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Defender la democracia de sus enemigos internos

Iosu Perales

La lectura del magnífico artículo de Luis Armando González “Una Sala de lo Constitucional que da que pensar” me invita a reflexionar sobre algunos problemas de la democracia que, viagra en mi opinión, tienen un alcance mundial. Lo cierto es que la democracia vive una época difícil, crítica. Sometida a riesgos constantes que provienen tanto desde fuera como desde dentro del propio sistema democrático, se encuentra en una encrucijada: o se regenera o entrará en un declive. Cualquiera de las dos posibilidades está directamente relacionada con la reacción de la ciudadanía y el comportamiento de los partidos políticos.  A lo largo del siglo XX los mayores peligros y los mayores enemigos de la democracia han provenido desde el exterior, desde países o sistemas no democráticos. En los últimos años, ya en el siglo XXI la democracia se ha extendido por el planeta, al menos formalmente. Todos los países y gobiernos quieren ser o aparentar ser democráticos, aun cuando ello suponga reivindicar una democracia distinta a la liberal. Pero se da la paradoja que este éxito de la democracia corre en paralelo a la generalización de una debilidad interna de los sistemas democráticos. Por ejemplo, es ya muy frecuente la judicialización de la vida política que pareciera por momentos querer implantar el gobierno de los jueces.

Es verdad que la democracia no es un sistema perfecto. Históricamente, la presencia de enemigos externos ha obligado a los sistemas democráticos a mantenerse siempre alerta en la defensa de sus valores e instituciones. Al carecer, en el momento actual, de rivales externos, las democracias se han asentado en la comodidad, vive una cierta languidez, desmotivada, como si no fuera necesaria una tensión positiva que la lleve a superar sus defectos. Frente a la tentación de acostumbrarnos a vivir en democracias pasivas, vulnerables a los acosos internos, es importante renovar una y otra vez su vigencia imprescindible para una sociedad organizada en torno a la libertad y el derecho. En un momento en que los mercados tratan de dictar las políticas económicas y comerciales de los gobiernos es muy pertinente que las sociedades reivindiquen el demos y el kratos: el control del poder por parte del pueblo.

Así pues otro enemigo de la democracia es el gobierno de los mercados. Ya lo dice con sinceridad el financiero multimillonario  George Soros, “los mercados votan cada día, obligan a los gobiernos a adoptar medidas ciertamente impopulares, pero imprescindibles. Son los mercados quienes tienen sentido de Estado”.

Otro de los enemigos es ni más ni menos que el gobierno de las estructuras opacas. Así por ejemplo el FMI, Banco Mundial, el G-7, etc, no se rigen por las reglas de la democracia sino por la lógica de elites poderosas cuyos intereses son poco sensibles al derecho y a la soberanía popular. La tecnoburocracia no  toma en cuenta a los individuos como ciudadanos, como sujetos públicos de derechos y obligaciones, sino como piezas subordinadas de una serie de engranajes de producción y consumo. Es una elite mundial que no ha pasado por las urnas  quien decide por los ciudadanos, sin ningún tipo de transparencia, y con total ausencia de sometimiento alguno al control democrático. La relación entre estructuras opacas y gobiernos es una relación tan contaminada que mucha gente se pregunta para qué acudir a las urnas si mandan quienes no se someten al sufragio popular.

¿Gobierno de los jueces? ¿Gobierno de los mercados? ¿Gobiernos de las estructuras opacas? ¿Y que es del gobierno elegido en las urnas, del gobierno legítimo?

Es por demás un asunto a tener presente que a la crisis de la democracia contribuye la pérdida de referencia de los grandes modelos doctrinales (liberalismo, capitalismo, socialismo, etc.), vigentes a lo largo de estos últimos siglos. No es verdad que estemos en el final de las ideologías pero es cierto que vivimos en un tiempo en que son más débiles y ello no es una buena noticia. No lo es porque semejante debilidad puede facilitar la sustitución de los partidos políticos por gobiernos técnicos que bajo la cobertura de ser  neutrales funcionan al margen de las realidades sociales, de la voluntad popular, de los intereses y necesidades de la gente. Son gobiernos que quedan fuera del escrutinio, fuera de toda fiscalización, blindados por una supuesta superioridad de la técnica pura y dura sobre las ideas. Se trata de la sustitución también de la democracia por un estado de derecho privado. De no haber una reacción de la sociedad frente a los gobiernos no elegidos que nos proponen, y en sentido contrario de no haber una reacción en favor de los gobierno que si han sido elegidos en las urnas, la consecuencia es una renuncia en toda regla a la aspiración de un sistema de libertades, de soberanía popular, en definitiva, de un mundo mejor.

Es necesario el desempeño de una acción activa que vaya implicando a un número cada vez mayor de ciudadanos en la exigencia de una aplicación efectiva de los derechos fundamentales. De la otra, la reconstrucción de un sistema político e institucional capaz de procesar las demandas de los ciudadanos y de controlar la actividad y el poder de otro de los peligros internos: el poder financiero y gran empresarial que aspiran a desplazar al Estado y a la política de su finalidad y funciones.  Se trata, en definitiva, de configurar un sistema político menos dependiente de las fuerzas del mercado y más pendiente del sufrimiento humano.

La renuncia de los sistemas democráticos a los valores y principios que constituyen su razón de ser y de su existencia, les incapacitará para responder adecuadamente a las nuevas realidades y a los grandes retos que conlleva el mundo actual. Una democracia sin valores es una democracia a la deriva, una democracia inerme, incapaz de generar los anticuerpos necesarios para responder a las amenazas y desafíos que se le plantean, e incapaz de regenerarse y adaptarse a las nuevas situaciones. Hay que decirlo claramente: la democracia está sufriendo probablemente la crisis más profunda de toda su historia, una crisis que, al contrario de lo que ha sucedido en otras ocasiones no viene producida por la acción de enemigos externos, sino que se ha generado desde adentro.

Como conclusión, es esencial defender cada milímetro de la democracia que tenemos. Pero, además, democratizar aún más la democracia es el antídoto mejor frente a quienes desean reducirla y hacerla cautiva de elites poderosas.

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