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Los crímenes de lesa humanidad: un asunto moral, más que legal (2)

René Martínez Pineda

La segunda respuesta posible es que, una vez abierta la vía para evadir el requisito de existencia de una ley previa, gracias a la Convención de Viena, ya no importará si los efectos del tratado habilitado, como consecuencia de aquélla, no estaban aún en vigor. Esa respuesta es, a todas luces, la mejor opción para la recuperación de la memoria histórica y la validación de la justicia. Y la tercera respuesta es “no hacer nada”, exigiéndole a la gente que olvide lo sucedido y, como dicen las abuelas, todos nos hagamos del “ojo pacho”. Hay que sortear esos líos netamente jurídicos (líos que, según la opinión pública, deben desmanearse para dejar de lado los “tecnicismos” en virtud de cumplir las obligaciones asumidas a través de los tratados internacionales de derechos humanos borrando, de facto, lo que constituya un estorbo normativo para avanzar en la investigación y castigo de los crímenes de lesa humanidad), haciendo énfasis en la fundamentación de los Tribunales que han usado dichos tratados, y considerando las condiciones ajenas a las estrictamente legales, pues sólo así se podrá hallar una solución categórica, satisfactoria, completa y fulminante.

Pero ¿Es posible una moral neutra –en apariencia- cuando hablamos de la necesidad de la imprescriptibilidad de los Delitos de Lesa Humanidad? Por su implicación con los intereses de clase, la interrogante no puede responderse de forma afirmativa, debido a que es una idea sociológicamente vetada que exista una moral neutra. Entonces, el fundamento social de los juicios épicos en El Salvador debe ser –aparte de los principios imperativos del derecho internacional a los que los jueces apelan cuando tratan los delitos de lesa humanidad- la urgencia por ser dirigidos por los principios morales de la sociedad como tal, en tanto eso garantiza la no repetición. En esto radica la reapertura de un caso emblemático como el asesinato de los sacerdotes jesuitas. Al respecto, hay que volver a abrir los juicios que, formalmente, han prescrito, usando el referente sociológico de la “perversión absoluta” que, levemente, insinuó Kant.

Ese referente nos lleva a comprender, más allá de lo jurídico, una forma inédita de perversidad intencionalmente lejana de lo que Kant llamó mal radical, en tanto es un tipo de maldad ideológica que la humanidad no había ejercido: la perversidad genocida en su forma anti-civilizatoria ya que, a diferencia de los siglos pasados, hoy se tienen referentes teórico-políticos de derechos humanos; una maldad tal que no entra en los parámetros con los que la sociedad moderna juzga la maldad y atrocidades de los bárbaros y los romanos. Así, la pregunta moral sobre cómo enfrentar y vencer “el mal clasista como mal per se”, nos lleva a concluir que la violación de derechos humanos supone la perversión absoluta, en tanto son ofensas contra la dignidad humana tan extendidas, persistentes y organizadas que el sentido moral normal resulta inapropiado.

En esa lógica, son hechos tan atroces que hasta calificarlos simplemente como “incorrectos” (o como “errores”, tal como dicen los políticos que están listos para pedir perdón y poder continuar vigentes hasta la próxima vez, muy similar a las confesiones católicas) es, sociológicamente, incorrecto. El concepto de perversión absoluta devela, ante todo, la dificultad de responder a la misma con las medidas ordinarias que le aplicamos, con severidad, a los criminales comunes. Y es que los crímenes de lesa humanidad tienen una naturaleza moral completamente distinta a los crímenes comunes, lo que hace que la prescripción del delito viole la justicia social dejando en la impunidad delitos tales como el genocidio. Es más, considero que ningún delito debería prescribir.

Esa figura de la prescripción, esa abominación moral es, en los hechos, la que alienta la realización de planes orientados a destruir la personalidad jurídica, la conciencia moral, la justicia social y la individualidad de los miembros de la sociedad. Esa figura significa algo arcaico (la impunidad es arcaica), y a la vez es algo catastrófico: los políticos y militares de la historia moderna habían trazado un plan sistemático de aniquilación de lo humano. Un plan racional, por deliberado, que nos devolvió a lo peor de la historia: la no-humanidad. Y es esa abominación, casi inmediata, la que nos lleva, tanto a la gente común y corriente como a los sociólogos de lo moralmente aceptado, a pensar en que la sola posibilidad de que tanta perversión racional, calculada y sistemáticamente fundada sea posible es, de por sí, una conspiración en contra de los derechos humanos (como derechos de la humanidad) que impide que la moralidad se objetive y que se niegue el derecho a dudar, cuestionar y refundar los parámetros de la civilización que juzga a quienes tratan de destruirla al abolir, de facto, todos los parámetros de la fundamentación moral de las normas jurídicas.

Y es que hablar de que la justicia retroactiva, en los casos de crímenes de lesa humanidad, es correcta, nos lleva, ineludiblemente, a construir y habilitar los principios morales que justifiquen una excepción necesaria –y urgente- a un principio –tan pétreo como perverso- del derecho penal que mueve-promueve la impunidad como lo es el de irretroactividad. En definitiva: frente a la perversión absoluta (el mal más malo) no existe posibilidad moral de que, en el caso de que estuviésemos bien informados, con cabeza fría en el mar caliente de los datos, no concluyéramos que la prescripción es moralmente incorrecta y lesiva a la sociedad que se basa en principios democráticos. Además, deberíamos reconocer que no fundamentar los derechos humanos en una base moral y objetiva podría convertirlos en variables sujetas a acuerdos y pactos ocasionales o transitorios (lo político en defensa de los políticos corruptos o genocidas) que, de oficio, serían peligrosos para el sostenimiento mismo del Estado de Derecho. Y es que en los casos de crímenes contra la humanidad (como ha puesto en tangible evidencia la reapertura del caso jesuitas), una de las dimensiones insoslayables de análisis es la dimensión política que, en este caso, niega la necesidad y urgencia del conocimiento público de esos hechos, conocimiento público que es una de las formas de superar las trampas de la perversión absoluta.

Estamos frente a la posibilidad de despertar la conciencia jurídica dormida de la sociedad, la cual va innegablemente unida al reconocimiento de la inmoralidad e inhumanidad de la perversión absoluta. Es por todo ello que la imprescriptibilidad es tan necesaria y fundacional si se quiere garantizar que los delitos efectivamente se juzguen para reforzar el Estado de Derecho, de forma fáctica y simbólica, que permita alcanzar lo que bien podríamos denominar como “la sociedad de justicia” que compagine con la utopía de “la sociedad de bienestar”.

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