Dilema
Rafael Lara-Martínez
Tecnológico de Nuevo México
Desde Comala siempre…
El 6 de agosto de 1945, hace unos sesenta años, al futuro tío-abuelo de F. T. se le ofreció un dilema ético crucial. Debía elegir entre tres alternativas posibles. Las opciones que se le presentaban las juzgaba equivalentes, aun si sus contemporáneos las jerarquizaban según una filiación política partidista. En un examen escolar a selección múltiple la disyuntiva tenía un nombre propio. ¿Cuál acción funda la sociedad más justa y democrática? 1) Auschwitz; 2) Gulag; 3) Hiroshima. Por desgracia, nunca existiría una cuarta opción sin sentido: 4) none of the above. La primera la condenaban por su anti-semitismo notorio; la segunda, por el trabajo y exclusión forzados de todo oponente; la tercera quedaba en el silencio, ya que por décadas nadie se disculparía del hecho. ¿Derecha — Izquierda — Centro democrático?
Si no apoyaba la primera iniciativa lo tildarían de comunista o de anarquista sin remedio, sobre todo en el país que la organizaba, o militaría como miembro de la resistencia armada en otro limítrofe. Pensaba que condenarla de la lejanía no afectaría su rango ético. De optar contra la segunda, ofendería por reaccionario a sus vecinos al Sur del Río Grande, cuyos movimientos revolucionarios los dirigía vanguardias guerrilleras, fieles varias a una madre-patria sin tacha. De renegar a la última opción, lo descalificaban al norte de tal afluente quienes jamás considerarían que la justicia se ejerciera sin un acto enérgico contra quienes habían cometido un crimen. La matanza japonesa de “banzai” en Nankín legitimaba la nuclear, aun si por compromiso posterior la primera tragedia quedaría sin memoria.
Por su fundamentalismo radical, el tío-abuelo de F. T. refutaba las únicas tres alternativas viables, ya que atentaban contra la vida humana. Le parecía inconcebible que la libertad humana se impusiera por el exterminio. Entre el héroe y el villano, la diferencia consistía en la persona contra la cual se cometía el crimen. Quien asesinaba a un asesino —incluso en masa— se investía como héroe, quizás por la lógica de la doble negación. En cambio, a quien revertía el homicidio hacia un virtuoso, se le devolvía de manera sangrienta su propia infracción.
Tal era la lógica del quinto mandamiento —“no matarás”, salvo al enemigo hostil— que se interpretaba a guisa de quien profesaba la justicia terrena por poder político. La posición pro-vida del tío-abuelo de F. T. no sólo le reclamaba condenar el aborto, sino todo acto de violencia que se cometiera contra el prójimo. Sin pertenecer al grupo cuáquero, juzgaba que la guerra y la pena capital también eran injusticias equivalentes al homicidio. Que su sociedad las eximiera, en momento alguno implicaba el desacato a una norma superior estricta, que cada cultura interpretaba a su arbitrio.
Por tal razón, “none of the above” la conjeturaba la única respuesta posible en un inventario restringido de opciones culturales sin una arista chiflada de vía pacífica como la suya. No obstante, sabía que “todo tiempo pasado era peor” que un presente sin promesa de alivio moral para el destino humano. A sabiendas que su respuesta desafiaría todas las iniciativas políticas actuales, desistió de toda refutación. Y al renunciar declarar su membrecía —Auschwitz, Gulag o Hiroshima como gesta de justicia— se exilió del mundo para siempre. Discernía también que por sino re-volucionario —destino terráqueo alrededor del sol— todo tiempo futuro tampoco sería peor, sino una simple re-petición primaveral de la misma violencia.
¿A quién habremos de excluir ahora para construir la utopía?, le preguntarían sus hijos. ¿A los mareros?, quizás, ¿a los ilegales? ¿Tal vez a ambos?…

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