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25 de enero de 1961: balas, sangre y frustración popular

Dr. Víctor M. Valle

Ese día, hacía cinco días que había tomado posesión como presidente de EE. UU., John Kennedy, joven, católico, acaudalado, héroe de guerra II y con ese carisma con el que se privilegia a los que tienen medios para construirlo. Sustituyó al general Dwight Eisenhower, comandante supremo de las fuerzas aliadas en Europa que derrotaron a Hitler y sus compinches gracias al sacrificio del pueblo soviético.

Era un “relevo generacional”.  Kennedy tenía 42 años, Eisenhower, 70. Cuando se despidió, el general advirtió  sobre los riesgos de un “complejo militar industrial” que se vislumbraba.

Antes de eso, entre 1952 y 1960, el presidente Eisenhower sentó bases para la guerra fría: derrocó al primer ministro de Irán, Mossaadegh, en 1953; al gobierno guatemalteco del coronel Arbenz, en 1954, y organizó la invasión a Cuba para destruir la revolución que comenzó en 1959 y sigue adelante. El secretario de Estado era John Foster Dulles, abogado de la United Fruit, ahora “Chiquita”, y hermano de Allen Dulles, director de la CIA. Eficaz dúo para los intereses de EE. UU. en el mundo durante el gobierno del general Eisenhower.

Kennedy llegó el 20 de enero de 1961 a la presidencia con  mensajes renovadores. Lo mataron mil días después, el 22 de noviembre de 1963, para frustrar su re elección.

En El Salvador había un nuevo gobierno instalado en octubre de 1960. También se vivían tiempos de renovación y esperanzas. El triunfo de Kennedy y sus mensajes daban alas a la imaginación, tal vez ingenua.

El 24 de enero, con la brisa fresca de la llegada de Kennedy, el miembro de la Junta de Gobierno Cívico-Militar, René Fortín Magaña, joven abogado a  sus 29 años y con la aureola de haber sido presidente de los estudiantes universitarios salvadoreños hacía poco tiempo, inauguró el comienzo de un proceso electoral que prometía ser libre, limpio y democrático.

Fortín Magaña juramentó un nuevo Consejo Central de Elecciones, integrado por los bachilleres Rodrigo Antonio Velázquez Gamero, centro-izquierdista fundador del partido Movimiento Nacional Revolucionario, y Guillermo Manuel Ungo, hasta entonces militante de Acción Católica Universitaria Salvadoreña, bastión de los estudiantes católicos que, por entonces, rivalizaban frontalmente con la izquierda universitaria.

El tercer miembro era el Dr. Julio Eduardo Jiménez Castillo, conocido por haber protagonizado una balacera en su bufete, donde murió su colega Rafael Domínguez Parada y su hijo del mismo nombre y por haber argüido que el militar José María Lemus, era  hondureño de nacimiento y por tanto no podía ser presidente de El Salvador

En la madrugada del 25 de enero, se comenzó a saber de un nuevo golpe de estado para derrocar al gobierno presuntamente progresista instalado el 26 de octubre anterior.

A media mañana, se sabía que militares retrógrados liderados por el coronel Aníbal Portillo y el teniente coronel Julio Rivera se habían alzado y que al final instalarían el Directorio Cívico Militar agregando al Dr. Feliciano Avelar, al Dr. José Antonio Rodríguez Porth y al Dr. José Francisco Valiente, todos profesionales derechistas.

La gente de sectores populares,  dirigida por estudiantes universitarios,  salió a las calles y marcharon por la Avenida Diplomáticos hacia el Cuartel de Artillería El Zapote. Coreaban ingenuamente “queremos armas” y cantaban “somos los estudiantes que venimos a apoyar a la junta de gobierno que quieren derrocar”. Hubo zipizapes y cruces de palabras entre golpistas y manifestantes en frente a los garitones de El Zapote.

