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LAS ASTILLAS DE LA MEMORIA

DE AZTLÁN A CUZCATLÁN

  

Rafael Lara-Martínez

Tecnológico de Nuevo México

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Desde Comala siempre…

 

A las serpientes enroscadas en el musgo de la Luna.  Su leve vuelo, del creciente al menguante, inscribió este perfil…

Sociedad sin desmanes roqueros

 

FT. llegó temprano a la escuela ese día. Hambriento, pero dispuesto a iniciar la discusión. Discutían “el origen de la familia” y demás instituciones sociales.  Entre Engels y Morgan.  Y el origen del estado.  Su pronta disolución.  Siempre se armaba el gran alegato.  Porque unos lo creían a la letra; otros lo consideraban caduco.  Como eso de que ni sabían qué era el ADN ni demás avances pre-internet.  Como la lingüística formal.  La chomskiana ni los albures que hundían en sentido en el sonido.  Que si la evolución era lineal.  Que si admitía varias alternativas.  Que si existía el modo de producción asiático.  Que si la colonia era feudal.  Paso necesaria para salir de tanto hastío solitario.  El fin comunista justificaba los medios coloniales.  Los globales.  Cambiar sociedades estancadas que agarraban la onda hacia la etapa superior.  El capitalismo monopolista.  Preludio de la panacea.

 

En toda encrucijada la cuestión se complicaba.  Culpa del asiático, que se partía en i griega.  Entonces no había un paso necesario del capitalismo al socialismo y luego al comunismo.  Se podía agarrar un atajo tal vez.  Dar un brinco del primero al último y ya.  O peor, ya no existía una vía directa entre los tres.  El cambio se desviaba hacia otra dirección incorrecta.  Y nos fregamos.  Y nunca habrá sociedad sin clases.  Y no se sabía que haríamos entonces.  De nada serviría todo este alboroto.  Todas las lecturas y debates interminables.  A saber.  Tanta preocupación que los ortodoxos calmaban.  Tranquilizaban a la mara diciéndole.

 

—No se preocupen que eso es mentira.  La verdad es una.  La sociedad pasa por estadios históricos estrictos.  Primitivo, feudal, capitalismo, socialismo, comunismo.  Por eso debemos esforzarnos en acelerar el cambio, sin dejarnos seducir por esa desviación de lo asiático.  Por los revisionistas.  Ideólogos.

 

Esa era la respuesta acostumbrada que incitaba la obediencia.  Como el respeto de aquel chapín, el Toño, que vivía en la misma casa de huéspedes que F. T.  Ahí en la Polanco.  Gran bolo que alegaba.  “Así con mis defectos, mucha, llegaré a participar  del socialismo en Guate.  Ya en pocos años, celebrando en la plaza”.  En la escuela, toda crítica la juzgaban un descuido revisionista.  Había que andar buzos.  Pero ese día, el asunto se desvió hacia otro lado.  Como si el azar hubiese tramado la zozobra.  Destruidos todos los ánimos e incitado al desorden mundial permanente.

 

—Así que andas con hambre; a F. T. le preguntó el Aquiles, un hippie que venía de Cuernavaca.  Tocaba muy bien la guitarra.  Vente, te invito a unos tacos al pastor aquí cerca.

 

En el camino hacia Polanco, al lado de la Escuela, sacó un tocador que andaba en la bolsa.  Le dio mecha y se lo ofreció.

 

—Pa’ que te dé más hambre, le aseguró.

 

Luego de los tacos, regresaron a la escuela.  Bien pasados y comidos.  Como se debía antes de discutir asuntos tan serios.  Todo el debate saldría bien, de no ser que al Aquiles le agarró la onda de comenzar a cantar.  Guitarra en mano, requinteaba rolas de los Rollings en la explanada al centro de la escuela.  Al lado de los otros hippies que vendían pulseras, zapatos, leche de soya.  Tocaba bien y  cantaba con un acento inglés impecable.  Envidia de muchos.  Entre “beast of burden”, “sympathy for the devil”, su rola preferida, y “you can’t always get what you want”.  Las coreaban otros estudiantes en rueda.  Saboreando la leche de soya y otros productos naturales de los hippies.  Polen y miel en pan integral.  Entre contorneos de cadera y suaves aplausos.  Hasta que llegó el profe todo solapado.  Bien cuadrado.  Cuadro del Partido.  Del único que hacía política en serio.  Por ley científica.  Sin ideología ni injusticia.  Y los amonestó y detuvo el jelengue.

