LA TELA DE ARAÑA

Álvaro Darío Lara

Un fin de semana conversaba con un querido amigo, con quien compartimos una afiebrada juventud, y con quien atravesamos ya varias etapas de la vida, siendo siempre fieles confidentes de dichas y sinsabores. Ayer frente a rebosantes vasos de espumosa cerveza o fríos tragos hasta la madrugada; ahora frente a tazas de café y panecillos hasta antes de la caída de la noche. Y es que el tiempo pasa y no perdona nada: fuerza, belleza, desbocada pasión en los tempranos tiempos de la existencia.

Los que llegamos a la adolescencia y a la juventud primera en los años 70 e inicios de los 80, heredamos directamente esa ola de primaveral rebeldía que venía de los 60, y que se plantaba firme frente a todo conservadurismo en la política, en la moral, en el arte, en la cultura.

Nuestra generación se enfrentó cara a cara con la injusticia, con lo irracional de la tradición que nos ahogaba. Nuestra generación gritó en la plaza pública, desafió la moral y los convencionalismos estériles. Quiso tocar el cielo. Vivió a mil por hora y si de algo se siente orgullosa es de haber conocido todos los peligros y todos los excesos.

Ante el horror de la realidad, algunos nos fugamos a la otra realidad: la realidad del arte, y como Wilde convertimos el arte, su ficción, en nuestra única y auténtica realidad; y la objetiva realidad en una forma de ficción. Naturalmente, esta forma de vida, como todo, pasa sus caras facturas.

Esos jóvenes de entonces vivimos la guerra exterior y luego, los que sobrevivimos, nos quedamos padeciendo la más cruel de todas las guerras: las interiores. Algunos, logramos atisbar la luz, después de muchos desencuentros; otros se fueron más allá del sol para siempre, envueltos en su propia locura, presas del alcohol, las drogas, las fatales enfermedades o su propia ruta de autodestrucción.

Al paso de los años, lo que queda muy claro, como aquella arenilla fina después de todos los colados, a la que aludía genialmente Lezama Lima, en sus infinitos monólogos frente al joven literato Manuel Pereira, es que, si construimos algo sobre lo firme, quizás eso, sobreviva: la obra, el proyecto soñado.

Quizás ese aliento, lo vuelva imperecedero, sino sólo habrá sido bella flor de un bello día. Idéntica a esa fábula del mexicano José Rosas Moreno (1838-1883), que da título a esta columna: “Sobre una frágil rosa/ fabricaba una araña cierto día/ su tela portentosa, / y cuenta que decía, /con su trabajo ufana:/´Ya decidida estoy, desde mañana/ me he de poner aquí de centinela, / y como tengo industria, y maña, y brío,/ no pasará jamás junto a mi tela/ ni un sólo morcardón que no haga mío’./ Dando entonces rugidos llegó el viento, / arrebató violento,/hojas, tela, proyectos y esperanzas./ Así también su dicha de repente/desvanecerse ve con honda pena/aquel que sobre arena/ va a fabricar palacios imprudente”.

Pero si aún hay tiempo, y los dioses lo permiten, nada mejor que invertir las horas del día a día en el taller luminoso de la realización de lo pendiente; eso sí, sobre la noble roca y no sobre fatales arenales.

 

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