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La paradoja del abuelo

René Martínez Pineda *

San Salvador, como emblema burocrático del país, como símbolo irreal de nuestra identidad sociocultural, sigue siendo un lugar harto inseguro para vivir, desde hace muchos años (y quien dice “hace muchos años” dice que no sabe cuántos años son, pero que son más de cien) debido a la delincuencia (burocrática, empresarial y común), la violencia social horizontal, la medicina adulterada con enfermedades puras y la corrupción estructural que, “haciendo su agosto todos los meses del año”, han instalado –como si fuera para siempre- sus circos de tres pistas y sus oxidados juegos mecánicos en el campo de la feria del imaginario popular que se conforma con la contemplación sin transfiguración.

Sin embargo, por paradójicas razones que lindan con la locura más ecuménica e insana, cuando se celebran sus fiestas patronales, al nomás entrar con bombos y platillos la mañana del desfile de correos, todo parece en calma, todo parece bueno, todo luce bonito, todo parece volver a los días deslumbrantes y misteriosos de la enésima refundación de la ciudad Capital (en 1835, como Distrito Federal), y todo parece ser cobijado por la algarabía inenarrable y leve de un atado de luz, dulce y fosforescente, que añora en su titilar frenético la luz mágica y fascinante de las libélulas y luciérnagas furtivas que se desnudan por completo en el olor sensual e irresistible de los elotes locos, los churros españoles, el algodón de azúcar, los enredos de yuca y las manzanas en miel que anuncian, ingenuas, que la realidad nacional es otra bien distinta de la que sufrimos.

De la noche a la mañana, durante siete días y siete noches con todas sus horas, la eterna y frágil ciudad Capital se convierte en el sitio ideal para convocar (con el humo indecible de un puro y el delicioso olor a pachuli y sándalo que sale de las fauces del Chichimeco que representa nuestras ansias de tocar el cielo con las manos) la nostalgia que todos llevamos del otro lado de los párpados, sobre todo si estamos en el otoño de nuestro recorrido por este mundo.

Y es que cuando el otoño habita en cada poro, en cada gesto, en cada palabra dicha, en cada silencio, en cada suspiro encarcelado, en cada mirada a la deriva, en cada latido todo es un ultimátum perentorio que no podemos dejar de oír. Los días son alegóricos pedazos que, como en un colorido desfile de cachiporristas con conciencia, me muestran al que soy sin ser -por falta de códigos eficaces- y al que fui siéndolo, por tener el mundo en las manos… y esas dos territorialidades culturales son la vida entera que el machete de los años –¡zaaass!- parte en dos como a un temible alacrán. Y sin tener vida: ambos pedazos patalean, chillan, putean, gritan, exigen lo suyo: el pasado y el presente; la ausencia y la presencia; lo propio y lo ajeno; el conformismo y la conciencia social que suplantó al corazón y nos envejeció en cuestión de horas, pero valía la pena luchar por el bienestar de los más pobres, esos seres que nunca han podido llevar a sus hijos a la feria; la lucidez despedazada por la escuela oficial usando como látigo del control social el orden estricto del abecedario y las vocales; la mirada sin ojos de tanto verse y tanto ver que caracteriza y deforma al consumista empedernido que se consume en las marcas de las mercancías; las metáforas y símiles que, por inocuos, son llaves rosadas sin puertas rojas; la masturbación mental como pócima del embrujo de acuarela; la masturbación carnal para deshacer los embrujos que mantienen al pueblo sometido y esperando las próximas fiestas agostinas para ser felices otros siete días, aunque sólo les toque ver de lejos las ruedas e imaginar el sabor de los platillos típicos; la música gangosa de las cervecerías improvisadas justo a la par de la rueda de caballitos; la piel trigueña que eriza sin necesidad de tocarla; el pelaje que se me pone de punta cuando me acerco a un cuerpo perfecto y oloroso a vainilla; la miel de los besos sin labios; la piel de las caricias con ropa en las largas filas para subirse a las ruedas; miles de días que entre ella –la mujer utópica de la justicia- se despertaron para despertarme: ¡para que te me quites de las ganas mundanas!, le grité; muro de soledad que nos separa de la felicidad y que ningún ábrete sésamo puede abrir; mar de silencio que ningún barco pirata puede atravesar para atracar en el deseo cumplido con jadeos húmedos; paradoja roja que ningún código oculto puede resolver porque ella es como viajar en el tiempo para matar a mi abuelo y regresar con vida.

Ni la utopía encarnecida y su pueblo escogido de floreros rotos y fotos rompidas por el desengaño; ni la quimera azul y su dilatación instintiva; ni siquiera el deseo armado hasta los dientes es efectivo para domar al potro que cabalga desbocado en los celajes de una utopía felina y adictiva que se pierde en el bullicio de la feria de agosto. Más allá del trinomio cuadrado perfecto que define la cartografía de las diosas en la caseta migratoria del ser y no ser, al mismo tiempo: una vida sin visa hacia el sueño guanaco me tiene retenido. En las praderas azules que no saben leer: la noche transpira metáforas y códigos y contrapuntos… se ensancha, se viste con mis hojas secas y cenizas, se disfraza de oasis irreal que nutre mi febril imaginario: uñas, ojos, manos, latidos, ríos de leche y miel, pies lindos de mujer que caminan a mí sin dejar huellas, silueta que se hace cuerpo y jadeos en otro cuerpo o en otra silla voladora.

El bullicio de la feria me hace saber que envejezco rápido en las manos de una utopía que es espuma y bruma, contagiado de tanta palabra inútil que se ignora, pero que sigue entregándose porque pertenece al lugar secreto en el que siempre es de noche y las ruedas son gratis… mientras tanto, la sangre hace una pacto con el diablo, con el tiempo… para darle un poco de vida a los celajes sin cielo o para evadir ileso la paradoja del abuelo. Y las luces de la feria se deforman en las lágrimas del niño que no puede subirse a las ruedas, ni comprar el elote loco que, de lejos, parece ser el majar más exquisito del mundo.

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