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El Dios que me hace ser feliz

German Rosa, s.j.

Siempre estamos angustiados con tantos problemas personales, familiares, económicos, sociales y políticos…, y siempre nos preguntamos: ¿realmente Dios nos creó para sufrir? ¿Hemos venido al mundo para vivir en una situación de infelicidad permanente? Estas preguntas las hacen con frecuencia los inocentes que sufren injustamente. Si esto fuera así, la imagen de Dios sería desastrosa porque me pide vivir y sufrirlo todo, para esperar el fin de los males solamente después de esta vida. Esta imagen de Dios no solo justifica el mal, sino también la injusticia, la violencia, la desigualdad, la pobreza, etc. Esta imagen menosprecia el proyecto de Dios para la humanidad y la historia; pues, la pobreza y el sufrimiento injusto de los empobrecidos, de los insignificantes, de los inocentes, no son queridos por Dios ni expresan su voluntad para la humanidad.

La pobreza, la exclusión, la violencia y la injusticia son males que no han sido creados por Dios. Estas han sido producto de las relaciones humanas, del pecado personal y social que han estructurado organizaciones sociales, económicas y políticas que las causan. La actitud cristiana nos compromete para eliminar las causas que provocan esos males sociales.

El Dios auténtico y verdadero nos creó para la felicidad, y el gran sueño de Dios para todos y cada uno de nosotros es el Reino de paz, de justicia, de amor, de misericordia, etc. Proyecto que Jesucristo ya ha comenzado pero que se consumará al final de la historia. Reflexionemos un poco sobre el Dios que nos hace felices.

1) Contemplar la imagen de Dios con la mirada y los ojos limpios

Contemplar la imagen del Dios que me hace ser feliz solo es posible con los ojos de la fe. Solo así se puede tener una vista y una mirada limpia de toda imagen que distorsiona el rostro auténtico de Dios. Pero tener una imagen de Dios lo más atinada posible solo se logra con la experiencia contemplativa fruto de la gratuidad de Dios mismo. Contemplamos su rostro que se nos muestra gratuitamente: “Ustedes no me escogieron a mí. Soy yo quien los escogió a ustedes y los he puesto para que vayan y produzcan fruto, y ese fruto permanezca” (Jn 15,16).

Si el ser humano necesariamente expresa imágenes e ideas sobre Dios, también necesita justificar la afirmación de su realidad. Dar lugar a la imaginación es dar ocasión para que la historia sea realidad con inspiración poética. Es permitir a la inteligencia que discurra libremente, atreviéndose a expresar lo que no es posible por las restricciones de los métodos racionales y la expresión del conocimiento en prosa. Imaginar es convertirnos en poetas, recuperando la tradición profética que habla del amor, la misericordia y la justicia; es considerar posible lo que a simple vista es sencillamente absurdo o utópico, pues es precisamente resucitar el espíritu de construir grandes sueños… Hay que tener presente que el sueño más grande es el sueño de Dios, que consiste en sembrar de ternura un mundo roto por la miseria humana y material, realizar su gran proyecto de fraternidad y justicia, y propiciar su gran abrazo amoroso para toda la humanidad, en especial para los pobres, los excluidos y las víctimas, así como para la creación toda entera. La poesía es la música de la literatura: “¿Cómo hablar del amor sin poesía? El amor ha inspirado siempre la poesía. Nosotros desde este continente marcado por la muerte injusta y prematura, también pensamos que la vivencia del amor es condición para poder hablar de Dios y decirle al pobre: ‘Dios te ama’. Experiencia del misterio de Dios” (Gutiérrez, G. (2013). La espiritualidad de la liberación. Escritos esenciales. Santander: Sal Terrae, 238). Pero este tipo de poesía es mística y profética.

Contemplar el rostro de Dios implica estar familiarizado y profundamente implicado con Él. Esta familiaridad y amistad nos lleva a encontrarlo en todas partes: en mi casa, en mi trabajo, en la calle, en la Iglesia, en la naturaleza, en el niño, en el abuelo y la abuela, en la madre, en el padre, y también, de manera muy especial, en el rostro de los crucificados hoy: jóvenes sin orientación, víctimas de la violencia, personas que viven en la miseria, sin sueños ni esperanzas, etc.

