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DE AZTLÁN A CUZCATLÁN

Tocayo desconocido

 Rafael Lara-Martínez

Tecnológico de Nuevo México

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Desde Comala siempre…

El 15 de septiembre de 2010, F. T. salió a dar una vuelta por la colonia de su infancia, situada en una colina.  Había regresado por una semana a impartir conferencias en la universidad.  Disfrutaba recorrer el óvalo que remontaba la loma.  Una antigua calle empedrada ascendía hasta la cima.  Luego bajaba de picada a cerrar el círculo.  Como un caracol, la entrada y salida se empalmaban en una sola vía.  Al medio, la recortaba un pasaje ondulado también, que de la cima descendía a formar otra espiral interior.  Había casas a ambos lados de las calles.  Incluso al borde del cerro, las viviendas se precipitaban hacia la quebrada.  Hacia varias hondonadas disformes.  La cañada de un río cuyo contagio de basura la había despojado de su antigua leyenda.  La de un barranco convertido en carretera ruidosa.  Casi nada había cambiado, salvo la calle que había perdido su encanto de piedra en adoquines sin lujo.  “No hay vida que no ol-vida”.  Las casas, en cambio, resistían el paso del tiempo, descascaradas y mohosas al ras del suelo.  Aún pervivía la vivienda de la muerta, abandonada a un anticuado fantasma de mujer ahorcada en el umbral.  Su cuerpo en péndulo marcaba las horas olvidadas de la violencia doméstica.  Del antiguo raigambre, a la colonia sólo le quedaba el nombre “modelo”.  Su arquetipo se había trasladado a otros sectores de la ciudad.  El barrio histórico decaído guardaba aún el recuerdo de su rancio abolengo en los pisos en los pisos de varias casas.  Imitaban alfombras persas bordadas de orlas barrocas en los colores sobrios de un arco iris.  La misma presencia del pasado la conservaban los muebles antiguos de otras viviendas.  La madera de caoba labrada en flecos rococó contrastaba con el plástico chillón de cobertizos desvencijados.  Las paredes de madera acanalada en las junturas revestían un hormigón anti-sísmico.  Esas reliquias habían resistido el embate de lo moderno.  Cielorrasos altos permitían el paso de la brisa.  Sin falla, en sus huecos se colaban los animales en busca de abrigo y alimento.  Del símbolo que criaba la imaginación de los vecinos.  Así sucedía con el tacuazín —el único marsupial de la comarca— quien transportaba a diario la estrella vespertina.  Su augurio sellaba el descenso al inframundo de los sueños.  Oculto en la alforja de su abdomen.  Como todo tiempo pasado siempre fue peor, de esa colonia sólo quedaban las ruinas y los espectros.  Las almas sin pena rondaban la mente alucinada de F. T.  Tan trasnochada que los ruidosos talleres habían sustituido las residencias y el humo de los autobuses, los espantos.  Las construcciones precarias las erigían láminas de asbesto o de metal que casi no aislaban el interior de la intemperie.  Y en el sumidero —antes despoblado— se extendía un barrio aún más frágil que en la cima.  Sometido al torrente de las lluvias y deslaves.  A la densa población hacinada en casuchas de materiales azarosos.

—Don F., de pronto escuchó que alguien lo llamaba.

Al tratar de reconocer la voz, quedó en suspenso.

—¿No se acuerda de mí?, le preguntó sorprendido.  Soy el hijo de Tita., la cocinera de su tía.

El joven de unos treinta años vestía sucio y desarrapado.  Pelo corto, casi rapado, sin barba.  De inmediato recordó el drama repetido en varios hogares de la familia.  Domésticas acompañadas de hijos, en trabajos eventuales.  Sin más incentivo que sobrevivir.  Se perduraba por la repetición y, a veces, por la alegría.  Como la hermana del joven —reconoció— quien a temprana edad buscaba trabajo para mantener a su recién nacido.  Como la abuela Chon que vivía en una casa semi-derruida en la cresta.  Su mayor júbilo consistía en cuidar sus tres nietas que le atenuaban la falta de medicinas.  Sus achaques de vejez.

—Sí, claro, lo reconocí.  Replicó F. T., rescatando de la memoria la imagen de un niño con quien apenas había cruzado palabra.  Había salido del país luego del bachillerato.  Aun si regresaba con frecuencia, había perdido contacto con lo cotidiano.  Por un instante, ahora lo recobraba en sensaciones rezagadas y en el reencuentro fortuito.

—¿Y adónde va con esos envases?, apuntó a la bolsa que F. T. cargaba sin reparar en ella.

—A la tienda, a comprar cerveza.

—Bien, lo acompaño.  No tengo nada que hacer por el momento.  Luego voy al centro.

Bajaron la adoquinada que desembocaba en una carretera inquieta por el paso continuo de los autobuses.  Al frente bullían talleres de mecánica, tapicería, gasolineras y vendedoras ambulantes de comida barata.  La tienda se hallaba a dos cuadras.  Protegida por una reja que evitaba los robos.  Pidieron dos cervezas destapadas y unas papas.  Pese al ruido, humo y demás distracciones callejeras, el joven comenzó a contarle su rutina diaria.

