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La pandemia: ensayo de la tierra sin humanos (1)

Sociología y otros Demonios (1,100)

René Martínez Pineda

La soledad y la reclusión social –convertidos en lo mismo por la pandemia y su obligatoria cuarentena- son los principales detonantes del acelerado deterioro de la salud mental y física de la población, sin duda alguna, ya que ambas dificultan comprender y transformar la realidad concreta; impiden realizarnos como seres humanos, en su talidad, a través de las relaciones sociales cara a cara; e impiden el surgimiento de la conciencia y la solidaridad social que son las que permiten luchar, codo a codo, contra la injusticia, en tanto que la reunión de las presencias individuales es la condición subjetiva y objetiva para la organización de las personas y para la formación de una cultura política democrática férrea y en constante debate.

Esa conclusión sociológica, tan obvia, parece no importarle al capitalismo digital (que nos expropia la casa para convertirla en oficina) ni a quienes, desde puestos burocráticos en la educación pública, le niegan las clases presenciales a los jóvenes, haciendo del virus una cruel y deshumanizante pedagogía que, también, nos expropia la casa para convertirla en aula; haciendo de la realidad una “cosa plana” y sin orgasmos copiosos y tangibles, tan plana como la pantalla desde la que ésta se contempla; y haciendo del planeta una contingencia geográfica sin humanos y, así, hacer realidad el sueño húmedo de la clase dominante: tener un capitalismo sin trabajadores en el horizonte; tener una sociedad de explotación sin explotados que protesten; y seguir haciendo de la pobreza masiva y trepidante la fuente originaria de la riqueza individual, pero sin pobres visibles ni indignados. En ese sentido, podemos decir que lo virtual, usando múltiples coartadas, nos impone la reclusión social como oculto mecanismo de acumulación de capital y, para ello, lo digital nos embruja (alienación de nuevo tipo) para que creamos que las imágenes son mejores que la realidad que retratan, aunque obviamente no es así y, además, nos afirma –desde un dispositivo- que la realidad es defectuosa, fétida y peligrosa, y por tanto lo mejor es emigrar (huir) de ella de inmediato usando como visa una pantalla en la que se encuentra el paraíso de la imagen, cuando en verdad esa emigración nos conduce a las cavernas de Platón y Saramago.

Al respecto, la sociología de lo cotidiano –fundada sobre la presencia y ausencia como epistemología de las relaciones sociales- separa los siguientes conceptos: 1) vivir solo (voluntario, cuando es por motivos sentimentales, o forzado, como en el caso de los migrantes sin familiares en el lugar de destino a quienes pedir posada por unos días); 2) reclusión social (obligatoria, como en el caso de las prisiones o las cuarentenas); y 3) la soledad (como sentimiento e imaginario social que impera sobre el comportamiento, aunque se esté acompañado) porque, teniendo las 3 formas casi los mismos efectos, tienen drasticidades muy dispares. En los últimos dos años, la reclusión social (vía cuarentena forzosa por cuestiones sanitarias, primero, y absurda o malintencionada, después, como en el caso de no permitir las clases presenciales en la Facultad de Humanidades de la UES) es la situación objetiva usada, adrede, para que las personas tengan mínimos contactos –o ninguno relevante- con otras personas, con sus iguales socioeconómicos (comprensible sólo al inicio de la pandemia, pero sólo al inicio) bien sean familiares, amigos, vecinos, compañeros de trabajo o estudio, lo cual se acerca a la intención ideológica de la flexibilidad laboral propuesta por el neoliberalismo.

La soledad, sentimiento vandálico sufrido por la mayoría de los “encerrados” en estas circunstancias dadas por la peste, tiene varias aristas y ha dejado de ser un recurso voluntario para la reflexión y acomodamiento de los sentimientos después de un hecho trágico (soledad sentimental y ritual), para irse convirtiendo, día a día, en el ensayo macabro para que las personas no sientan la necesidad objetiva y subjetiva de mantener contacto real con “los otros” que las convierten en un “nosotros” y, entonces, ni lo otro ni los otros existen; y para disminuir el poder civilizatorio del afecto y la cercanía de lo amado y deseado en el ámbito íntimo, llevándonos a una soledad emocional y social. Otra forma de la soledad, parecida a la del laberinto de Octavio Paz, se da al no experimentar ninguna (o muy poca) proximidad con los amigos, compañeros y extraños (soledad vinculatoria), a la que hay que agregar la situación de sentirse socialmente poco valorado o excluido, y a la que podemos llamar soledad colectiva, que es la que sufren los estudiantes sin proceso de socialización notable.

La soledad sentimental y ritual, por su lado, hace referencia al pequeño grupo de personas íntimas a las que podemos acudir en busca de apoyo emocional en momentos de crisis, y ese apoyo emocional demanda el contacto directo: abrazos, miradas, roces, caricias, atención, sobre todo en los niños y jóvenes que, en el interior de sus escuelas y universidades, están en pleno proceso de socialización. La soledad vinculatoria –principal enemiga de la socialización que nos convierte en seres sociales- se produce cuando se pierde el contacto real con las personas con las que simpatizamos (sin ser íntimas) o con quienes compartimos espacios cotidianos tales como el trabajo y la educación. Al respecto, hay que decir que la falta de contactos reales en la cotidianidad (que está fuera de la casa como realidad accesible y comprensible que es mucho más amplia) produce soledad vinculatoria –se pierde lo elemental de la socialización- y afecta principalmente a los jóvenes que, en la diversidad cultural de los otros, hacen que se les revele su propia existencia como algo individual que sólo existe como tal en lo social, lo cual es inalienable además de ser la etapa más hermosa de la vida porque es el momento del descubrimiento.

Y es que el descubrimiento de nosotros mismos se concreta como un sabernos solos, pero sin perder el contacto real con los otros; y como un estar en contacto real con la realidad objetiva desde la que, desde sus curvaturas y sensaciones, se despliega nuestra conciencia social trascendiendo la soledad a partir de olvidarnos de nosotros –como seres solitarios que no padecen de la soledad- a través del juego, el trabajo, el deporte al aire libre y la educación presencial, tiempo-espacios que son la fuente del asombro en los que las preguntas y problemas del momento se convierten en respuestas y soluciones de la vida. Siendo así, gracias al proceso de socialización -que requiere de lo presencial, si no queremos perder nuestra esencia cultural- descubrimos que somos un individuo sólo si somos un colectivo.

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