Pero el rostro de Dios por excelencia es el rostro de Jesús. La experiencia de contemplar el rostro de Dios que nos muestra Jesús nos seduce al seguimiento para vivir plenamente la experiencia de la felicidad (Jn 1,35-42). ¿Qué es la felicidad? La vida digna en plenitud. Vivir la vida plenamente es reconocer la dignidad no solo personal sino también de los demás. Es también vivir la felicidad pero en una gran hermandad.

Contemplar el rostro de Dios en Jesús nos lleva a la acción; ésta se realiza en el presente, en la vida cotidiana, en la historia, pero orientada según Dios a la salvación.

La salvación comienza en el presente y se consuma definitivamente más allá de la historia.

Una contemplación de Dios es un don saturado de gratuidad que me transforma y me lanza a un mayor compromiso por un mayor amor al igual que Jesús, el hijo de María, el carpintero de Nazaret, el predicador de Galilea, el crucificado y resucitado, el Ungido de Dios, el Cristo, el Mesías. Solo el amor salva, solo el amor nos cambia y nos compromete con los afectados y crucificados en la historia. Cuando las palabras no bastan para explicar y hablar sobre Dios es porque estamos amando en plenitud, y cuando las palabras no pueden explicar lo que nos trasmite ese rostro amoroso de Dios recurrimos al símbolo, así como ocurre con la liturgia y también con los sacramentos.

El rostro de Jesús en los Evangelios es el rostro de Dios que ama incondicionalmente a los insignificantes (1 Jn 1,1-4). Lo podemos decir con otras palabras, el amor de Dios es para los infelices porque quiere que su vida cambie radicalmente. Jesús no solamente nos hace descubrir el rostro de Dios sino que también nos hace descubrir el rostro de nuestros hermanos y hermanas, y de manera especial de los que más sufren.

Contemplar el rostro de Dios es don pero también nos pide una respuesta, es contemplación y acción, es gratuidad y compromiso: “El amor conduce a la acción; pero la acción sin amor o el servicio sin Espíritu conducen a un activismo vacío, no a la auténtica santidad” (Gutiérrez, 2013, 47). No hay nada más exigente que el amor gratuito.

2) El rostro vivo de Dios que nos ofrece Jesus de Nazaret

Jesús es el rostro de Dios presente entre nosotros, el Emmanuel, y conocemos los rasgos de su rostro por lo que Él hizo y cómo lo hizo. Comenzó su vida pública leyendo en la sinagoga el programa de su misión, expresando que el Espíritu del Señor estaba sobre Él, el Ungido, para anunciar la buena noticia a los pobres, liberar a los cautivos, devolver la vista a los ciegos, liberar a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor (Lc 4,18).

Jesús tiene un rostro amistoso y por eso se hace amigo de los empobrecidos con facilidad. Al leer el texto de las bienaventuranzas nos damos cuenta de esta característica. Entusiasma desbordantemente a la gente más sencilla, a los más pobres, a los más ignorantes de Galilea, ante todo. Pero también a la gente de más ínfima condición venida de otras partes, incluso de la capital, Jerusalén (Cfr. Castillo, J.M. (1999). El Reino de Dios por la Vida y la Dignidad de los Seres Humanos. Bilbao: Desclée de Brouwer, S.A., 45-46). El rostro de Jesús es de muchos amigos, por eso lo buscaban también los niños, y él los recibió con alegría y los llamó diciendo: “Dejen que los niños vengan a mí, no se lo impidan, porque el Reino de Dios pertenece a los que son como ellos. En verdad les digo que quien no recibe el Reino de Dios como un niño, no entrará en él” (Lc 18,16).

Mostraba un rostro de perdón y misericordia a los pecadores y a las pecadoras, a los despreciados por la sociedad vigente, a los publicanos, a las prostitutas (Lc 3,7; 5,29; Mc 2,16; Mt 11,19; 21,32; Lc 15,1ss). Jesús come con pecadores y publicanos, que perdona y también libera a la mujer pecadora (Jn 8,1-11), en otro relato del mismo evangelio nos narra que habla con la Samaritana (Jn 4,1-30).

