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Los políticos y la utilización de Dios

José M. Tojeira

Utilizar a Dios, tanto en la política como en la guerra, es una costumbre que afortunadamente se va perdiendo. La fe cristiana tuvo en sus inicios una fuerte influencia en la desacralización del poder político, económico y militar. Al convertirse las iglesias, durante muchos siglos, en parte del Estado, una buena parte de esa tradición se abandonó. Pero otra parte permaneció en diversos escritos de teólogos y pensadores cristianos, germinando nuevamente después de la revolución francesa. En la Iglesia católica la verdadera tradición desacralizadora del dinero, el poder y las armas llegó a su plenitud en nuestra época en el Concilio Vaticano II. En la sociedad política la democracia, la separación Iglesia-Estado, y la declaración de laicidad del Estado tuvieron como origen la síntesis de racionalidad griega, esperanza judía y derecho romano que hicieron pensadores católicos durante la Edad Media. Dios se quedó en el seno de las iglesias y los valores éticos de la religión pasaron a ser, con sus formulaciones laicales propias, patrimonio de la convivencia democrática.

A pesar de esta evolución positiva para un mundo multipolar y multicultural, algunos Estados y políticos quedaron con remanentes de religiosidad y tendencia a citar manipuladoramente a Dios. Citas a veces dramáticas y, en otras ocasiones, simplemente ridículas nos lo demuestran. Que Dios esté presente mediante una frase en el dólar, no deja de causar risa. El cinismo es demasiado evidente, sobre todo cuando el dinero se utiliza en el desarrollo de armas de destrucción masiva, manipulaciones políticas de toda clase o diversas formas de corrupción. Entre nosotros tampoco faltan las referencias a Dios entre los políticos. No importa la corrupción, la mentira o el autoritarismo. A los políticos les gusta citar a Dios porque piensan que con ello se ganan la confianza de la gente. Y lamentablemente, con frecuencia prefieren ganarse la confianza de la gente antes que la confianza de Dios.

El actual presidente de la República no ha sido ajeno a esa tradición. Al contrario, la ha radicalizado. En ocasiones difíciles, cuando estuvo a punto de dar un golpe de Estado militarizando y amenazando con disolver la Asamblea Legislativa, dio marcha atrás diciendo que Dios le había pedido paciencia. Y más recientemente, después de apoyar la ilegal destitución tanto de magistrados de la Corte Suprema como del Fiscal General, afirmaba con juramento que nadie se “interpondrá entre Dios y su pueblo”. La frase, por más altisonante y retórica que sea, no deja de ser contradictoria con respecto a la realidad salvadoreña. El hambre, la corrupción, el autoritarismo, el insulto, la violencia, la mentira, la desigualdad económica y social, a los ojos de cualquier creyente medianamente instruido, se interponen claramente entre Dios y su pueblo. Como se interponen también los seres humanos que roban, matan, mienten, acaparan riqueza o dañan por comisión u omisión a sus prójimos. Cuando se priva al ser humanos del acceso al agua o a la alimentación, o se envían a archivo propuestas de ley referentes a esos temas, algo se interpone entre Dios y su pueblo

Utilizar a Dios en el discurso político es siempre atentar contra Dios. Porque el Dios cristiano lo que nos pide no es que lo pongamos en las frases de los políticos sino en el amor al prójimo. Es mucho mejor poner el derecho al agua para consumo humano y para saneamiento en la Constitución que poner el nombre de Dios en la bandera. El político cristiano, más que alabar a Dios en los discursos o poner su nombre en las instituciones, lo que debe hace es buscar justicia y amistad social, desarrollo equitativo y bienestar básico para todos. La referencia a Dios la debe hacer en su oración privada y en su participación comunitaria en la oración pública de la Iglesia a la que pertenezca. Hablar de Dios y amenazar o mentir, o incluso evitar leyes justas, es una terrible contradicción. Como lo es también hablar de Dios y generar simultáneamente actitudes anticristianas: el odio al enemigo y la soberbia de creerse poseedores absolutos de la verdad no tienen nada que ver con Dios.

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