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LAS ASTILLAS DE LA MEMORIA

DE AZTLÁN A CUZCATLÁN

 Rubor de café

 Rafael Lara-Martínez

Tecnológico de Nuevo México

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Desde Comala siempre…

El 16 de noviembre de 1989, la tía de F. T. planeaba regresar de Comasagua a San Salvador.  Le deleitaba el camino sesgado que bordeaba los cerros en un vaivén curvo de subibaja.  Aun si la nueva carretera pavimentada atenuaba las curvas, en su recorrido evocaba el serpenteo agudo de la antigua vía.  De joven la calle guardaba el sabor de las estaciones, ahora marchito en el asfalto.  Durante el xupan se empapaba hasta provocar hondos lodazales que atascaban los escasos vehículos y las carretas cargadas de verduras en flor.  En el tunalku, la tolvanera opaca le recordaba el destino cuajado en polvo de todo noviembre.  El año transcurría en su ciclo repetitivo entre lo verde y lo pajizo.  Entre el retoñar y el morir al borde de un laberinto hecho de vegetales y de sueños.  Ese mismo contraste de los caminos lo ofrecía la casa.  Destruida en un incendio, la villa de su infancia se había vuelto cenizas, adquiriendo el mismo color que las plantas marchitas en esa temporada reseca.  Salvo la fruta roja del café —conjetura de la sangre— los demás colores cedían su matiz.  Lo entregaban al olvido, de igual manera que las nuevas viviendas se apartaban del entorno natural, al excluir el huerto del centro.  La madera y el bajareque consentían la llegada hosca del cemento.  Su lógica no la consideraba una nostalgia vacua.  En cambio, le molestaba que el progreso aislara la habitación del jardín.  Sajaba los cerros que servían de albergue al tráfico y a los cultivos industriales, en merma de las aguas.  Las lomas taladas mostraban su calvicie.  Antes se circulaba en el suelo mismo, sin el asfalto que se interpusiera al bamboleo rítmico del baile.  Al columpio de las ramas en su oscilar musical.  Igualmente, a corredor abierto hacia el jardín del centro, las casas se abrían al rumor de la rutina diaria.  El lapso del sol llenaba de ruidos las alcobas; la caída de la lluvia las cernía de repiques.  Desde temprano, sus rendijas anunciaban la trilla del fruto encendido en plasma.  En el horizonte lejano, la línea blanca del mar custodiaba los secretos del pasado, tal cual el alba en flor del cafeto antes de su madurar encarnizado.  Distante también, escuchaba a un viejo, sentado solo en un tronco, bajo un madrecacao, rasgando una guitarra descascarada y sucia.  La tía pensaba que los músicos de pueblo reemplazaban las aves en su transparente melodía, volátil y sin alas.  Noticias confusas le interrumpieron el viaje de regreso.  Sitiado por la cumbre, en el pueblo los eventos de la ciudad siempre se conocían oscurecidos por la bruma del chubasco en el invierno.  Empañados por heladas solitarias ya sin cosecha, entrado el verano.  Los vagos anuncios del día no aquietaron la colecta de la cereza bermeja.  Parecía que el tinte de su cáscara previese la trama.  Los sacos cargados acudían al beneficio donde las guindas vestían un verde justo, hasta desteñirse en el réquiem de una taza en su humo.  Incierta, la tía se cuestionaba si ese paso del incendio a lo mate no reflejaba su retraso.  No lo sabría antes de regresar a la capital.  Empero, el atardecer de los celajes fulguraba hacia la colina del frente que escondía el cementerio.  En su reflejo examinó la constelación del perro.  En el lomo de las aguas anunciaba el paso al otro mundo.  En esa comarca de ánimos urgidos, ese más allá lo abordaba el rubor insolente del café maduro.  Esa baya bermeja como la sangre inscribía el destino humano de la venganza.  En diálogo inconcluso el otro quedaba siempre relegado a la Muerte.  La noche jamás reconocía el astro matinal en su remate vespertino.   Tampoco el despertar observaba su declive en el anochecer soñoliento.  Lo intangible —el inconfundible olor de la pulpa podrida al sol— le entregó la respuesta.  Inquieta y en vela, ensoñaba un mundo en grano verde.  El de una semilla desdoblada en justicia y en palabra.  Esa primavera diluiría el furor rojo de la cáscara y el turbio funeral de la bebida.  Verde grana de la esperanza armónica, tal sería el verdadero beneficio.  Estipendios del café cuya violenta historia la leía hoy en la geo-grafía de la cumbre.