Los enfermos lo buscaban porque él tiene un rostro que los acoge para curarlos. Jesús curó al hombre que tenía la mano paralizada en día sábado (Mc 3,1-6); cura la mujer encorvada en día sábado (Lc 13,10-17), también curó en día sábado a un hombre que sufría de hinchazón (Lc 14,1-6); cura al hombre de la piscina de Betesda que tenía treinta y ocho años de estar enfermo y también lo hace en día sábado (Jn 5,1-18); Jesús cura a un ciego de nacimiento en día sábado (Jn 9,1-41), y la razón primordial es porque el sábado ha sido creado para el hombre, y no el hombre para el sábado (Mc 2,27). Para Jesús la ley es para dar vida y no para engendrar la muerte. Lo fundamental, lo más importante de la ley es el amor a Dios y el amor al prójimo (Mc 12,28-34; Mt 22,34-40; Lc 10,25-28; Dt 4,5; Lv 19,18). Pero la ley se practica con actitud de misericordia para hacer justicia tal como lo dice Jesús.

Su rostro se compadece de los que tienen hambre y anima a dar y compartir lo que se tiene desde la pobreza. Los discípulos tenían solo cinco panes y dos peces, Jesús los tomó, los bendijo, los partió y les dijo que los distribuyeran a la gente. Jesús hizo un verdadero milagro de solidaridad (Lc 9,12-17). Predicaba la buena noticia comparando el reino de Dios a un banquete. La gran esperanza de todos los pueblos latinoamericanos: la mesa compartida, el gran banquete en el que se disfruta y se goza (Lc 14,15-16; Mt 22,2) de todo lo que se tiene: la tortilla y el gallo pinto, los tamales con café, disfrutando de la convivencia fraterna.

Jesús enfrentó la pasión y la muerte y nos muestra un rostro doloroso en la cruz. En el Gólgota, Jesús muriendo en la cruz se identificó con todos los crucificados y las víctimas de la historia, los inocentes que sufren injustamente. Jesús es el nuevo Job de la nueva y definitiva alianza. En el Antiguo Testamento Job es el justo que sufre y en el Nuevo Testamento Jesús es el justo sufriente de la alianza definitiva de Dios con la humanidad. Jesús acompañará la agonía de los que sufren hasta el fin del mundo, cuando ya no existan justos o inocentes que sufran injustamente. Y en nuestro mundo globalizado los inocentes sufrientes tienen rostro de migrantes, refugiados, desempleados, empobrecidos, discriminados por su identidad, por el color de su piel y por su religión, los insignificantes que nadie los toma en cuenta ni los valora, etc. Hoy la pasión de todos los inocentes que sufren injustamente es de alguna forma la continuación de la pasión de Cristo.

Pero su rostro también resplandece con la resurrección. Durante su actividad en la vida pública, Jesús reacciona y resucita la hija de un jefe de los judíos (Mt 9,18); también Jesús resucita la hija de Jairo (Mc 5,23). Jesús resucita a su amigo Lázaro (Jn 11,20-44). La resurrección misma de Jesús es la irrupción escatológica de la vida plenificada en nuestra historia (Mt 27,63).

La resurrección de Jesús es la luz en la noche oscura de la injusticia en el mundo hoy. Sin esa luz no hay desierto o montaña que podamos cruzar y escalar. La luz del crucificado y resucitado nos ilumina mostrando que el horror escandaloso de la muerte de los inocentes que mueren injustamente no termina en la oscuridad del sepulcro, sino que se convierte en el faro de luz para orientar a los demás. La luz nos ilumina para encontrar el paso a través del desierto en la noche oscura de la injusticia y de la violencia para llegar a la tierra prometida. Pero el camino a la tierra prometida no lo hacemos solos, lo hacemos en comunidad, como Pueblo de Dios y como ciudadanos del universo. No podemos quedarnos en el sepulcro, porque el resucitado ha removido la piedra y ha dejado el sepulcro vacío. La muerte no ha prevalecido. Ha triunfado la vida sobre la muerte, la luz sobre la oscuridad, la resurrección sobre la tumba.

Si Jesús hizo todo esto es porque Él es el Mesías, el Cristo, el Ungido, que ya ha comenzado el reino de Dios en la historia pero que aún no se realiza definitivamente.

