Por David Alfaro
20/05/2025
Además de corromper, el poder es tan adictivo como la cocaína. Así lo asegura Ian Robertson, neurocientífico del Trinity College de Dublín, quien ha investigado los efectos del poder sobre el cerebro humano. Y si hay alguien que parece ejemplificar esta adicción de manera alarmante, es el dictador salvadoreño Nayib Bukele.
Robertson sostiene que el poder activa las zonas de recompensa del cerebro de forma similar a las drogas estimulantes, generando un placer inmediato que, con el tiempo, se convierte en una necesidad compulsiva. En el caso de Bukele, ese placer inicial derivado del control absoluto sobre las instituciones, los medios, las fuerzas armadas y la narrativa pública ha derivado en un comportamiento adictivo: cada vez necesita más poder, más control, más obediencia ciega.
La corrupción del poder no se limita al saqueo de los fondos del Estado: corroe también el juicio, los valores y hasta la percepción de la realidad. Bukele, alguna vez joven promesa del cambio, terminó transformándose en el epítome de lo que prometió combatir. La adicción al poder lo ha aislado del pueblo real y lo ha rodeado de espejos que solo reflejan su propio ego.
Robertson explica que el poder incrementa la testosterona, que a su vez eleva los niveles de dopamina en el núcleo accumbens, una región clave en la sensación de recompensa. Es este cóctel bioquímico el que, como en el caso de Bukele, lleva a una creciente agresividad, hipersexualización simbólica del liderazgo y paranoia constante. Se vuelve más vigilante, sí, pero también más intolerante a cualquier forma de crítica o desacuerdo.
En estudios con babuinos, se ha demostrado que los individuos en la cima de la jerarquía tienen mayores niveles de dopamina. Cuando caen, sus funciones cognitivas disminuyen y aumenta su estrés. No es casual que Bukele tema tanto perder el poder: no solo teme por su legado o su libertad, sino por la crisis neuropsicológica que le sobrevendría al dejar de recibir esa dosis diaria de supremacía.
Demasiado poder, advierte Robertson, termina perturbando la cognición y la emoción. Quien lo posee comete errores de juicio, pierde el sentido del riesgo y desarrolla una desconexión patológica con los demás. El culto a la personalidad de Bukele, su desprecio por los derechos humanos y su tendencia a reescribir la historia en tiempo real son síntomas de este síndrome del poder desbocado.
En lugar de gobernar, Bukele se inyecta diariamente una dosis de sí mismo. Como un adicto, ya no puede parar.
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