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Los últimos días (3)

René Martínez Pineda

Prometió que los sábados, los domingos y la semana completa de las fiestas patronales no iba a llover en el pueblo; traer desde Washington la máquina de hacer billetes con sabor a panela; siete incubadoras que convierten en gallina los huevos de mosca; la pócima secreta para recuperar el tiempo perdido que, usada como abono orgánico, haría crecer tomates de cien libras; y traer, desde la India, gallos madrugadores que no canten los fines de semana ni los días festivos. Con esas frases alucinantes dibujó en el imaginario de los presentes el nuevo pueblo que les iba a construir, un pueblo-ciudad de primer mundo, aunque sabía que todo eso no iba a pasar de las palabras y los gritos, como en las ocasiones anteriores. Sin embargo, el público se volvió loco de alegría al oír esas linduras porque ya había olvidado que eran tan falsas como la castidad del cura.

Don Putasio Salomé Medellín de la Merdé -el hombre más despiadado y hereje del lugar que, por una maldición desconocida, había perdido toda su fortuna en un abrir y cerrar de ojos- no asistió al mitin como en las ocasiones anteriores en las que, levantándole la mano derecha en señal de regocijo, le dio el visto bueno al candidato para que todos los del pueblo supieran por quién votar. Esta vez prefirió quedarse sentado y somnoliento en la silla de cedro del amplio corredor de su casa y se dejó llevar por los bostezos de un sueño acumulado que se prendían del tejado en el que escondía las pruebas de todas sus fechorías y violaciones de las hijas de sus colonos. Christine, su hija menor -una hermosa morena de facciones caribeñas que empezaba a conocer los cambios corporales de la pubertad- lo sacó del sopor anunciándole que los aplausos habían terminado y que el diputado se dirigía donde ellos -acompañado de una caravana de súbditos y enfermos que esperaban de él el milagro de la sanación milagrosa- con toda su pudrición de prófugo sin proceso penal. Don Putasio no dijo nada, sólo suspiro de dolor porque sabía que venía a cobrarle con su hija el favor de la evasión de impuestos que le hizo años atrás, un favor que quedó implícito en un pagaré de favores sexuales de ella y que fue firmado en la laguna El Pequeño Chaparral que es la única atracción turística del pueblo.

Cuando la caravana se detuvo frente a la casa, el diputado Blue-Bic ni siquiera saludó al anfitrión y se limitó a decirle en tono funerario: aprovechando que no vino mi mujer, vengo a cobrar el pagaré. Don Putasio escupió cerca de los pies del funcionario, se levantó de la silla y dejó en ella el olor del arrepentimiento. Su hija se asomó a la puerta temblando de resignación, y los pequeños sismos del miedo que recorrían su cuerpo salían a la luz a través del vestido de manta vieja que llevaba puesto, subían hasta sus largas trenzas e iban dejando un rastro de colores pálidos en sus mejillas sin que eso mermara su belleza fuera de este mundo que la diferenciaba de las demás mujeres del pueblo. Entonces se dejó ver por el diputado provocándole una intensa taquicardia. ¡A la gran puta, no cabe dudas de que dios ha pernoctado en este pueblo de mierda! -dijo, en tono venéreo, mientras se relamía los labios de depredador.

Después de la cena que degustó, sin haber sido invitado, y discutir con sus cómplices los códigos de su discurso, se dio un baño generoso que poco pudo hacer para vencer la furia del calor de desierto, y se echó encima todo el bote de perfume que llevaba consigo para esperar a Christine. El diputado se aseguró de que le dieran la habitación más alejada y, poniendo boca arriba el ventilador, puso sobre la cama las conocidas armas de su seducción que volaron como mariposas al son del aire caliente, podrido y gangoso de las aspas. Un tímido sonido le hizo saber que ella había llegado y, desnudo y jadeante, le pidió que entrara y al verla, el embrujo de su piel totalmente desnuda le mató para siempre la erección. De nada sirvieron los cientos de billetes verdes que revoloteaban en el aire.

Christine se sentó en el borde de la cama mientras, con una sonrisa instintiva y consolada enmarcada en su pelo húmedo que ondeaba sin orden, contemplaba la flacidez del cobrador del pagaré. El diputado trató de hallar fuerzas en los ojos almendrados que lo revisaban de pies a cabeza, pero fue inútil porque la muerte había pedido asilo en su entrepierna. Entonces supo que no sólo sería víctima de una muerte política dentro de tres años y, dándole la espalda, lloró como un niño durante toda la noche porque sabía que no podría cobrar el pagaré y porque supo que ese era el inicio de sus últimos días en el país.

Antes de que ella se retirara le dijo, en tono serio, que nadie tenía que saber lo que le había pasado, ¡me oyes… nadie!, y entonces ella abandonó la habitación y se llevó consigo su olor tersamente fresco y, como pago por el desaire, también se llevó los billetes que habían dejado de revolotear en señal de luto alegre. Luego cerró los ojos para olvidar lo sucedido y en el mundo que existe tras los párpados se encontró totalmente solo en la oscuridad de un país extraño que, con soborno de por medio, le había otorgado asilo. El zumbido torpe del viejo ventilador que revolvía el aire caliente de la habitación y la ausencia de Sara de las Flores le recordaba que muy pronto estaría políticamente muerto, y que de su nombre, antes prepotente, sólo quedaría un mal recuerdo que nadie va a querer recordar ni pronunciar. Y entonces, justo al momento de meter la cara debajo de la almohada, un escalofrío cadavérico lo hizo sentir tan frágil como los billetes robados que le sobrevolaban la cabeza, y su color intenso lo llevó a creer que sus instintos le volvían al cuerpo, empezando por su entrepierna. Tres años después salió huyendo del país como un ser depravado, odiado y repudiado y, asomando la cara en la ventanilla del avión, lloró de rabia porque no pudo cobrar el pagaré.

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