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Repensando el Estado

Orlando de Sola W.

Los orígenes del estado salvadoreño se remontan al señorío de Cuscatlán, o antes. Después vino la conquista y colonización española, que duró tres siglos. Luego, como resultado de la invasión napoleónica de España, Centroamérica logro su independencia, pero la anexión imperial mexicana hizo tambalear su Federación, hasta que fusilaron al Emperador Agustín de Iturbide, en México, en 1823. La República del Salvador se consideró independiente hasta que en Costa Rica fusilaron a Francisco Morazán, paladín del federalismo centroamericano, en 1842.

El propósito del estado es proteger la vida, libertad y propiedad de las personas, sin distingo de clase, posición, o condición. Esto incluye jóvenes y ancianos, débiles y poderosos, claros y oscuros, hombres y mujeres que habitamos el territorio salvadoreño, alguna vez parte de la República Federal de Centroamérica.

El controversial derecho a la propiedad comienza por nuestro cuerpo, pensamientos y sentimientos, que no son apropiación indebida, sino derecho irrenunciable, reconocido y protegido por el estado.

La protección de nuestra vida, libertad y propiedad es responsabilidad del individuo, pero también la fuerza colectiva, supuestamente justa, puede garantizar nuestros derechos individuales, que son anteriores y superiores al estado.

La vida es el principal derecho, seguida por la libertad, que implica poder decidir sobre lo propio, que no es lo apropiado porque nos pertenece, comenzando con la dignidad. De allí la importancia de nuestro cuerpo, pensamientos y sentimientos, que son nuestra principal propiedad, igual que la intimidad, que convertimos en razón de estado.

Cualquier desviación, o exageración de esos propósitos estatales amerita ser corregida de inmediato por los responsables individuales, pero también por quienes nos representan en el gobierno, cuyos propósitos no deben contrariar los del estado que representan.

El interés general se basa en defender esos derechos individuales, que no son contrarios a la vida en comunidad, a menos que los abusemos con engaño. Para defenderlos nos organizamos en instituciones especializadas que llamamos gobierno, pero estas han crecido en forma tan desordenada y desproporcionada que nos parecen insostenibles.

Lo importante es recuperar nuestra función política, no condenar la clase dirigente, que es parte de la ciudadanía. Para ello necesitamos comparar los costos y beneficios del estado, cuyo resultado neto parece ser deficitario debido a nuestra falta de visión política.

Debemos repensarlo, tomando en cuenta lo que esperamos y lo que podemos. Durante años hemos esperando que el estado haga cosas para las que no ha sido concebido. Los costos de esa exageración son preocupantes si los comparamos con el escaso beneficio social, lo cual nos obliga a repensar lo esperado en cuanto a protección de derechos y provisión de servicios públicos. No se le pueden pedir peras al olmo, ni perotes a la guayaba.

Todo estado origina en nuestra necesidad de protección y en la capacidad de nuestros gobernantes, o clase dirigente, para satisfacerla. Garantizar la vida, libertad y propiedad de nuestros pensamientos y sentimientos es una hazaña difícil. Pero si el estado no puede garantizar esos derechos fundamentales, ¿valdrá la pena seguir sufragándolo con tributos? Si su costo es demasiado alto en comparación a los beneficios sociales obtenidos, ¿será posible equilibrarlos, tomando en cuenta la inseguridad, injusticia y desventajas prevalecientes? ¿Cuáles son los servicios públicos que necesitamos, tomando en cuenta el principio de subsidiariedad? ¿Será necesario tanto ministerio, dependencias y autónomas?

Si examinamos lo sucedido desde el señorío podremos comprender nuestras equivocaciones para tratar de corregirlas. Pero no podemos esperar que el estado haga todo, especialmente lo que no le corresponde, así que hay que redefinirlo. Debemos comenzar por descartar lo superfluo, lo sucedáneo, para no cargar con tanto exceso y exageración.

No vendría mal una auditoría de gestión a cada uno de los órganos y sus dependencias, descartando lo estéril, lo inútil o inecesario. La descentralización es una buena propuesta, tomando en cuenta la distribución de población en las cuencas hidrográficas. La representación proporcional y los residuos no han contribuido a mejorar nuestra forma de hacer política y los concejos plurales entorpecen la gestión municipal, minimizada desde años para favorecer el centralismo autoritario.

Nuestra democracia se hunde en el mar de la representatividad. Por eso necesitamos participar, pasando del centralismo autoritario al federalismo municipal, que es el camino a la descentralización.

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