“No basta la libertad. Se necesita pan”, le dijo el mayor Oscar Rodríguez Simó a Ricardo Falla Cáceres, el otro joven abogado de la Junta ya derrocada. Los golpistas declararon que estaban contra la alianza comunismo-osorismo, en alusión al expresidente militar Oscar Osorio, que impuso al otro militar Chema Lemus en 1956 pero que en el último año de Lemus conspiró contra él, hasta colocar piezas suyas en el gobierno en cuya Junta estaban Fortín Magaña, Falla Cáceres y el joven médico Fabio castillo Figueroa.

La marcha cambió de rumbo y se dispuso llegar al Cuartel San Carlos, que era la sede de los golpistas. Se salió de San Jacinto, se pasó por el centro y se enfiló hacia la Avenida España, con las mismas consignas de pedir armas y mostrar apoyo a la Junta. Pronto se agregaron a la cabeza de la marcha Fortín Magaña, Falla Cáceres, Chema Méndez y Marina Rodríguez de Quesada, educadora que estuvo en el gabinete de la Junta. Y la marcha engrosaba sus filas.

A la altura de la Avenida España y la Novena Calle de San Salvador estaba un camión de guardias nacionales, con armas largas, precedidos de un vehículo al mando de un oficial que portaba un megáfono y advirtió no seguir. La fuerza de la manifestación presionó a la cabeza para continuar, pese al ultimátum. El militar y sus colaboradores inmediatos capturaron a Fortín Magaña, Falla Cáceres y Rodríguez de Quesada e inmediatamente se dio la orden de disparar.

En ese tiempo no había antimotines policiales, ni mangueras con agua a presión, ni balas de gomas. A balazo de plomo o acero limpio, con disparos al cuerpo, los guardias nacionales atacaron a los manifestantes. Caían heridos, corría mucha gente, me tropecé con algunos cuerpos en el suelo, algunos de ellos ya cadáveres. Rompí record de carrera libre y cruce en la siguiente calle, la séptima, para salir de la línea de fuego.

Vi cosas increíbles. Farid Hándal, manejando una pequeña camioneta Fiat, sacaba a  su hermano Schafik del tumulto y en la carrera atropellaron a un hombre calvo  que voló por el aire, perdiendo el sombrero. El hombre, quizá con la adrenalina al tope, cayó al pavimento recogió el sobrero y corrió para ponerse a salvo. Seguramente, sin ese estímulo, se habría muerto.

Chema Méndez, aunque joven entonces, era regordete y poco dado al ejercicio físico. Sin embargo, estimulado por la balacera lo vi dar un salto alto increíble para sortear una barda y ponerse a salvo en un jardín exterior de una casa del sector.

En pocos minutos, los guardianes de la oligarquía impusieron su fuerza a balazos, otra vez. Había habido balas, sangre del pueblo y frustraciones populares. La esperanza sembrada en octubre de 1960, el optimismo por la llegada de Kennedy y el entusiasmo de progresistas por enrumbar al país por la senda de la democracia habían volado en pedazos.

Han pasado 60 años. Cada vez hay menos testigos de vistas y oídas de estos hechos. De ahí venimos. Ese ha sido el vía crucis de nuestro país. A partir de ese golpe que llegó a sangre y fuego, continuó la cadena de gobiernos militares.

Ese 1961 la dictadura militar cumplió 30 años. La izquierda lanzó la consigna de “30 años de dictadura militar bastan” y movilizó a los jóvenes para que pintaran en las paredes de las ciudades, grandes números 30.

Tuvieron que pasar otros 30 para dar al traste la dictadura militar y comenzar a transitar una vía democrática con los Acuerdos de Paz del 31 de diciembre de 1991. Y de eso hace 30 años. Hagamos el esfuerzo de juntar voluntades para que, dentro de 30 años, El Salvador sea un país educado y desarrollado donde la dignidad de las personas sea el norte de la ética política.

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