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Ciudad Delgado: más que un sentimiento

Sociología y otros Demonios (1094)

 

 

            René Martínez Pineda

Tengo enterrado mi ombligo-memoria en tu terso territorio de mágica realidad que es más que un sentimiento. Revive en mi imaginario tu recuerdo de la vida en que pernocto como rapsodia bohemia de los versos fascinantes del unicornio errante. El río sucio sumerge en el mar de tus barrios su gemido obstinado de lácteo amor clandestino. Huérfano como el ferrocarril en la madrugada del desahucio en el Quinto patio. Ha llegado la hora fatídica de volver, ¡oh hijo pródigo que dejó de jugar a ser el Capitán Jack! Sobre mi corazón en carne viva por la traición indecible llueven frías flores sin pétalos que cortar para saber si me quieres o no me quieres. ¡Oh, ciudad-nostalgia donde oculto mis escombros, insondable y ardiente caverna de náufragos en tierra firme!

En ti, ciudad-prócer, se acumuló el descalzo desencuentro de las revoluciones sin cambios revolucionarios y los vuelos sin cielos en los que el tiempo está a favor de los pequeños. Desde tu vientre alzaron la luz las luciérnagas de San Sebastián que tienen una escalera al cielo. Todo te lo comiste, ciudad-hambre, como la distancia. Eres como el mar insobornable en su enfado desganado; como el tiempo sin una vacuna que a la tercera dosis le haga recuperar los días perdidos a la niña Edelmira Molina. Todo en tu geografía fue un cataclismo de la sangre en ebullición. Cuando te abandoné, desnuda y pálida, soportando la lluvia de noviembre, era la alegre hora de la insurrección y el beso de buenas noches dado desde el otro lado de la vida. Era la hora del valor como una piedra rodante que dolía cual haz de luz del farolito de Aculhuaca. Zozobra de capitán de barco sin brazos para luchar contra el viento fétido del Acelhuate; férrea determinación de vigilante ciego; fascinante y llorosa borrachera de amor en las fronteras del Hotel California; todo en ti fue hecatombe después de la hecatombe de la utopía que, como el tonto de la colina, te dejó soñando mares dulcitos. En la máscara roja de la juventud de bruma inquieta y escueta, mi corazón resignado cuidando los demonios que están detrás de mis ojos.

En tus calles de ajetreo apenas iluminadas por el brillo de las libélulas furtivas, cuidad-nostalgia, me vi como un pionero perdido desde el segundo paso; todo en ti fue incendio después del incendio del hombre-cohete que trabaja de sol a sol para ser digno de la luna de sus hijos que, como una piedra, esperan la nocturna llegada de mamá que, en silencio, viene de soportar el acoso de la maquila. Te plegaste al dolor de todos para ser todos; te prendiste del deseo de ser hermosa como el muro de las maravillas que nos protege de todo mal. Pero tú, ciudad-fortaleza, fuiste tumbada por la tristeza de la revolución difusa e inconclusa de los brazos abiertos; todo en ti fue cataclismo después del cataclismo de las virtudes que se alejan como polvo en el viento.

Eres tú, ciudad-ilusión, la que en mi pueril imaginario hizo retroceder la muralla de oscuridad que me separa de los espíritus que han flotado hacia lo indecible; desde que en tu calle principal lancé mi primer puteada a la policía, aprendí a caminar más allá del deseo y del pacto del acto que se sella con sangre en el largo y sinuoso camino de las revoluciones triunfantes. Oh tibias entrañas a la intemperie, sangre de mis venas abiertas, ciudad-pueblo que amo y no olvido, a ti, en esta página del húmedo ojalá, te pienso y hago sinfonía gitana. Como un pozo sin fondo le diste cabida a la eterna creencia de los utopistas del caballo sin nombre, y la alevosía eterna te clausuró como a un pozo sin agua, como a un teatro en el que sólo hay cabida para nuestro último espectador.

En los turbios años en que viví en peligro, fuiste la solitaria clandestinidad de la isla misteriosa que nadie ha descubierto, y en sus brazos me dormí cómodamente entumecido. En los años de la sed y el hambre, fuiste el agua fresca y el pan recién horneado; fuiste el novenario y las ruinas drásticas del escapulario que fue especial para mí; fuiste el embrujo que mi amor embruja más hasta convertirte en el mejor de los tiempos. Ah ciudad-abuela, no sé cómo pudiste protegerme en el prodigioso predio de tu alma que no fue conocido por los escuadrones de la muerte; no sé cómo pudiste amamantarme en la ávida cruz de tus pechos milagrosos que tarareaban tontas canciones de amor. Y a pesar de la pandemia de cementerios, robos y traiciones, quiero creer que aún hay fuego en tus casas de cartón sin GPS en las que siempre habrá tiempo para un último abrazo; aún los racimos de guineos colectivos y mangos indios suspiran en el pico de los pájaros y en la boca de la iguana que sólo estaba bromeando con cometer suicidio impropio en nombre de los dientes de leche que intuyen que el problema no es tener miedo, sino el no tener ilusiones leves y fulminantes como la harina en la que tienen sentido las palabras porque se convierten en la chispa adecuada.

Sin saberlo entonces, ciudad-lluvia en la que simplemente no puedo evitar creer, fuiste mi destino y en él deambuló el ansia de labios compartidos que saben que no es cierto que, en política, el amor toma tiempo; y en él sucumbió mi subversiva biografía porque todo en ti fue terremoto después del terremoto de las promesas.

Ciudad remota, Ciudad Delgado con amor grueso que es más que un sentimiento desde el otro lado de la vida, en mi imaginario sigues de pie como el marino en busca de tierra firme después de décadas de deriva. En mi imaginario aún floreces en el ajetreo de las casitas austeras del barrio Paleca que crio a mi primera novia; aún rompes en olas gigantescas que inundan de vida el estero de las nuevas ilusiones que tus barrios cantan. Como penitencia por el abandono, me convertí en un vigilante sin ojos; un pregonero sin lengua; un escultor sin manos; un barco sin mar; un beso sin boca… todo en ti fue sequía desde la sequía de conciencias… ha llegado la hora de tomar el tren de la nostalgia para que no vuelvas a morir en mis brazos, ciudad-santuario; el lapidario día que la noche amarra a todo itinerario de ayer.

La venda impenetrable del cielo acomoda las almohadas en la ciudad que es más que un sentimiento. Explotan las estrellas de los recuerdos en la Avenida Juan Bertis que fue cómplice de mi exilio y simpatía por el diablo; emigran cuerpos sin alma de tus barrios en penumbra; atracan en el muelle de tus albas los que no pueden cargar tanta querencia. La sombra de tus calles se retuerce en mis manos… más allá sólo queda la misión de regresar para remediar el mutuo abandono que, como dramática tregua, fielmente nos dimos.

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