Juegos sexuales

Edgardo Benítez

Escritor

2 julio 2115

Apenas éramos unas chiquillas cuando vimos por última vez a papá. Era un lunes del mes y año de la conquista de la Luna, sovaldi también fue ese el año y el mes que abandonó la ciudad. Así nos lo diría Dolores mucho tiempo después que nos llevara con ella.

Recuerdo el instante último que estuvimos con él, nos tomó de la mano y caminamos hasta la cochera de la casa. Ahí esperamos hasta el momento que se estacionó un coche delante de nosotros de donde salió una señora de vestido azul que cojeaba. Ella solo nos miraba de pies a cabeza, mientras su chofer, también vestido de azul y con un semblante autoritario, nos iba acomodando en el asiento trasero. Esto sucedió en pocos minutos, pero yo sentí que duró una eternidad. A través del cristal pudimos ver como papá, haciéndose acompañar de un cigarrillo, arrolló las mangas de su camisa y esperó que el chofer arrancara el vehículo para decirnos adiós con un beso de mano. Esa fue su última mirada para nosotras.

Con el pasar de los años supimos que con la muerte de mamá, la soledad se apoderó de él obligándolo a intimar con el alcohol; Dolores nos decía que al perderlo todo, era lógico que buscara algún refugio, algo así como que “beber” era un acontecimiento más que conveniente.

Íbamos en el coche sin entender lo que ocurría, por nuestra parte no hubo lágrimas ni preguntas. Solo nos mirábamos sin mediar palabra, posible era por el agrado que nos daba salir de casa.

II

La señora del vestido azul era Dolores, sería nuestra preceptora. Volvía su mirada  sobre nosotras y con sonrisa sarcástica, insistía: «Ya están grandecitas para comprender que van a un nuevo hogar…»

Nos explicaba que allí haríamos lo que ella dijera y que tendríamos que ser obedientes…  «Se levantarán temprano a las duchas que compartirán con otras niñas y se dispondrán para ir a clases».

Nos mirábamos las caras con Emelie sin decir nada. Solo advertíamos como Dolores torcía el cuello desde el asiento delantero y a través de la rejilla  nos veía  a los ojos mientras comenzaba de nuevo  a darnos recomendaciones que nos hacía imaginar el futuro que se nos venía encima.

Mientras viajábamos, miraba el paisaje, los árboles gigantescos que iban apareciendo por la carretera, el ganado que pastaba en la planicie, al fondo, distinguía las viviendas que surgían de entre los cerros. El bosquejo de aquellas imágenes, me hacía recordar la que fue nuestra casa, construida con madera casi en su totalidad y aunque tenía algunas partes lúgubres, era acogedora. Desde la segunda planta veíamos y escuchábamos al mar. Durante el día, su magia, su armonía, su esplendor, por las noches sabíamos cuando embravecido, dejaba escapar su bramido al romper sobre el acantilado.

III

Quise dejar en casa mis recuerdos pero no pude. Me di cuenta que viajaba con ellos, llevo conmigo hasta el último instante.  Quizás nunca olvidaré que un día mamá metió el pan al horno y lo sacó hecho un carbón, lo hacía con el propósito de molestar a mi padre y no darle de comer. De la misma manera, una mañana yo olvidé sacarla del baño sauna. Hasta que llegaron del hospital a intentar reanimarla porque estaba tan deshidratada que desmayaba cada diez minutos. Fue imposible salvarla, no se pudo hacer nada para revivirla. Nos aconsejaba que no nos permitiéramos momentos de aburrimiento, que cuando sintiéramos que la desidia intentaba adueñarse de nosotros, buscáramos de inmediato la manera de ponernos a hacer algo,  le encantaba vernos tiradas sobre el suelo de la planta baja con la cajita de crayones y algunos libros viejos que nos había dado para que los pintáramos. Hacíamos bigotes y barbas a las mujeres que allí aparecían. También nos deleitábamos con las figuras extrañas y misteriosas  que formaban en la pared los mosaicos grisáceos que cubrían los ventanales del lado del jardín, y esperábamos visitas, porque además de nosotros también vivían unos lindos amiguitos por entre medio del maderamen, los vigiábamos hasta que aparecieran para perseguirlos.