 

 

Una tarde dorada de noviembre, F. T. regresaba a casa.  Vivía en una hermosa colonia cuyo título oficial había perdido total arraigo en el entorno.  En la fauna y en la flora.  De su nombre sólo quedaba el sonido musical y las estatuas en piedra a la entrada principal.  En esas comarcas, así sucedía con casi todos los apellidos.  El origen lo desvaluaba la acción del presente.  En el lugar de las flores crecían las zarzas.  Lo natural lo identificaba una viñeta de plástico en el producto que distribuían los supermercados.  U otros almacenes de esa ciudad inquieta.

 

El barrio había conservado su estilo colonial temprano.  Calles adoquinadas y estrechas.  Salvo la avenida capital que la recortaba el paso del sol.  Por esa vía caminaba hasta llegar a una plaza donde una capilla en piedra labrada revelaba su antigüedad.  F. T. no podía apreciar las casas que la bordeaban.  Las defendían altos muros, casi murallas, de cualquier intruso.  Aun de la mirada obtusa del transeúnte.  Nunca había entrado a una de esas residencias.  Sólo las observaba de reojo al abrir y cerrar de un zaguán, a puerta tan amplia que permitía el ingreso de un carruaje.  Le agradaba la calma, caminar lento bajo la arboleda, a la sombra tenue de los abedules.

 

La impresión que provocaba esa piedra tallada la entendería años después. Los compatriotas que llegaban exiliados golpeaban los muros incrédulos.  De la montaña a la cárcel, jamás habían imaginado casas enteras en piedra.  Muros de severo cascajo.  Calles en laja.  Para ellos la piedra evocaba la ruina.  El esplendor de un pasado que su lucha presente creía restaurar.  Por eso, al insinuarles que mejor se quedaran en vez de regresar al monte guerrero, sin titubeo, uno de ellos le respondió.

 

—Prefiero que me maten, aunque me torturen.  Pero no me quedaría aquí haciendo un trabajo cualquiera hasta morir y hacerme piedra.  Ya ves que sólo serviré para tapar muros y reparar calles.  Aquí sería un pequeño burgués igual a vos.  No lo tomés a mal.  Te agradecemos el paseo por esta ciudad, nueva para nosotros.  Pero nuestro destino no nos depara la piedra.  Será de abono en la montaña, salvo si triunfamos.  Ahí regresaremos pronto a seguir el combate.

 

Había comprendido que al caminar no se movía en un espacio neutro.  Si él ya se identificaba con la piedra viva, otras personas preferían lo vegetal.  Se imaginaba que, de regreso a su país natal, comería granadillas cuya enredadera crecía sobre el humus de esos paisanos sin recuerdo ni sepultura.  Siempre había huellas.  Rastros estampados de presencias que, ahuyentadas, se escondían entre las grietas más endebles y en el abono de sus raíces.  Lo comprobó al doblar la esquina. Ahí la calle se estrechaba y la vista se hundía en los altos muros laterales que custodiaban las casas.  Todo a la sombra.  Hasta los colores que teñían la doble muralla se oscurecían.  Al ritmo de un verde ceniciento en la hiedra opaca.  No había un solo hueco en el repello recién pintado de ocre.  Hasta el fondo donde cruzaba a la derecha y, de inmediato, a la izquierda.  Al invertir el sentido de las ideas.  Ahí silbaba un vecino desconocido, que vivía en una barriada cercana.