—Ud. porque se fue de aquí no sabe cómo está de jodido el volado.  Además Ud. es hijo de la niña G.  Sus hermanos y Ud. tienen alto pisto.  Pero uno de pobre es distinto.  Yo me la paso en el trajín.  No es que yo no quiera trabajar.  Mire allá abajo, junto al río, no es fácil vivir. Primero el espacio apretado.  Ya conoce Ud..  hace años lo vi que llegaba de visita con mi hermana que es manicurista, la que trabaja con la suya.  La que es manicurista y demostradora.  Pero eso no es lo peor.  Ya ve ahora con las maras que controlan la entrada y salida de la gente.  Lo guachean a uno.  Y yo no soy marero.  ¡Qué va!  Pero a veces me toca ponerme de acuerdo con ellos.  Para que no me jodan.  ¿Qué quiere?  A Ud. no le toca que lo amenacen.  Pero fíjese que a mí el otro día me agarraron.  Y no me pude zafar hasta que les prometí algo.  Y ni modo, a cumplirlo.  Me robé unos chunches de un taller y con eso los calmé y ya.  Me dejaron tranquilo.  Yo no.  Que soy bolo, eso sí.  Y me la paso de vago.  ¿Invíteme a la otra, no?  Ah, ¡qué rica sabe helada con este gran calor!  Pues sí, le contaba que aquí la cosa está jodida.  Yo me la paso en el ajetreo del centro.  Ahí consigo lo que puedo.  Mire, a veces me la paso en las esquinas, en los semáforos.  Lavo vidrios; hago piruetas y mimo.  Escupo fuego.  Depende del día.  Vaya ahí por el parque y me verá con varios cheros.  Para allá voy ahorita.  Si quiere venga conmigo.

—No, otro día tal vez, le respondió F. T.  Tengo que preparar una conferencia para mañana.

–Bueno, Ud. dirá.  Pero si lo molestan los mareros —ahí va uno mire— me lo dice.  A los de por aquí los conozco a todos.  Porque sabe a Ud. lo tengo que cuidar.  Y eso no sólo porque su mamá le dio trabajo a mis hermanas.  Las trató muy bien.  No sólo por eso.

—Ah, sí, ¿y por qué entonces?

—Simple.  Fíjese que mi mamá nos puso a todos —a mis hermanas y a mí, el único varón— sus mismos nombres.  Mis hermanas se llaman igual que las suyas.  Y yo, igual que Ud.  Así creía que tendríamos igual suerte que Uds., aunque no sucedió.  Yo no me iría a EEUU como Ud., o quizás sólo un rato a Los Ángeles.  Ganar pisto, foguearme con la mara y regresar ya tranquilo.

—¿Cómo es eso del mismo nombre?, inquirió F. T. sorprendido.

—Simple, le digo, Ud. se llama así por su abuelo y yo por Ud.  Pero ya me voy.  Tengo que reunirme con unos amigos frente a catedral y voy tarde por estas cervezas.  Mil gracias por la invitación y otro día le cuento más.

El tocayo recién redescubierto le estrechó la mano.  Salió a la carrera; atravesó la calle y abordó un autobús que se dirigía al centro de la ciudad, la ruta 12.  F. T. volvió a subir la calle recién adoquinada y se olvidó del encuentro, esa semana que dictaría conferencias universitarias.  A menudo, los sucesos cotidianos pasaban desapercibidos hasta el olvido.  Nunca volvió a ver al joven tocayo.  Empero, meses después, recibió noticias suyas.  Mientras se recobraba de una cirugía.  Una áspera incisión en el vientre.  Recibió múltiples llamadas de personas que había conocido en su infancia.  Por teléfono, una de ellas le preguntó.

—¿Se acuerda de su tocayo?  El no tuvo su misma suerte.  Ya pasó a mejor vida.  Fíjese que cuando Ud. estaba en el hospital operándose, lo balearon en el estómago.  Andaba medio bolo y se había robado no sé qué cosas.  Pobrecito, no tuvo la suerte suya que lo atendieran los médicos.

  1. T. se prometió que, de quedar con vida, en unos años más, recordaría al tocayo desconocido en un escrito. En ese instante —tan furtivo como el encuentro— cuestionaría cuál de las dos vidas paralelas forjaba la verdadera identidad. La del joven tocayo arraigado en el barranco sin opciones. La suya que de la loma emigraba en bejuco hacia el extranjero.  Acaso ambos destinos  los sellaba la unidad en complemento.  La cumbre vivía en el abismo, viceversa, como la “cima” por la “sima”. Las dos letras iniciales confluían en un solo sonido.  Ambos hados eran tan similares que, en breve, se diluirían hacia el mismo cauce.  El olvido de los suyos en la Muerte.

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