El Reino de Dios llega a los seres humanos, ante todo, como liberación del sufrimiento, de la indignidad y de la muerte.

3) Razones para creer que Dios nos creó para ser felices

El rostro amoroso y misericordioso de Dios es incomparablemente tan humano que en él resplandece su plena divinidad, y esto es una razón fundamental para decir que Dios nos creó para ser felices. Un Dios así no nos puede haber creado para la infelicidad. Así lo mostró el rostro de Dios personificado en Jesús de Nazaret. Solo la sonrisa de Dios, sin ofender ni tampoco con ironías, puede cambiar el drama de nuestra vida y del mundo. Este Dios verdadero que nos ama con ternura nos convierte, nos transforma, nos invita a cambiar de vida perennemente y también a cambiar la situación inhumana e infeliz de los demás en nuestra comunidad y en la sociedad.

Dios se nos revela de manera gratuita como plenamente humano en Jesús de Nazaret (Jn 1,14), y en su persona descubrimos la plena divinidad y la plena humanidad en una síntesis perfecta. Conocer a Dios es conocer la humanidad y ser solidarios con sus problemas, sus batallas y sus grandes desafíos. Así Dios no solo se hace presente como “Otro” sino como prójimo.

El rostro de Dios que nos muestra Jesús es de alguien que se compromete hasta las últimas consecuencias con las personas enfermas, vulnerables, empobrecidas y les cambia la vida radicalmente (Mt 11,2-6).

Jesús en los cuatro evangelios nos enseña que ese amor a los insignificantes es esencial en la identidad del discipulado, y ésta es una opción espiritual, mística y de experiencia de gratuidad que le da hondura y fecundidad a nuestra vocación humana y cristiana. Sin una experiencia de fe y amistad entrañable con Dios no se puede hacer esta opción fundamental que ha sido sellada con el testimonio martirial de Jesucristo y también de muchos cristianos. Nuestra experiencia cristiana es de un Jesús crucificado y resucitado, nutrido de una experiencia de sufrimiento, de muerte y también de esperanza y de vida en plenitud.

La contemplación del rostro de Jesús nos lleva a realizar su voluntad. Es una contemplación activa impulsada por la fuerza que nos da su Espíritu. Pero esta experiencia de gratuidad nos compromete y nos hace ser solidarios con los que sufren, los empobrecidos, los excluidos, las víctimas, y los que son insignificantes en este mundo globalizado. Al mismo tiempo, esta contemplación activa nos lleva a realizar una sociedad alternativa: fraterna, humana, justa y solidaria. En definitiva, el Evangelio nos lleva a cambiar todo aquello que nos hace infelices: los grandes males personales y sociales.

San Romero de América amigo y hermano de Jesús, que conociste el verdadero rostro de Dios desde tu amor al pueblo salvadoreño, ruega por nosotros para que vivamos como hermanos. Para conocer y dar a conocer el rostro de Dios a todos, y de manera especial a los que más sufren por la violencia. También hoy nuestro querido Rutilio Grande sigue predicando el rostro vivo de Dios que nos ofrece Jesús de Nazaret, y desde aquel día en que pronunció la homilía de Apopa del 13 de febrero de 1977, continúa invitándonos a celebrar la eucaristía hoy en El Salvador:

“Estas comunidades, las de Apopa y el cinturón de comunidades cristianas de la Vicaría que nos rodean, y los hermanos que han venido, que han querido venir de otras partes de nuestro país, de la Iglesia local, vamos a celebrar esta Eucaristía, que es el ideal que sustentamos.

Manteles largos, mesa común para todos, taburetes para todos. ¡Y Cristo en Medio! El, que no quitó la vida a nadie, sino que la ofreció por la más noble causa. Esto es lo que El dijo: ¡Levanten la copa en el brindis del amor por mí! Recordando mi memoria, comprometiéndose en la construcción del Reino, que es la fraternidad de una mesa compartida, la Eucaristía” (http://www.uca.edu.sv/publica/cartas/ci371.html).

Este año al conmemorar el 39 aniversario de su martirio, de manera especial, sus palabras nos invitan a celebrar la eucaristía con toda la humanidad para agradecer a Dios por su rostro de amor, de justicia y de paz.

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