Caralvá
Intimissimun
Ahí era donde debíamos estar.
Era la guerra áspera y violenta de los años ochenta, tus zapatos eran testigos de las veredas de Palo Grande, Tres Ceibas, La Pava o El Roblar, con una huella en tu rostro que llevas adentro, entonces la transmitís al universo. Ubicuidad descalza que sienten las piedras en las veredas de suelos calientes, peñascos, riscos, de cuadernos escolares que reclaman lecturas en campos de bombardeos, heridos que nos hacen recordar de golpe que también nosotros podemos morir en cualquier momento, un cigarro apagado que se cuida para conservar su aroma y no fumarlo porque es mucho más difícil predecir si mañana lo podrás encender, la ubicuidad que salta sobre el horizonte y ve a San Salvador desde un risco de Chalatenango como una lejana ciudad luminosa.
La Metro, Peñón, El Perico, todo lo que se deja de contar dentro de una línea, lo mínimo desde lo alto, los cuadro de colores desde Barrios en San Vicente; caminatas de noche cuando llueve, voluntad de transformar lo adverso, ojos sobre distancias, tu imaginación errante que destroza imágenes contra destino-sueño, recuerdas que los niños mueren por su ubicuidad, ver desde lejos las columnas de humo que son señales para los bombardeos o curar en su punto las heridas de los que han sido invadidos por gusanos, que se niegan a ser dóciles en su cómodo lugar de amputación, verlos sacar la cabeza y meterse como pulgas de río entre las abiertas heridas de aquellos que sienten las infecciones generalizadas sobre una piel campesina, limpiar un pedazo de pie cuajado de larvas que no distinguen ideología.
Ubicarse en un plástico cuando llueve a mares, mientras permaneces quieto para que el agua que cae sobre tu techo portátil no penetre más, sentir frío, sin dejar escapar una sola palabra de dolor, percibir el agua que cala por tu cabeza y espalda, a todos los espacios de tu cuerpo, cada vez más fría y la noche que apenas inicia, no tienes escapatoria, sonido de lluvia sobre sobre hojas que suenan a carpeta blanda, con tonos altos y bajos, sin la más mínima luz, mientras bajo ese plástico delgado, tratas de conservar el calor, imposible corregir lo duro, no tienes preguntas solo tienes respuestas ante la adversidad, pero continúas pensando porque la lluvia sigue, hay mucho tiempo; un plástico delgado, que no es ni remedo del vientre materno, así bajo la lluvia levantarse porque también se trabaja de noche, ahí estas de nuevo ubicado frente a la noche cuando llueve, armado de algo, contra la lluvia o contra el enemigo que no perdona noche o día, ves sombras de perros o animales que pueden ser tu imaginación, pero tienes tiempo de pensar, recuerdas tu cama blanda, el café, la televisión, todo.
Respiras un aire muy frío húmedo que golpea.
Cuando ya no llueve, el cuerpo convulsiona de frío, te hace moverte por todos lados, trrrrrrrrrrrrrrraaaaaaaaatttaaaassssssss dddddddeeeeeeeee eeennnnnncceeeeeenddder uuuuunnnnnn cccigggarrrrriiitooo, contra toda disciplina , con el supremo cuidado de taparlo lo mejor posible con tu mano sobre él, cubrirlo con la boca en último caso para agarrar tu “papagayo” mejor, seguís descifrando por partes tus deseos. Es entonces cuando te comienza a brotar un calorcito del corazón o de algún lugar del alma, algo dentro de vos te dice que hay que seguir, que mañana saldrá el sol y te calentarás de nuevo. Pero lo que te ubica que estás en Patamera Chalatenango es el cantorock de los zancudos, son miles los que te abaten pero no te ahuevan, aún con esas nubes de zancudos dormís: pppiiii, pppiiiii te cenan, te desayunan y te vuelven a cenar, en unas 72 horas tienes crisis palúdicas que son como bailar el danzón en los límites de la velocidad, solo que con un frío que te penetra hasta los intestinos, debes tomar primaquina o aralen porque si no te vas quedando payulo, anémico como la viejita Mere que no pudo resistir tanto, entonces te afliges un poco, pero no lo suficiente para reclamar la muerte. Reconoces todo tu cuerpo por la forma como vas perdiendo parte de tu ropa, un cerco, una piedra o lo viejo del bluyín es suficiente para recordarte que ya te jodiste, que no tenés defensa contra las pulgas, garrapatas o el polvo, te vas haciendo duro, la piel cambia de color, hasta caminás de otro modo, como si las montañas no quisieran gente extraña, no te bañas porque es muy difícil encontrar arroyos, pero vas cargando los piojos, pulgas o garrapatas que te pican y repican, te chupan, te son files a su modo, están con vos, acompañándote prendidas como tus mejores compañeras hasta los podes seguir en tu cabeza, brazos o piernas una noche en que tengas tiempo para eso, el pelo se te hace grasiento y duro, con mucha suciedad, el olor de las ropas es cálido por no decir “apestoso, como perro con su olor, su piel y sus pulgas a cuestas, pero vos no te acordás de eso y seguís.
Ves la mañana un charquito donde se han bañado muchos compas, esta sucio, el agua está “un” poco estancada pero no dudas un segundo en echarte un clavado, así es bañarse, es algo como pegarse lodo a la piel, pero te ayuda a refrescarte, te desnudas sin importar que te vean, agarras con cuidado el agua que flota que de todos modos es cenagosa y te le echas, no sirve para casi nada pero no podés desperdiciarla tampoco, ya no sabés que es sucio o no, pero te sientes limpio, algo humano. Entonces reconoces donde quedó la tal ubicuidad.
Años después…
Los aviones bombarderos eran pilotados por excompañeros colegiales, no pocos se graduaron de oficiales que no dudaban en aniquilar “comunistas”, uno de ellos era yo porque compartir un Colegio era lo mismo que compartir la comunión católica diaria; ni lo sabíamos, pero la muerte no respeta recuerdos juveniles o la iglesia romana.
Al igual que los artilleros sus bombas en oscilaciones sobre las quebradas de la montaña, perseguían nuestra muerte en el último ciclo, mientras a centímetros de nuestra humanidad zumbaban las esquirlas cobrando vidas inocentes.
Ellos conservan ese espíritu marcial de venganza, nosotros el humor de saber que teníamos una pequeña inmortalidad y el honor fluye por nuestras venas.
Estábamos ahí porque no podemos mentirnos ante la historia y ¿qué hicimos? Al menos demostrar que era posible que los gobernados ya no queríamos continuar en la condición de esclavos y armados de utopía creímos en otra realidad. Cometimos el pecado mortal de no aspirar a convertirnos en oligarcas. Y salvamos a los soldados abandonados por sus propios compañeros, curamos sus heridas, muy agradecidos terminaron combatiendo a nuestro lado… la compasión, el respeto y la humildad también fue parte de muchas historias. Existe el placer de no fallarle a la historia, hasta el café se disfruta mejor toda la vida a pesar del capitalismo salvaje. amazon.com/author/csarcaralv

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