 

—¿Qué jais, hijo?, le preguntó mientras revoloteaba una navaja en la mano.  Con destreza certera de circo oscilaba entre ambas extremidades.

 

—Nada, tranquilo, regreso a casa.  Le respondió.

 

—Afloja, no te hagas el apretado, insistió en un nuevo revuelo de la navaja.

 

—¿El que?  ¿Qué quieres que te dé?

 

—La feria, hijo, suelta.  Alzó la voz de manera agresiva.

 

—Mira, comenzó a convencerlo sonriente.  Yo vivo en esa casita verde a media calle.  ¿La ves?  Por aquí paso a diario.  Así que dime por qué me quieres robar a mí que tengo tan poco, mientras a los que viven en estas residencias, a los millonarios, ni los tocas.  No les pides ni cinco.  No seas tan gacho.  No me bajes.  Róbale a los ricos.

 

—Bueno, vete, sigue tu camino.  No te voy a quitar nada.  Ya te había visto, pero no sabía quién eras.

 

—Soy F. T. y ahí vivo con un cuate a quien quizás conoces de seguro.

 

Al llegar a casa, se encontró con el Chepe, con quien compartía el alquiler de ese sitio al borde de la colonia en piedra.

 

—Ni me lo vas creer, carnal, lo que me acaba de pasar.  Un chavo de la barriada quiso asaltarme, pero lo convencí y me dejó ir.  De los que viven ahí al lado.

 

—Sí, te lo creo, hijo, eso soñé hace un par de noches.  Que me asaltaban en la esquina, pero convencía al chavo.  Con una gran carcajada, le decía, “¿te cae, carnal?  A mí que no tengo nada me vas a robar y a los vecinos ricos ni los molestas”.

 

—Sí, así fue, casi a la letra.  A mí me tocó vivir tu sueño.

 

—Bien, así pasa a veces.  Ahora, tranquilo.  Ya pasó.  Forjo un toque para calmarte.  Y mira la sorpresa para la noche.  Hoy sí nos excedemos.

 

Mientras escuchaba el resonar de “when you change with every new day”, veía que de un papel celofán sacaba unos hongos sucios y terrosos que Chepe colocó en un colador en el lavabo de la cocina.

 

—Hay que lavarlos, aclaró Chepe.

 

—No sólo eso.  Hay que cocinarlos, le sugirió F. T., mientras observaba cómo los desgajaba.

 

—No, hijo, éstos me los trajo Sergio, ¿te acuerdas?  Ayer regresó de Oaxaca.  De la sierra.  Y me los regaló para que viajáramos a la María Sabina, aquí mismo en casa.  Son de los buenos.  ¿Te parece hoy en la noche?

 

—Sí, claro, mañana es sábado.  No hay nada que hacer.

 

—No los cocinamos.  Sólo les ponemos miel para quitarles lo amargo.  Nos los comemos de postre después de la cena.

 

La mezcla resultó contundente.  Ahí, en el único sitio de la casa desde el cual se contemplaban las estrellas.  El techo plano y de fácil acceso.  Los astros casi nunca se veían.  Débiles y opacos bajo un manto de nubes y contaminación creciente.  Pero su tintineo concedía un fulgor que pintaba la neblina en dorado.  Habían de alcanzar ese punto áureo interno que, como la nube, los transformaría en piedra o en planta.  La roca sólida y ajena —la flora frágil y solariega—las alucinaban en alternativa única a una re-volución que jamás sería tal.  En el extranjero o en el país, esa vuelta al origen se la señalaba la vía regia de María Sabina.  Entre águila o sol, debían elegir un retorno rocoso u otro florido.  “Del Rock al In Xochitl”, escucharon el revoloteo celeste del anochecer en Luna.  “¡Revolución o muerte!”.  “¡Revolución y muerte!”.  ¡Re-volución en la muerte!.  ¡Muerte como revolución!”.  “¡Revolución sin muerte!”.

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