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Naturalización de la Impunidad

Luis Arnoldo Colato

Nuestra historia se encuentra plagada de crímenes y brutalidades, que dominan nuestra narrativa y que podemos comprobar citando algunos ejemplos:

La masacre del Sumpul en marzo/80 que reportó 300 asesinados a manos del Ejército, la del Junquillo en Morazán, en marzo/81 donde paramilitares y militares masacraron a la población; la de la Quesera en octubre del mismo año en la que se asesinó a 500 civiles, la del Mozote donde las fuerzas especiales ejecutaron a 1,000 campesinos, o la de Santa Elena, Usulután, donde militares asesinaron a 40 personas, etcétera. Estas y otras matanzas recogidas en el Informe de la Comisión de la Verdad (UN, 1993, en total, 58 casos), develan como el asesinato selectivo y en masa fue practicado por el Estado salvadoreño entre los años de 1971 al 1991, y 1 más endilgada a la anterior guerrilla, que es la de Mayo Sibrián.

El Estado es señalado en dicho informe por la Corte Interamericana de Derechos Humanos como responsable del 99% de los crímenes del conflicto armado, y condenado en reiteradas ocasiones por incumplimiento para con víctimas y sobrevivientes.

Se deben añadir las atrocidades de escuadrones de la muerte, impunes como los anteriores y en relación con la ley de amnistía, decretada de inmediato al finalizar el conflicto armado y derogada recientemente, que no tuvo otro propósito que el de arropar a ejecutores, pero sobre todo invisibilizar a los responsables intelectuales de los mismos, miembros de los sectores dominantes y oligárquicos de El Salvador.

Estos montan ahora y a través de sus agentes otra campaña contra la reapertura del caso jesuita, emblemático también y uno de los más mediatizados por el grado de indignación internacional que provocó en el marco de su ejecución, y que debido a las implicaciones del mismo es generador de la infame ley de amnistía, cuya ausencia indefectiblemente endilgaría responsabilidad intelectual al ejecutivo de la época, que como otros como él están implicados en casos en los que el Estado fue verdugo o torturador, que practicó la desaparición además del asesinato de quienes se resistieron y protestaron ante el opresor, levantándose en armas, siendo esta la única vía que quedó ante el desenfreno y la bestialidad del Estado y sus ejecutores.

Estos argumentan que reabrir los casos es “reabrir heridas ya cerradas”, lo que es falso porque solo víctimas y sobrevivientes pueden cegar tales hechos.

Las heridas siguen ardientes, porque se niega justicia re victimizando al demandarla, burlándose los victimarios de su reclamo, torciendo historia y manipulando la ley, lo que debe conjurarse al instalar la institucionalidad garante para acceder a ella, así como el debido proceso, lo que es improbable por la relación de fuerzas que impiden tal posibilidad ahora.

La justicia es utópica, pero vital para la convivencia y fundamental para viabilizar al Estado.

Una regla para los victimarios que apenas comprende ahora el señor Montano.

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