Algunas casas de madera cuentan con la peculiaridad de hospedar ratones, los nuestros construían sus madrigueras detrás de los paneles huecos y era bastante usual ver cuando asomaban las narices por el boquete de la madriguera, husmeando el peligro para proteger sus crías. Nosotras conocíamos a perfección si se encontraban en la parte más profunda de la pared, o si se habían marchado a otras guaridas —porque no era ese el único lugar donde podíamos descubrir sus escondrijos—, los había también dentro de las macetas que mamá tenía con algunas variedades de plantas. Ella podía saber a simple vista en cuál de las macetas se encontraba una familia de estos roedores, a partir de ese momento organizaba una batida con las muchachas del servicio doméstico para sacar la maceta hasta el patio y poner cautivos a los pequeños engendros. Es que cuidaba tanto las plantas que las señoras amigas llevaban cuando asistían a las reuniones que organizaban, sesiones que hacían  para tratar asuntos que nunca revelaban y que atendían con particular esmero. Cuando eso ocurría la casa era un total silencio y las puertas se cerraban herméticamente hasta por cuatro horas, y aunque nos acercábamos a intentar escuchar lo que hablaban, nunca lo conseguimos. Solo recuerdo que salían del salón de sesiones en silencio, una por una, nunca platicaban entre ellas y no decían ni una sola palabra a nadie.

El viento que se colaba por la ventana del coche, hizo que Emelie cerrara los ojos, parecía dormir, pero la conozco bien, no estaba dormida, se pone así cuando está pensando o cuando trama alguna picardía. Aunque muestra ser mayor, somos de la misma edad, quizás es porque siempre dijeron que nació unos minutos antes, no lo sé, pero había vez, que con sus arrebatos y majaderías no dejaba de incomodar a las personas. Hubo vez que casi me rompe el brazo para que la acompañara a meter en el frízer a una lagartija que capturamos en el jardín, la pusimos en una bolsa de papel para que no se notara. Hasta el día siguiente que volvimos; la pobre estaba tan engarrotada y torcida que tuvimos que esconderla para que nadie se diera cuenta del hecho. Jugamos con ella en la Semana Santa de ese año, sin faltar el Padre Nuestro que rezábamos a diario para librar su alma del purgatorio.

Una de las ventajas de ser gemelas es que la mayoría de actividades que realizábamos las hacíamos juntas, bañarnos,  dormir, comer, en fin, llevábamos la vida rodeadas de atenciones por igual. Nuestras diversiones comenzaban desde temprano cuando nos metíamos a la tina. Pasábamos horas en el agua con los juguetes que hacíamos flotar o buscábamos en el fondo. Jugábamos a chapotear, cerrar los ojos, evitar el jabón. Ya después la criada nos fregaba para luego secarnos y vestirnos.

Yadira nos custodiaba por los patios de la casa. Mi madre le había encomendado la tarea de cuidarnos y si era necesario, jugara con nosotras. Ella era una chica hondureña que había llegado al país antes de la guerra, fue repatriada junto a sus padres y vinieron en condiciones calamitosas. Casi siempre hacía lo que le decíamos, sus ojos color tierra y su carita alegre inspiraba confianza, es más, por momentos la convertíamos en nuestra consejera y cómplice de nuestros solaces, como el día que en la habitación jugábamos a los artistas de cine, ella era el jurado, la cintura ajustada y sus caderas ligeras lucían bien un abrigo que sacamos del closet de mamá y que cuidaba con recelo. El juego consistía en saber quién representaba mejor un papel. Emelie era Humphrey Bogart y yo, ni modo, Íngrid Bergman. Ese día nos dimos nuestro primer beso en la boca. La niñera solo nos veía complacida y daba la apertura para que en días posteriores continuáramos el juego. Yadira murió una tarde cuando intentaba alcanzar una muñeca que dejamos caer sobre el altillo del balcón que da al mar. La cuerda de seguridad se cortó tan de prisa que no pudimos evitar cayera al vacío.

