceso de ponerle su nombre al aeropuerto internacional y a una avenida, lo cual estaba en las antípodas del Mons. Romero humilde y reacio a aceptar privilegios, que es el que a mí me gusta. Obviamente, se trata del Mons. Romero que he fraguado para mí; no se me ocurre pensar esto deba ser así para otras personas.

¿Y en el momento actual? Bueno, no me extrañaría que, en algún momento, se nos diga que Mons. Romero no existió, que es una invención de curas e intelectuales resentidos. O, aceptando que existió, se nos quiera imponer la “interpretación correcta” de Mons. Romero. O, por último, se genere un clima en el cual se hable cada vez menos de él y, como resultado, más temprano que tarde, quede en el olvido todo lo que dijo o hizo, incluyendo su nombre.

En este último escenario, a lo mejor el recuerdo de Mons. Romero sólo perviva en reductos fuera de la mirada institucional-oficial, es decir, ahí donde personas honradas y buenas lo tengan presente, sin más propósito que el de fortalecer sus sentimientos y mente (su espíritu) para hacer frente a las mil adversidades de la vida. No puedo dejar de pensar que, si esto sucede –ahí donde suceda: la parroquia, la ermita o el altar familiar, la comunidad, el barrio, el cantón, la prisión—, Mons. Romero estará ocupando su lugar natural en la sociedad salvadoreña.

Al escribir esto viene a mi memoria la vez que, en algún momento de los años ochenta, encontré a mi mamá Teresa rezando con devoción ante una fotografía de Mons. Romero. Increyente como era (y sigo siendo) le pregunté, con un dejo de burla, qué hacía.
“Le pido a Mons. Romero que te traiga sano de regreso a la casa”, fue su respuesta. Mi mamá conversaba –se trataba de un diálogo íntimo—, con la imagen de Mons. Romero; y ese diálogo le daba fortaleza para hacer frente a su día a día. Así es como creo que sobrevivirá el legado de Mons. Romero: en diálogo íntimo con quienes, con humildad y sinceridad, busquen en sus ideas, enseñanzas y ejemplo un asidero para seguir viviendo con dignidad.

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