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APRENDAMOS A LEER LAS MENTES CRIMINALES DE QUIENES NOS MAL GOBIERNAN

Por David Alfaro
11/10/2025

Este es un tema sobre valores morales, integridad y ética.

Vivimos en una época donde el crimen no siempre se oculta entre sombras ni se limita a los barrios marginales. Hoy, el crimen viste saco y corbata, se sienta en oficinas con aire acondicionado y habla de “patria”, “pueblo” y “honestidad”. La criminalidad institucional se ha vuelto la forma más peligrosa de corrupción moral, porque se disfraza de virtud y se alimenta del poder. Entender la mente criminal de quienes nos gobiernan no es un ejercicio vano, sino de supervivencia ética. Como decía Nietzsche, “quien con monstruos lucha, cuide de no convertirse en uno”, y quizás esa sea la mayor advertencia para los pueblos que siguen a líderes que han dejado atrás toda noción de límite moral.

Por definición, el criminal vive negando la responsabilidad. Su identidad se construye sobre la habilidad de evadirla, de culpar a otros, de presentarse siempre como víctima o salvador. En política, esa negación se convierte en arte: manipular hechos, distorsionar realidades, reescribir la historia. Quien gobierna con mentalidad criminal no ve ciudadanos, sino fichas en su tablero. El fin justifica los medios, y en nombre del “orden”, la “seguridad” o la “grandeza nacional”, se cometen atropellos que luego se maquillan como logros patrióticos.

Maquiavelo escribió que “los hombres olvidan más fácilmente la muerte de su padre que la pérdida de su patrimonio”. Los malos gobernantes lo saben bien: se ganan la lealtad no con justicia, sino con favores, con migajas del erario convertidas en dádivas. Su código no es la ética sino la conveniencia, no la justicia sino la utilidad. Su lealtad se mide en función del silencio que logran comprar y del miedo que logran imponer.

Pero el criminal de poder no actúa solo. Necesita cómplices que lo legitimen: jueces dispuestos a torcer la ley, diputados corruptos que puyen botones sin conciencia, pastores que lo bendicen desde los púlpitos, y periodistas que venden su pluma. Así se forma una élite que confunde autoridad con impunidad, y convierte la moral en un simple adorno discursivo. Aristóteles decía que la virtud no es conocimiento, sino hábito; por eso, cuando un país se acostumbra a la mentira, termina creyendo que el cinismo es inteligencia y que la vivianada es saber gobernar.

En dictaduras como la de #Bukele, los valores morales se vuelven retórica vacía. Se habla de “ética pública” mientras se saquea al Estado; se predica “amor al pueblo” mientras se reprime su voz y se asesina en las cárceles. El gobernante criminal se considera infalible, y esa es precisamente su condena. Creer que jamás se equivoca lo coloca fuera del mundo humano, donde todos erramos y reconocemos nuestras faltas. En cambio, el criminal se cree un dios, un elegido, un redentor. Y cuando un pueblo acepta esa lógica, abdica de su libertad moral.

Comprender la mente criminal en el poder es un acto de autodefensa colectiva. No basta con denunciar sus delitos; hay que entender su vacío moral. El poder sin integridad se vuelve una forma de delincuencia. El político que traiciona la verdad se parece al ladrón que roba por placer: ambos creen que pueden salirse con la suya.

La integridad, la ética y los valores no son adornos para los discursos, sino flotadores que impiden que una sociedad se hunda en la barbarie. Cuando el gobernante se desvincula de la moral, el pueblo debe recordarle que la autoridad no otorga licencia para mentir ni oprimir. Como dijo Kant, “obra de tal modo que trates a la humanidad siempre como un fin, nunca como un medio”.

Y quizá ahí esté la clave: un país sano no es el que tiene cárceles llenas, sino el que tiene gobernantes incapaces de cometer crimenes, no por miedo a ser descubiertos, sino por respeto a sí mismos. Porque sólo donde la moral vuelve a tener sentido, la política deja de ser un teatro de criminales disfrazados de salvadores.

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