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LA LINDAVISTA

Gabriel Otero

YA NO VENGAN PARA ACÁ, QUÉDENSE MEJOR ALLA*

Llegué al Distrito Federal el 14 de junio de 1980. Tenía 14 años y era la cuarta vez que venía a México, en esta ocasión el viaje no tenía los   matices de visita corta, parecía el exilio, aunque no lo fuera. Mi hermana Julieta y Eduardo su esposo nos recogieron en el aeropuerto, culminaban dos semanas de encierro absoluto en San Salvador bajo la vigilancia, bastante desagradable de dos guardaespaldas, no por ellos, sino por la carencia de movilidad y la sensación de peligro. Me habían prohibido hablar por teléfono con mis amigos, a los que veía a diario, no me pude despedir de nadie.

Supongo que habían amenazado a mi familia, no tengo la certeza, no contesté llamadas extrañas ni leí mensajes con advertencias de muerte, pasaron cosas repulsivas en poco tiempo. El país se convulsionaba, en seis meses vivimos una sucesión de horrores que crispaban a cualquiera: delaciones, desapariciones, secuestros, torturas, crímenes políticos, barricadas, pintas, tomas de rehenes y represión, muchísima represión, terror y sangre. El asesinato de Monseñor Romero en el altar fue el parteaguas. Comenzaba la guerra.

De mi familia, salvo la abuela, mi padre y mi hermano Julián que se quedaron, mi madre y yo fuimos los últimos en salir de El Salvador, todos los demás tenían un tiempo de exilio en el Distrito Federal y mi hermano Mario de estudiar en Monterrey.

Al salir del aeropuerto tuve la sensación que esta ciudad me tragaría vivo, el ancho de las calles me impresionó ¿cómo atravesarlas? Suicidio seguro y un triunfo rimbombante llegar a la otra acera, los automovilistas aceleraban al ver la luz ámbar del semáforo, desde ahí asumí mi carácter de feliz provinciano.

Todo se atisbaba gigante, distinguía a lo lejos las siluetas de los edificios, uno me llamó la atención era un triángulo colosal, un isósceles caprichoso y oscuro, la Torre Insignia o Torre Banobras rodeada de  multifamiliares.

Pasamos por el Monumento a La Raza, la pirámide ubicada sobre una de las avenidas más largas del mundo: Insurgentes, imponente con sus   29 kilómetros de extensión que recorre a la ciudad de norte a sur, esa fue una de mis posteriores expediciones.

Yo me sentía crisol de Bernal Díaz del Castillo y Alexander Von Humboldt de ver tanta maravilla aglomerada. Al fondo, al norte se erguía la aridez del Cerro del Chiquihuite con su cúspide pletórica de antenas.

No estaba triste, al contrario, mi adolescencia necesitaba un revulsivo, diez años de educación religiosa colmaban mi hartazgo y la ciudad ofrecía la oportunidad de reinventarse. El anonimato es algo exquisito, en San Salvador la sociedad fisgona, mojigata y clasista no permitía sacarse un moco con libertad en la calle, si uno era visto te criticaban y llamaban a tus padres para inventar cosas con maledicencias, no solo les contaban que me había sustraído la mucosidad, sino que la había embarrado en la pared y dibujado un grafitti subversivo, “Figúrese usted, Niña Lucy no es que me quiera meter en la vida de Gabrielito, pero anda en malos pasos…..”

Justo cavilaba en esas profundidades cuando el taxi arribó a la calle de Quito en la colonia Lindavista, ahí viviría seis años.

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*Letra de la canción de la Sonora Janeiro de Gilberto Bustillos

QUITO 907 INTERIOR 4

La Lindavista era una colonia clase mediera ubicada al norte del Distrito Federal, el edificio tenía el número del 907, era pequeño con ocho departamentos, Julieta, Eduardo y Julieta hija de dos años, recién se habían mudado al 4, el lugar bastante cómodo con sus tres recámaras alfombradas, piso de parqué y acabados de madera, grandes ventanales y una terraza que daba a la calle y a la que se podía salir de dos alcobas. Cada uno de los departamentos contaba con cuarto de azotea y tendedero privado.