 

—Muchachos, no se dejen corromper por esa música capitalista y decadente.  Para eso asisten a esta escuela y llevan mi clase.  Para corregir las desviaciones burguesas.  Esos deslices de lumpen-proletarios que ahora les fascinan.  Y contribuir como yo a la revolución que se acerca.  Vénganse conmigo.  Ya comienza la clase.

 

Obedientes lo siguen todos a sentarse en el aula, unos treinta en total.  Jovencitos, recién ingresados.  Inquietos aún por la música.  Por el ritmo.  Y el profe tranquilo, les preguntó si habían leído.  La lectura de base y la explicación.  Algunos confesaron que no.  Un recetario soviético, por supuesto.  Por eso de que las relaciones de producción y las fuerzas productivas siempre producían el mismo producto Así, en rima y repetición.  Sin ningún pleonasmo ni error.  Para que no se equivocaran ni olvidaran una certeza tan verdadera, como eso de que dos más dos son cuatro.  Y no había vuelta de hoja.  Ni revisionismo, siempre ideológico.

 

De nuevo, el Aquiles salió con las suyas.  Comenzó el alegato.  Y F. T. lo secundó.  Trataban de mantenerse serios.  Pero se les escapaban risitas del gran pasón.  Porque habían fumado de la buena.  “Acapulco Golden”.  Cultivada en casa, como se debía.  La onda era que el profe ni se daba cuenta.  Mejor.  Los expulsaría de clase.  Degenerados y decadentes.  Influidos por costumbres importadas del imperio.  En esos días graves, hasta escribir un “abstract” en inglés señalaba al vende-patrias.

 

Y de nuevo el Aquiles desvía la discusión.  Y F. T. que lo picaba a seguir el rollo.  Añadía de su cosecha.  Y los demás que coreaban.  Y ahora sí que comienza la discusión en serio.  En serio que si de lo primitivo se transitó a lo feudal y a lo asiático, se abren varias vías.  Según el lugar.  Del capitalismo se plantearían distintas alternativas.  No una sola obligada por fatalidad global.  Y cuál podría ser esa.  Era muy fácil.  No el socialismo rígido —blasfemia— a la soviética.  El local y el moderado en las comunas hippies.  Comunidades reducidas que mantenían una relación estrecha con lo natural.  Lo respetaban y vivían sin abusarlo.  Ni desfoliarlo.  Porque lo componían elementos vivos y sensibles.  Sus aflicciones no se las comunicaba a cualquiera.  A quienes sólo les interesaba la materia prima.  El simple recurso utilitario.  Sin substancia viva.  Ni ánima que palpitara.  Al traspasar “las puertas de la percepción” se lograba una mejor perspectiva de lo real.  De ese mundo oculto en la naturaleza considerada inerte.

 

Además, sin argüendos, la palabra revolución no significaba cambio abrupto.  Ese sentido era reciente.  Un invento.  Antes quería decir regreso.  La rotación de los astros alrededor de una estrella mayor.  Como la Tierra y los planetas en el sistema solar.  Así que los verdaderos revolucionarios no serían Uds., los marxistas, quienes variaron el sentido original de la palabra.  Usaron metáforas y olvidaron el origen.  El significado primordial.  Los verdaderos revolucionarios.  Los originales, reprimidos por la historia, fueron quienes se interesaron por el retorno.  El regreso a los orígenes primitivos.  Como los hippies y otras comunas.  Ese regreso retomaba los avances modernos sin exagerarlos ni destruir el medio por completo.  La cuestión era la mesura.  Al dar vueltas.  Como selenita.

 

—Chale, hijos, se excedieron asintió el grupo casi en coro.  Tan sorprendido como si de nuevo cantaran rolas de los Rollings.

 

El profe frunció el ceño.  Hizo muecas de disgusto.  De inmediato se puso de pie.  Se arremangó saco y camisa.  Quería gesticular con mayor ímpetu.  Y se lanzó en uno de esos arrebatos sonoros.  Tan agudos que hacían de la enseñanza un acto teatral.  Debía convencer a estos jovencitos inexpertos.  Sin experiencia.  Ni vida adulta.  Si no leían los textos asignados.  Libros de ciencia.  La ciencia de la historia.  Quedarían rezagados.  Excluidos de la escuela.  Alienados en esas ideas fantasiosas.  Peor, ideas burguesas.  Degeneraban la vanguardia del proletariado.  La única guía a difundir el último estadio superior.  Ese que ya existía en la URSS.  Los inicios de un mundo más justo.  Igualitario.  Demostración irrefutable de la línea evolutiva directa.  Esas lecturas abusivas confundían a los jóvenes.  Entre la radio y la prensa, resultaba peor.  Peor porque calaban en las mentes juveniles.  Maleables como la cera.  Se estampaban de manera permanente.  Construía hábitos deformes.  Como la tele y los comerciales.  Y esa música ruidosa.  Eléctrica.  Y en un idioma importado.  Malinchista.

