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Doña Penélope y la Niña Tancho, dos viudas salvadoreñas por la violencia política centenaria

Víctor Manuel Valle Monterrosa

En 1922 había elecciones presidenciales y mal gobernaba la dinastía Meléndez Quiñónez, que ejerció el poder político por 14 años de 1913 a 1927, después del asesinato del presidente Manuel Enrique Araujo, fundador de la Guardia Nacional. En 1927 ungieron a Pío Romero Bosque que gobernó hasta 1931. En total ese modelo gobernante duró 18 años, aunque el ungido Pío les salió un tanto díscolo y en 1931 auspició elecciones libres y democráticas.

La dinastía se alternaba la presidencia con los hermanos Jorge y Carlos Meléndez y su cuñado Alfonso Quiñónez. En la campaña presidencial de 1922 contendían el cuñado Quiñonez y, por la oposición, Miguel Tomás Molina, abogado con reputación de demócrata y honrado.

Es muy conocida y documentada la masacre del 25 de diciembre de 1922, cuando una manifestación de mujeres partidarias de Molina fue disuelta a balazos por la Guardia Nacional, con saldo de muchas personas muertas.

En las siguientes líneas me referiré a una narración que, en el seno de mi familia, se transmitió de generación en generación.

En 1922 sucedió, en Santa Tecla, un hecho violento que seguramente no aparece en los registros históricos, pero que dejó dos hombres muertos a balazos y dos viudas que llevaron su viudez con estoicismo y dignidad: Doña Penélope viuda de Zepeda y Doña Tránsito Rodríguez viuda de Viale, Doña Pene y la Niña Tancho, como les decíamos los niños tecleños de los años 1940.

Ambas señoras vivían, con sus familias, en la misma manzana, la que está entre las Cuarta y Sexta calles poniente y entre las avenidas San Martín y Segunda avenida sur. La primera señora vivía sobre la Sexta Calle y la segunda, sobre la Cuarta. En las amplias casas de la época, ambas colindaban en el fondo. Mi casa estaba en la Cuarta Calle Poniente, enfrente a la de la Niña Tancho.

Un día, en plena campaña, los señores Zepeda y Viale discutieron y decidieron dirimir sus conflictos políticos a balazos, pues uno era “quiñonista” y el otro “molinista”. No sé de qué lado estaba cada uno de ellos. Como resultado del intercambio de balazos, el señor Viale mató al señor Zepeda quien había llegado violentamente al zaguán de entrada del primero.

Al escuchar los balazos, el hijo adolescente de Zepeda llegó a auxiliar a su padre y lo encontró muerto aún con la pistola agarrada con una mano. Tomó la pistola y disparó contra Viale que fue muerto zaguán adentro de su casa. Hasta ahí el hecho de hace un siglo. Mi tío-abuelo político, Don Clotilde Ábrego, tenía un negocio de Talabartería en una esquina cercana y, decía el cuento familiar, unos balazos perdidos destruyeron unas vidrieras de exhibición.

No sé si el homicida, que quedó vivo, el joven Zepeda, fue enjuiciado y encarcelado. Los adolescentes dolientes se hicieron profesionales y ambas familias siguieron en las mismas casas de la tragedia política.

Conocí a las viudas y a los hijos. Alberto Viale, que tenía 13 años al momento del letal hecho, se graduó de médico y me operó una apendicitis en 1967. El señor Zepeda, de quien no tengo mayores datos, también era adolescente el año fatídico y, cuando era adulto, yo lo veía pasar, con su familia, piadoso y apacible, a misa dominical. Mi papá decía que nadie se metía con él, pues había demostrado que tenía buena puntería y, además, mataba.

El Dr. Alberto Viale falleció en 1974, a sus 65 años. Doña Tránsito –La Niña Tancho- murió en 1965, cuando era octogenaria. Sobre Doña Pene y su hijo, no tengo idea de cuándo fallecieron, pero sí los recuerdo hasta bien entrada su adultez. Los Viale Rodríguez cargaron, Alberto 52 años de orfandad y la Niña Tancho 43 años de viudez. Lo admirable es que ambas familias colindaron sus viviendas por largo tiempo sin escalar el odio y la violencia ni urdir vendettas. O sea, que, en el país, la armonía y convivencia entre otrora adversarios letales se ha vivido y es posible.

Hace un siglo había una campaña presidencial cargada de violencia. Gobernaba un esquema de poder represor, acaparador y terrorista desde el estado, que se auto-percibía como muy duradero y se agotó en 14 años, dejando al país en harapos económicos, sociales y morales. Había, al mismo tiempo, un espíritu de lucha renovador y sembrador de esperanzas para lograr la verdadera emancipación y redención de los sectores populares y el goce de los espíritus demócratas.

El próximo 25 de diciembre se cumplirá un siglo de la llamada navidad sangrienta en El Salvador, cuando el régimen en el poder político y económico ordenó una matanza de manifestantes, la mayoría mujeres, que marchaban contra el candidato oficial a la presidencia, el médico Alfonso Quiñonez, y en favor del candidato opositor, el abogado Miguel Tomás Molina. Hay abundante material que recoge este doloroso hecho.

Ojalá que en ese centenario los movimientos revolucionario, democratizador y feminista de El Salvador conmemoren e ilustren sobre ese hecho sangriento, cruel y opresor, en el largo vía crucis de nuestro país.

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