Enfrente estaba la Tlapalería El Gato, a 50 metros del edificio al norte sobre Sierravista, se ubicaba toda la zona comercial con papelerías panaderías, restaurantes, tiendas de abarrotes, taquerías y farmacias esparcidas en una extensión de cinco kilómetros.

En los días previos a nuestra llegada estalló una pipa de gas a diez cuadras de Quito, fue la noticia del momento, pude ver una docena de casas en ruinas por la explosión.

Y mientras me aprendía los recovecos de la colonia, se me hizo costumbre salir a caminar a diario para reconocer la idiosincrasia del lugar, crecía en mí la rebeldía típica del seminiño asustado mirando a la gente (1)  y mi madre con su ternura y paciencia intentaba aplacar esa inconformidad en llamas de la edad.

Me declaré ateo y comunista, diez años de estudiar con maristas es el enema para la mente de cualquier libre pensador, aunque mi meta empezó a ser la de convertirme en piloto aviador, eso nació una tarde que fuimos a recoger al aeropuerto a alguien de la familia cuando vi al Concorde de Air France estacionado, fue amor a primera vista, ahí supe que mi destino estaba por escribirse como comandante de un aeroplano, decoré las paredes de mi cuarto con carteles de cabinas de avión.

Nunca hay que decirle a los chilangos que tienen una ciudad maravillosa, luego se la creen y se sienten los dueños del mundo,  un miércoles Julieta mamá que ya estaba embarazada de uno de mis sobrinos más queridos, el Bebo, nos llevó al tianguis que se colocaba en los alrededores del Miguel Alemán, parque magnífico con instalaciones deportivas y juegos para niños. En el mercado ambulante conocí las quesadillas y todas sus variantes, incluida la del queso oaxaca que se deshace en hilachas, exquisitez digna de sibaritas.

El verano de 1980 fue intenso y significativo, yo estudiaba noveno grado en el Liceo Salvadoreño, al venir a México el calendario escolar marcaba el inicio de clases en septiembre, la Lindavista además de tener el aroma de barrio, anhelante y familiar, también era un universo, no se tenía ninguna necesidad de salir de la zona, a menos que se trabajara en otro lugar. Julieta le comentó a mi madre que la educación pública en México tenía buen nivel por lo que buscamos una secundaria cercana. Esa escuela era la República de la URSS, que a mi madre y a mí nos pareció espantosa, huimos asustados después de entrevistarnos con su directora, si hubiese ingresado ahí seguramente el Camarada Gabrielovich sería experto en el manejo de armas blancas. Entonces fuimos al Colegio del Tepeyac. Ingresar ahí me cambió la vida.

Los meses pasaron y mi padre en un viaje relámpago vino por mi madre para regresar a El Salvador. La tristeza que no sentí al dejar al país se me acumulaba cada vez que ellos se iban, su ausencia me desgarraba y emprendía largas caminatas en las que mis ojos se inundaban a gusto, esos momentos de depresión contundente me forjaron el carácter.

Fuimos muy felices en Quito novecientos siete interior cuatro, ahí adquirí todo lo que me ha acompañado a lo largo de mi vida, me transformé en estudioso y dedicado, cinéfilo, melómano, lector ávido y poeta.

Con altibajos pero seguimos en lo mismo con el agregado de cuarenta años de experiencia.

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(1)Esto no es una elegía de Silvio Rodríguez

EL EXILIO Y LOS EXILIADOS

Quito fue reducto y referente de los exiliados salvadoreños, se convirtió en lugar de terapia para asustar los demonios colectivos y bar de borracheras divertidísimas. Fiesta continua y vergel de reflexiones. Al tiempo llegaron mis hermanos Mario y Julián además de mi hermana Nora y mi cuñado Guillermo.

Un amigo familiar muy querido, Filipo, vivió una temporada con nosotros, tenía una imprenta que le trabajaba a Editorial Diana y a Edivisión, me regalaba libros y pruebas de portadas. Años después fui su colaborador y aprendí algo de ese mundo alucinante de la impresión.

