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Un(o) testimonio del otro: 7 de septiembre (III)

Caralvá

Intimissimun

Ahora en la guerrilla desde las montañas la vida transcurría lenta, entre las veredas polvosas en verano, o el lodo que se pegan a tus zapatos urbanos en invierno, poco a poco, las montañas te van convirtiendo en otro, los sonidos de los campamentos son casi los de una pequeña aldea. Al principio los campamentos no eran los clásicos campamentos guerrilleros con sus carpas verde olivo, sus equipos ultramodernos, sus armas de asalto, no, los campamentos en el norte de nuestro país, eran casi sitios familiares, muy lejanos a lo que finalmente fueron.

Aquél era un punto al norte de nuestro país, la verdad que la ubicación geográfica es importante para saber en qué dirección se orientan las ciudades, uno siente que al pensar en esa dirección está más cerca de los seres queridos, también se señala al horizonte al buscar una esperanza, un sitio, una realidad que deseamos.

Uno vive pegado a los recuerdos, algunos creyeron  que el pasado fue lo mejor que hemos vivido, sin embargo la comprensión y el amor al presente nos hace masticar la acción. En el presente estar en ese sitio era abandonar todo el pasado y aceptar el destino del combate por la vida, nada era más descriptivo.

Si nos hubiesen enseñado a vivir en presente, de seguro que la intensidad de la vida sería plena, pero no fue así, nos educaron para estar pegados al pasado, incluso nuestras esperanzas las unen al pasado, situación enajenante que impide disfrutar el presente, porque el presente es todo e incluye: pasado, presente y futuro.

Sin embargo, lo social tendía a cambiar y cambiarnos, nunca antes la gente se acostumbró tanto a una nueva forma de vida como en las montañas, por fin, el presente era dominante en la realidad de muchas personas.

El destino de todos era aferrarse a un arma, ese pedazo de metal que vigila los pasos hacia el horizonte. Con esa seguridad interior donde un arma te guarda, tienes un pequeño consuelo, por lo menos ya no estás expuesto y desarmado a la intemperie de los que no tendrán ninguna lástima por eliminarte.

Ese era el sentimiento de miles de hombres y mujeres que proclamaban en el campamento su libertad, empapados de pensamientos rebeldes, como si la revolución también fuese una cuestión de adolescencia, pero no necesariamente “un error de juventud”, a lo mejor era nuestro símbolo de honor y cuando la memoria nos duela, -como ahora cuarenta años después- la anestesiaremos con nuestros cuentos adolescentes, de niños correos, de niños ardillas escondidos entre los árboles, de combates contra aves gigantes que escupen fuego, del milagro al desayunar pan dulce y chocolate en medio de los estragos de las bombas de 500 libras, de la mañana que Iris rescató a sus compañeros en plena emboscada con su arma automática.

Así la vida transcurría en color verde y distancias azules, montañas y colinas, explanadas con montículos precolombinos enterrados por el tiempo, en sus entrañas cuevas excavadas por saqueadores profesionales.

Desde este lugar los puntos cardinales son: un horizonte azul, la montaña, los ríos que cruzan desafiantes, todos ellos metidos en nuestros ojos, clavados a fuerza de contenernos, se vive entonces la simultaneidad de nuestro tiempo interior con la acción, ambos dialogando, ambos trasformando, ambos con el argumento de la Revolución.

Aquí en los campamentos vivimos configurando juegos mentales, hablábamos sin enterarnos a los árboles, a los pequeños seres del río, también entre nosotros establecemos diálogos silenciosos, es como una pequeña agenda “no publicable” que tenemos en forma de imágenes más que en  palabras.

Esa es nuestra Patria, que desde una altura de Chalatenango se pueden ver hasta las estrellas de California.

Esos días fueron La Patria en lucha revolucionaria y acciones juveniles.

Pequeña nación la nuestra, llena de caminos rurales, veredas que conducen a ríos, aves, sonidos, sitios abandonados con ruinas en códigos secretos.

Ahora estás en las montañas sin necesidad de tiempo, los campesinos transformados en guerrilleros tienen los años suficientes para comprender que el destino también cuenta a su favor, tú no, el tiempo era la angustia de una vida urbana plagada de aulas universitarias.

Vivíamos en el campamento entonces… cafetales, pinos, bosques, montañas, con mucha gente alegre, jóvenes de ambos sexos en todos los sitios, con series de formaciones guerrilleras, con uniformes o sin ellos, pero existían pocas armas, al menos en la región donde estábamos. Al inicio nuestro ingreso fue por Guazapa, mítica zona de combates, donde las armas casi eran personales, ahí se desplegaban combatientes retornados de la victoriosa revolución nicaragüense, además de muchos becarios instruidos en Cuba, entre ellos Pancho, Lucas, Carlos, Sandra, Paola, Silvia, otros… parecían una concentración universitaria trasladada al campo.

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