 

—Así que les advierto, muchachos. Deben esmerarse más en leer los textos que exige esta clase.  Centrémonos en la discusión seria, sin extravíos de autores pseudo-científicos.  Elaboren una ficha de lectura para la próxima clase.  Nos enfocamos en esos autores por su rigor científico.  Los que Uds. mencionan son literatos sin oficio, ni compromiso con la izquierda.  Parece que se la fumaron en vez de estudiar el tema.  Por eso les pido que se orienten si desean aprobar esta clase.  De lo contario, si continúan en esos desviacionismos me obligarán a reprobarlos.  Así que ya saben, enfoquen la discusión a lo científico y a los textos asignados.  O mejor ni vengan a clase.  No aguanto que me salgan con esas fumadas sin sentido.  El programa se ciñe a la ciencia del proletariado y a su teoría de la evolución lineal.  Nos vemos el próximo miércoles.

 

Al abandonar el aula, todos los estudiantes quedaron asustados.  Pero, de inmediato, Aquiles entonó una rola en boga que F. T. coreó.  “No hay pedo, no hay pedo, ahí nos vemos en el Cielo…”.  Y los demás se calmaron.  Y salieron a la explanada central de la escuela.  Salieron a seguir la indisciplina y la alienación que los motivaban.  Requintear otras rolas de rock —más decadente ahora, The Doors.  Y Velvet Undeground.  Ahora sí, bien apurados, antes que el mundo se deteriorase por completo.  Lo renovase la única utopía científica.  La sola teoría sin desmanes ni ruidos de locura.  La que ya iba a llegar.  A lo mejor mañana.  Porque estaba a la vuelta de la esquina.

Morir juntos

 

 

Uno de los pasatiempos preferidos de F. T. era recorrer el país.  Había viajado a oriente y occidente, pese a los breves trece años.  Sus amigos lo habían invitado a lugares que llevaban nombres en emblema.  Fuese un reptil que se desenrollaba en la cima de una cerro.  Otro anfibio que anidaba en la arena negra tibia.  El relieve de la costa y de las montañas serpenteaba en dos direcciones.  Hacia el horizonte ondulado; hacia la cúspide y la hondonada verticales.  Del misterio hondo y encerrado por la espuma, fluía a la hojarasca espinosa.  Ese vaivén no sólo subía y bajaba en intercambio.  También se movía en la distancia al acarrear el oleaje de lomas hacia el mar.  La espuma balbuciente ocultaba los cráteres más elevados.

 

FT. sabía que las mareas las provocaban las fases de la Luna al desopilar. Como los volcanes eructaban lava bajo el mismo influjo. Sus actos anunciaban un mundo convulsivo que brotaba del suelo.  Las estrellas surgían en erupción hasta evaporarse como el agua y descender de nuevo a tierra.  Llovían a enterrarse, florecer y dar frutos.  Así le contaban de niño en el pueblo materno, donde lo real siempre lo traducía la metáfora.  Los cafetos teñidos de flores blancas reflejaban la nieve lejana que jamás caería en el trópico.  Pese a la bruma de invierno.  En forma de pera, las guayabas imitaban constelaciones preñadas.  Mujeres en parto.  Luchaban una guerra tan encarnizada como la armada de la patria.  Subvertían sus términos que, de quitar vidas, las otorgaban también en la sangre.  Se la concedían a quienes luego estafarían toda defensa.  Lo había observado en un pueblo cuya tradición la respaldaba un baño de vapor a la hora en cifra.  El enigma lo captaban amanecer y atardecer al desplegarse el lucero más brillante.  Le habían referido que en esos instantes se transitaba entre los mundos paralelos que existían sin comunicación constante.  Empero, no bastaba observarlos de la lejanía.  Había que vivirlos en carne propia como si en ambos intervalos se arriesgara el destino.

 

—Es sencillo, le refería la tortillera que le entregaba comida a la familia cada mañana.  Muchachito, ¿Ud. cree que yo molería el maíz de noche?  Soy nixtamalera, me levanto temprano, antes de salir el sol y también me acuesto al anochecer.  Mi rutina la guía el lucero.  Fíjese nada más cómo se divide el tiempo, entre el trabajo y el descanso.  Y por eso no soy la misma, ni ando siempre de tortillera.

 

—¿Yo también puedo ser como Ud. y cambiar?, inquirió el niño.