Entre los que residíamos  ahí y las visitas llegamos a convivir, por momentos, más de treinta todos gritones y beligerantes, todos salvadoreños.

Romeo y Vladimir, cojutepecanos asiduos de Quito, aseguraban haber sufrido nevadas intensas en el Cerro de las Pavas, la comunidad resolvió comprarles a cada uno un par de esquís para nieve para que pudiesen ser pioneros de ese deporte en El Salvador cuando concluyera la guerra.

Otro asistente regular, mi padrino Jorge, buscaba refundar su periódico en El Salvador a la primera oportunidad que se le presentara. Periodista de estirpe, de larga tradición familiar, atesoraba los lentes de Monseñor Romero como reliquias y preparaba su libro con el que documentaba todo un siglo de represión del estado salvadoreño. Le causó un gusto enorme que una década adelante me incorporara a un diario fundado por su abuelo.

Recuerdo las discusiones, muchas veces acaloradas entre ex diputados, ex guerrilleros, empresarios, periodistas, estudiantes y ex ministros todos tenían sus razones fundamentadas y válidas, afloraban sus traumas y el amor por regresar a la madre patria.

Al departamento de arriba se mudó un japonés que trabajaba en el Sistema de Transporte Colectivo (Metro), apenas balbuceaba el castellano y hablaba muy poco inglés, los vecinos le atribuyeron el olor a petate quemado que impregnaba diariamente las escaleras y áreas comunes, la peste era tan fuerte que invadía el departamento, uno nunca sabe de esas milenarias costumbres orientales tan raras y ajenas.

El japonés me obsequió la señalética identificadora de las estaciones del metro de las cinco líneas existentes, eran plásticas alargadas y con la iconografía en relieve. Las colgué en las paredes de mi recámara, que a estas alturas estaban adornadas con posters de los Beatles, portadas de libros, cabinas de avión y la famosa fotografía en contornos del Che Guevara con la carta a sus hijos.

Julieta bautizó mi cuarto como “la leonera”, mi hermana era pilar fundamental en la dinámica del departamento, su sensibilidad y enorme corazón le permitieron servir de mediadora entre tanta mente herida, había bastantes.

Eduardo, el doctor, era una figura respetadísima entre exiliados, intelectual de primera línea, se desempeñó como ministro y tuvo que renunciar por ética e integridad ante tanta matanza. Dada mi minoría de edad mi padre le otorgó un poder como tutor para efectos y consecuencias legales.

 

Don Jorge, un argentino exiliado por la triple A, que atendía la Tlapalería El Gato me ofreció un empleo por las tardes como dependiente de la ferretería, acepté y como me pagaba los sábados me hice de una colección de discos, libros y cassettes considerable. Me encantaba ganarme mi dinero y lo juntaba con el que me daba mi padre.

El Distrito Federal es una ciudad con muchas opciones culturales y en mi tiempo libre iba a la Cineteca y al Elektra y al Bella Época en donde programaban ciclos de cine mundial, fue ahí donde conocí cine de arte y alternativo, asistí a muestras hasta el hartazgo con mis amigos Mario y Santiago que conocí en el Tepeyac.

Con ellos también íbamos a intercambiar discos en el tianguis del Chopo los sábados y formamos parte de la generación pionera que hacía uso de este sitio medular de la contracultura nacional.

 

Otra de mis aficiones era cenar tacos en La Parrilla Chicana, su propietario había regresado con un dinero ahorrado de cuando se fue de espalda mojada al otro lado, de tal forma que los nombres de los tacos hacían referencia a la condición usual de los migrantes, el “ilegal” estaba hecho de queso Chihuahua con bistec, el “chicano” de carne de pastor y así, eran deliciosos, se agotaban antes de las diez de la noche.

Cuentan las exageraciones que en una madrugada uno de los visitantes distinguidos de Quito salió borrachísimo del departamento e intentó pagar unos tacos de oreja en un changarro en Bucareli con una American Express. Puedo dar fe ante notario del hecho narrado.