Mientras el coche avanzaba veía como Dolores con movimientos histriónicos y sin incomodar al chofer volteaba su cabeza para seguir con lo del reglamento… Ella tenía cara de fantasma. Me cautivan los fantasmas, quizás por eso simpaticé con ella desde un inicio.

Hemos convivido con fantasmas, algunos de ellos se apiñaban en nuestra habitación en aquellas noches de lluvia, a juguetear, a correr por el techo, otros se dedicaban a saltar sobre mi cama mientras intentábamos dormir. Hubo día que mamá, cuando notaba que ya era alta hora de la noche y el bullicio no cesaba, se acercaba despacio hasta nuestra habitación y con un gesto más bien compasivo, los tranquilizaba alumbrándolos con la luz de un quinqué “bendecido”, le llamaba ella,  para luego derramar agua “serenada” por el lugar; aunque en realidad, no se marchaban, simplemente se aquietaban y se iban acomodando por cada parte de la habitación, despacio, despacio, hasta dormirse. Más de alguno se quedaba en mi cama, otros en la cama de Emelie.

Es cierto entonces que en nuestras vidas ha habido intensos momentos que los hemos disfrutado con la presencia de apariciones, hemos pasado noches enteras  jugando con ellos. Yadira simpatizaba con uno en especial y platicaba con él por largas horas.

Recuerdo que papá decía que la casa era habitada por entidades que arrastraban cadenas. Algunas veces escuchábamos el sonar de recipientes que se revolvían, el rechinar de bisagras oxidadas, puertas que se cerraban y habrían. Papá decía que si escuchábamos las carcajadas de mujeres que no nos afligiéramos, aunque a veces  por las noches se podía observar niñas que reían mientras intentaban esconderse tras los muebles y lámparas, y que al sentirse descubiertas corrían despavoridas por las escaleras a ocultarse en las habitaciones.

Esa noche, la primera noche, desperté sobresaltada. Sudaba a chorros y me faltaba el aíre. Decidí asomar la mirada hacia la playa que se encontraba resplandecida por la luz de la luna, era una hermosa vista. También me acerqué al pie de la cama de Emelie para cerciorarme que dormía. La habitación estaba fría, y yo empezaba a temblar. Decidí acostarme de nuevo ya que al día siguiente asistiríamos a nuestra primera clase de ballet en la academia para niñas, lugar al que siempre quise asistir. Comencé a relajarme y a tratar de dormir. Unos minutos después, sentí como si algo movía mi cama, como si alguien se encontraba reposado sobre ella. Luego, algo o alguien se deslizaban por debajo de las sábanas y avanzaba hacia mí. La sábana continuaba moviéndose…, y sentí su animosa intención sobre mi pierna y luego sobre la otra, y esta vez no era un sueño, esta vez no era Emilie ni Yadira, ni las niñas que acostumbraban llegar a media noche a dormir conmigo. Esta vez era algo desconocido que resultó ser agradable. Con el claro cuerpo de mi padre y el olor del aguardiente y tabaco rezagado que lo caracterizaba, parecía ser…  aunque estaba segura que solo eran fantasmas que anidaban en mi cama.

Mientras el coche cruzaba el portón de barrotes del que iba a ser nuestro nuevo hogar, vi más mujeres y hombres vestidos con ropas color azul que salían al paso a recibirnos. No podía ocultar mi asombro  cuando caminábamos por los pasillos junto a Dolores, y otras niñas intentaban tocarnos desde sus habitaciones, sacaban sus brazos y yo trataba de no escuchar lo que nos murmuraban. Por momentos veía en sus rostros formarse una carita de fantasma. Volvía a sentir como me cautivaban los fantasmas, sin perder de vista que esas historias de seres del inframundo tan solo son juegos sexuales.

 

 

Ver también

«Orquídea». Fotografía de Gabriel Quintanilla. Suplemento Cultural TresMil, 20 abril 2024.