 

—Eso está muy difícil, porque Ud. es varón y no lo regula la Luna.

 

—¿Cómo es eso?, explíqueme porfa; no le entiendo.

 

—Pues mire, fíjese que cada mes chorreo.  Me invade la Luna.  Se me escurre una tinta roja, como si se muriera el niño que llevo adentro.  Eso no le pasará a Ud. nunca.  Así que ya le digo, debe buscar otra forma de morir distinta de la mía, si quiere cambiar como yo.  Mire el lucero con ganas para averiguar qué le conviene.  Luego me cuenta.

 

Por varias semanas, el joven se embebió al observar la estrella, mañana y noche.  Casi hablaba con ella, preguntándole la mejor manera de proceder.  De comportarse a diario para lograr el cambio.  Hasta que un atardecer en celajes, el designio fatal se lo mostró el lucero.  Había comprobado que en esa comarca la vida era frágil.  Desde la loma que alojaba la casa de familia, veía con asombro las chozas de lámina y cartón al lado del río.  En el barranco, bastaba una lluvia torrencial que arrasaba esas viviendas precarias.  No se inundaban los terrenos, sino las vidas humanas las ahogaban la desolación y la angustia ante la pérdida.  Los llantos componían poemas en lamentación que estremecían la ternura juvenil.  Imaginaba un mundo repartido entre la cima y la barranca.  Entre el agua que se deslizaba y el sumidero.  El pozo que encerraba la miseria.  La pobreza sólo podía compartirla en la muerte.  Eso creía.

 

Al deceso se encontraría con esos niños cuyo llanto lo conmovía sin cese.  En eco, el suyo era un simple susurro.  Sus gemidos carecían de la dolencia vital que nutría la aflicción de la barranca.  Pensó entonces que la horca le otorgaría ese derrumbe que lo conduciría hacia el verdadero conocimiento del entorno.  Ante todo, al volverse vegetal.  Se dirigió al garaje donde se guardaban los lazos y, con el más consistente y rugoso, hizo el nudo que marcaría el péndulo de sus últimas horas.  El lugar más propicio se lo ofrecía el guayabo.  No sólo lo atraía el aroma de las flores a pétalos en felpa.  Le agradaban los cuentos de hadas que asociaban su fruta al cuerpo humano descabezado.  Reencarnado en esa forma perulera bastante misteriosa.  Apenas balanceó unos segundos su anhelo de tumba en arbusto, cuando escuchó que lo llamaba una joven arisca que llegaba de repente con la cocinera.

 

—Niño, ¿qué hace ahí?  No sea tonto, se va a lastimar.  Véngase conmigo.

 

Obediente se quitó la soga del cuello, que ella le acarició diciéndole.

 

—Ya ve, hasta un morete le salió por andar de atrevido.  Lo voy a llevar a su cuarto para que descanse y se reponga.

 

Sosegado, se dejó llevar casi de la mano hasta el cuarto, donde ella trató de adormecerlo cantándole una canción tradicional que aconsejaba cerrar los ojos, diluir la voluntad en el vacío, antes de vagar en los sueños.

 

—Ahí se morirá de a de veras, le aseguró.

 

—¿Cómo?, inquirió, eso es imposible.

 

—De verdad, ¿quiere que le enseñe?

 

—Sí, claro, respondió, fijando los ojos en ella en signo de aprobación.

 

—Bueno, pero luego no me vaya a salir con cuentos.  Acuéstese bocarriba, pero a la orilla para que me ponga a su lado.  Va a ver cómo se muere; le voy a ayudar.  Y si Ud. me hace lo mismo, yo también moriré.

 

Al acostarse, se levantó la falda hasta la cintura y movió la mano de F. T. hacia sus muslos, viceversa, las suyas a los de él.  Y comenzó  a acariciarlo, a la vez que le insinuaba rozarla de igual manera.

 

—Ya verás, le dijo cambiando de tono, que ésta es otra forma de morir.  De morirnos juntos, sin necesidad de matarnos.  Es una dulce muerte de la que nunca te recobrarás.  Y te aseguro —mi chelito— que sólo la vas a recordar en muchos años.  Ya de viejo, cuando yo vuelta calaca venga a buscarte de nuevo.  No importa dónde vivás.  Ahí llegaré a acariciarte para morirme de nuevo con vos.  Porque siempre estaremos juntos.  Los dos enterrados en el olvido.  Nadie se acordará de vos, ni de mí.  Ni yo de vos, ni vos de mí.  Tachados ambos en el limbo de la memoria.  Borrados de todo recuerdo, salvo quizás del obsequio del guayabo que bordaste con tu sangre en coágulo.

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