Quito fue un pedazo de patria en el exilio, un amable recuerdo bueno y viejo (1), la confluencia de historias compartidas.

Todo sucedió antes que nos volviéramos serios.

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(1)Te conozco de Silvio Rodríguez

SIRVAN CERVEZA Y MEZCAL PARA LOS DEL TEPEYAC

El Colegio del Tepeyac se encontraba en las calles de Coquimbo y Callao a unas diez cuadras de Quito. Lo primero que me imaginé al verlo era la canción Another Brick In The Wall de Pink Floyd por los ladrillos rojos con los que estaban construidas gran parte de sus instalaciones, solo faltaban el logo de los martillos cruzados y algunos Hammerskins para completar el panorama.

Nos recibió un prefecto al que apodaban “El camarón”, él y Juan Cuadros atendían a los aspirantes de nuevo ingreso que debíamos aprobar un examen y además cursar un taller propedéutico. Me dieron el temario, en 15 días presentaría la prueba de admisión.  Compré el Algebra de Baldor y un libro de historia universal cuyo autor no recuerdo y estudié cuatro o cinco horas diarias.

Llegó el día D y….¿para eso aprendí los diez casos de factorización y veinte siglos de historia universal? El examen fue un trámite resuelto en veinte minutos. Superé el obstáculo con creces, reafirmé la certeza que de ahí en adelante estaría entre los mejores de la clase. Luego el propedéutico, con su nombre pretencioso, servía para conocer los servicios del colegio, autoridades y otros asuntos.

Mi primer día de clases fue el 2 de septiembre de 1980, entré al 303, callado, con una docena de profesores de asignatura que fueron pasando lista, en el Liceo éramos 45 por salón, en el Tepeyac 60. Tenía muchos compañeros españoles buleados por su pronunciación, el seseo de nacimiento es ineludible, pensé que por tragarme las eses y las jotas al hablar me iban a acribillar, como El Salvador era la noticia más bien causó un abundante interrogatorio, incluso de los maestros.

Mi primer amigo resultó ser una joyita, vivía en Matanzas frente al Deportivo Miguel Alemán, era esquivo, misterioso, todo un enigma, un día ya no llegó al salón, lo habían expulsado. Hace poco me enteré que había llevado una pistola al colegio con la que amenazó a varios, tal parece que se dedicaba a otras cosas redituables.

En el 303 conocí a Cuanalo, a Ahuatzi, a Tinoco, a Montes, a Efrén, a Sixto, a Raúl, a Luisín,  a Huerta, a Flores Parra, al compadre, a Zárate, a Chinchilla de origen salvadoreño, sus papás eran oriundos de Sonsonate y a otros, a muchos, a una gran cantidad de inadaptados que se volvieron entrañables.

El Tepeyac tenía mística y personalidad, los buenos colegios privados fomentan el sentido de pertenencia y competencia académica, además siempre tienen equipos destacados en algún deporte, en el colegio era el fútbol americano con los frailes que jugaban en la liga intermedia y en la cual habían sido campeones repetidamente.

Teníamos a Peña como profesor de deportes, sus exámenes mensuales eran cuarenta minutos de abdominales, lagartijas y otros ejercicios para finalizar con una carrera de cinco vueltas de resistencia con diez participantes en la que solo aprobaban los primeros tres, en las primeras cuatro vueltas trotábamos, la última era a muerte de todos contra todos.

Dentro de las curiosidades estaban las clases de mecanografía, las sufrí porque tuve que cursar tres años en uno, nos ponían unos baberos negros para cubrir el teclado y así utilizar los diez dedos y evitar el llamado “picapollo” de teclear una sola letra. Aprendí bastante bien.

