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Las Fiestas de Agosto de 1858 (1)

@renemartinezpi
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Ciento cincuenta y cinco años de historia sin actores secundarios: no es nada, see bien pudo haber cantado Gardel si hubiera tenido un mínimo de erudición historiográfica. Hace más de medio siglo -a pesar de ser la ciudad más grande y moderna del país- por la noche, troche no pasaba de ser un tenue y cuadriculado fajo de luz ambarina que, drugstore parsimoniosa, se enredaba despacito en el lamento de los grillos y las luciérnagas que reinaban donde la ciudad desaparecía tras el telón de la falta de progreso, un progreso ajeno y prohibitivo que tenía como una de sus más grandes y mágicas hazañas: “estar sumergiendo el cable telegráfico –de 2,595 kilómetros de largo- que uniría Irlanda (Europa) a la América del Norte (Terranova)”, con lo que, de la noche a la mañana, las noticias de la partida de los barcos europeos, pongamos por caso, llegarían dieciocho días antes, considerando que, según los cálculos de 1858, “la viveza de la electricidad es tal que recorre 101,700 kilómetros por segundo”. Fue este cable asombroso –y no la internet- lo que globalizó al capitalismo y condenó a la cadena perpetua de la pobreza, la tristeza y la dependencia a los países pobres.

Pero en esa primera semana de agosto todo estaba preparado para que la gente pobre fuera feliz durante siete días continuos que (según le relató, en secreto y muy amablemente, doña Beatris Meléndez de Dorantes al redactor de la Gaceta del Salvador –que así se llamaba entonces el país: Salvador-): “dejaron un recuerdo muy grato de los placeres a que nos hemos entregado… un molimiento de huesos general, mucha basura (quehacer para la policía) y mucho deseo de descanso para tomar de otro modo las cosas”; todas ellas circunstancias que fueron hechas notar en el discurso de felicidad -tan patria como colectiva- pronunciado por el Presbítero Novales en el púlpito de la función del día viernes 6 de agosto de ese año que el tiempo acumulado torna fascinante.

Al citado Presbítero se le olvidó mencionar, aprovechando el momento de fulguración de las virtudes del bien al prójimo, que tan sólo un mes antes (el 9 de Julio) el Gobernador Político del Departamento de La Paz (un tal Rafael Osorio) le regalaría a alguien de muchas posibilidades educativas y económicas “las dos caballerías de tierra compradas de orden del Supremo Gobierno en el puerto de La Concordia”. Claro que esa era, apenas, una pequeña muestra de toda la feroz expropiación de tierras comunales y ejidos que iniciaba en el país y que no valía la pena mencionar ni pregonar en clave con los “viejos de agosto”, porque eso hubiese sido alterar el buen vivir y el buen beber de las fiestas mayores de ese año, las que sólo fueron ligeramente trastocadas por la desgracia que, en la entrada del barrio Concepción, sufrió el joven Raymundo Alfaro –carpintero de esa ciudad- cuando le reventó en la mano derecha una de las bombas con que, el 31 de julio, estaba anunciando el inicio de las fiestas patronales. Los daños fueron tales que al joven Alfaro le tuvieron que amputar hasta el antebrazo, ingrato procedimiento quirúrgico que fue realizado con éxito por el señor licenciado Orellana, ayudado por su profesor y amigo: el doctor Gallardo.

Pero las fiestas no se podían suspender por esa desgracia humana. Los señores Mayordomos (cuyas ropas exclusivas habían sido traídas desde Liverpool por la Barca inglesa “Coniston” de 203 toneladas y bajo el cuido directo y permanente de su capitán, Roberto Gordon) ya habían hecho circular, con todo el protocolo debido y conocido, el copioso programa de la festividad titular de la ciudad Capital del Salvador (ya les dije que ese nombre tenía el país) y se ocupaban de preparar, con un preburgués esmero ecuménico que daba envidia, todo cuanto podía contribuir a solemnizarla para que fuera mejor que el año anterior. Un batallón de policías se encargaba –porque esa era la función principal para la que había sido creada la institución pública- de limpiar las telarañas y la mugre de las casas más acomodadas que, suspirando de felicidad, saludaban y le sonreían a las calles centrales de la capital con sus grandes y barrocas ventanas, y de cuando en cuando se entretenían (con un poco más del celo debido, quizá como presagiando sus funciones futuras de conservación de regímenes militares) borrando los lamentos coloniales que, sobre todo en estas fechas, eran escritos con lodo –con mala letra y peor ortografía- por algún semi-letrado que no aguantaba la tentación de protestar en las grandes paredes blancas de las casas más bellas: ¿Qual independencia? ¡Biva la corona expañola!” Casas inmaculadas y altas y espaciosas en las que predominaba el color blanco, pues ese era el color de la sobria elegancia que sus dueños copiaban, al pie de la letra, de las noticias venidas tardíamente del viejo continente.

La traslación solemne y vitoreada de las Supremas Autoridades a esta ciudad (cuyo exilio fue provocado por el terremoto del 16 de abril de 1854, desgracia colectiva a partir de la cual los funcionarios públicos patentaron, con ágiles dispensas de trámite y fueros de por medio, la capitalista costumbre de robarse las ayudas para los afectados) era el principal motivo para que, la entonces llamada “función del Salvador”, se celebrara con una pompa que superaría a la de todos los años idos, al menos en el imaginario social de quienes vivían en la periferia de la cuadrícula urbana y estaban acostumbrados a vivir rodeados de un poder que, sin serlo, sentían como suyo e intocable. Se hicieron preparativos arquitectónicos, políticos y religiosos especiales –incluido un fulminante y venéreo viaje del presidente Gerardo Barrios a San Miguel- para que los compatriotas de los entonces remotos departamentos, en caravana alquilada, vinieran con esa excusa a ser testigos oculares de la reedificación de la ciudad y la fe… sobre todo de la fe en la construcción de una nación que, todavía, se ubicaba en medio del dilema de las intentonas de la república federal y la anexión incondicional a México.

Los motivos para celebrar las fiestas patronales de ese año eran nacionales, no obstante las dudas expresadas en la consigna escrita con lodo por el semi-letrado que no aguantó las ganas de protestar en silencio.

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