La clase de modelado era un suplicio, mi hermana Julieta afirmaba que yo era un mandrio en la acepción salvadoreña, es decir que todo se me caía de las manos. Tenía razón. En modelado pedían muchas cosas manuales sin utilidad. Nos encargaron como tarea que en una tabla de pino de 30 x 30 le diéramos relieves para escarbar algo semejante a una pirámide, lo intenté, terminé clavándome el formón en una muñeca con el resultado de un sangrerío escandaloso. Esa ha sido una de las tantas veces que me han inyectado contra el tétanos.

Estudié cuatro años en el Tepeyac, las vivencias y anécdotas son muchas, en esa estación vital fuimos a las primeras fiestas, surgieron las primeras novias, las de la cuadra, las que estudiaban en el Colegio Las Rosas y que recogíamos después de clase, amores tímidos de manita sudada que fueron cambiando mientras crecíamos. O los amores con los que íbamos al cine a no ver nunca una película. Amores espléndidos.

A los 16 años escribí mis primeros versos imitando a los que encontré soterrados en una caja escritos por mi hermano Julián. En su mímesis obvia sonaban bien y decidí seguir experimentando con la palabra. De los talleres a los que asistí en mi vida el primero me lo financió mi hermana Diana con un escritor llamado Octavio Reyes quién publicó la novela Cangrejo, los talleres los ofrecían en un centro cultural ubicado en Coyoacán. Al leer mis versos me recomendó la poesía de Huidobro y de Vallejo y otros intensos y experimentales como Girondo y Juarroz.

Una noche regresando del taller caminaba sobre Sierravista frente a la panadería y me interceptó un carro con cuatro asaltantes, para suerte mía el que se bajó del coche era el más torpe, cuando me amenazó se le cayó la pistola y pude huir como alma que vio al diablo, para evitar que me disparara me fui zigzagueando por la línea de postes de la acera y me pude esconder, con el corazón en la boca, debajo de un carro en una calle aledaña. Hasta ahorita no sé cómo me pude meter en ese espacio tan reducido, con el miedo y la adrenalina se hacen cosas increíbles.

En esos días había tiempo para todo: estudiar, trabajar y divertirse cada vez que se podía. Con la aparición de los juegos de video me volví gamer, un vicioso de las maquinitas con la piel de los nudillos y coyunturas destrozadas por apoyarlas en el tablero y controlar palanca y botones, jugaba horas con una o dos monedas.

En el último año me operaron de las amígdalas, ya estaba grande para una operación de ese tipo, sin embargo, era una intervención quirúrgica de rutina, todo iba perfecto hasta que en la sala de recuperación intentaron despertarme con canciones de Manoella Torres a todo volumen, yo no le hallaba sentido escuchar semejante bazofia y me negaba a abrir los ojos, así pasé horas, Julieta y Eduardo estaban preocupadísimos y la familia en El Salvador aún más, llamaban cada diez minutos para verificar si había alguna novedad. Al final desperté. Ya en la habitación tuve una visión alucinante, imaginé levantarme y ver a treinta o cuarenta doctores discutiendo la disyuntiva si era mejor inducirme a un coma o bien darme de alta al siguiente día. No había nadie en la habitación.

Ya en casa, convaleciente, fruto de la operación padecí de fiebre reumática en un tobillo. La enfermedad me tumbó dos meses y mis amigos Mckay, Huerta, Becerril, Ocampo y Acevedo me visitaban para ver los últimos videos y películas, había gran diferencia de escuchar y ver a Duran Duran con su clip de Girls On Film sin censura a los otros sonidos lamentables con los que me quisieron despertar en el hospital.

Nuestra graduación se acercaba y con ella la añoranza de que no nos volveríamos a ver en un buen rato.

Han pasado 40 años de ese cúmulo de historias compartidas, ya mayores nos causa placer vernos y reencontrarnos en la memoria de los otros, porque vivimos mientras alguien se acuerde de lo que hicimos juntos.

El olvido es lo mismo que la muerte.

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*Gabriel Otero. Fundador del Suplemento Tres mil. Escritor, editor y gestor cultural salvadoreño-mexicano, con amplia experiencia en administración cultural.

Ilustración del autor de Jonathan Juárez.

 

Fotografías de Gabriel Cruz Zamudio

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