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Hay que abrir otras puertas

Álvaro Darío Lara

Escritor y poeta

 

Frecuentemente escuchamos afirmaciones como las siguientes: “en el país se han perdido los valores”, medical “la juventud de ahora, case ya no es cómo  la de antes”, ask “jamás tuvimos tanta violencia” y otras de idénticas o de similar dirección.

Sin embargo, ya en rigor, ninguna de las anteriores ideas aprueba un examen histórico, ya que la objetividad de los hechos se encarga de refutar tales aseveraciones.

Sabemos muy bien, que  muchos “valores” enseñados y aprendidos, de forma tradicional, esto es, por la vía del discurso y de la fuerza, respondieron a demostraciones externas y no a efectivas interiorizaciones. Veamos el caso del respeto de los niños hacia los adultos. En la mayoría de los casos, éste era producto no de la admiración o el reconocimiento del menor hacia las virtudes del mayor; sino al contrario, fácilmente se confundía, temor con respeto: entre más temido soy, soy más respetado. Igual, podríamos extrapolarlo al caso de los pretéritos “cuerpos de seguridad pública”, se dice que eran respetados, cuando en realidad, eran temidos, por su brutalidad y por sus constantes atropellos.

Cuando se afirma, temerariamente, que la juventud ya no es cómo la de antes, cabría preguntarse: ¿y cuándo una generación es igual a la anterior? Los contextos, las épocas, la cultura, cambian –inevitablemente- porque esa es la naturaleza humana. Sin embargo, la juventud de ayer, de ahora y de mañana, presenta constantes naturales, psicológicas, que independientemente de los tiempos, permanecen. Basta pensar en el entusiasmo, curiosidad, interés, energía, que distingue a los jóvenes en todos aquellos asuntos que son de su interés. En ocasiones, quienes difícilmente cambian, por acomodo, costumbre o miedo son los viejos.

Y con el tercer aspecto, nuestra historia,  es una historia de violencia. Violencia que se manifestaba desde antes de la llegada de los europeos, en las luchas intestinas que se libraban en esta región del mundo. Nunca la sociedad prehispánica fue democrática, en el sentido occidental del término. Hay que recordar su organización teocrática, profundamente signada por una fuerte jerarquización social. Claro, fácil es caer en la trampa romántica de cierto indigenismo que pregona una “hermandad idílica”. Mas esto nunca fue así.

Yendo a los archivos coloniales, independentistas y decimonónicos, los hechos de sangre, las injusticias, representan la nota común, no la excepción. Por desgracia –negativamente- lo que nos ha distinguido es la intolerancia, el fanatismo, el egoísmo y la violencia (en todas sus connotaciones).

Ir hacia el conocimiento científico de nuestro pasado, para a la luz de él, entender el convulso presente se nos vuelve un deber. Por ello, cuán ciertas se tornan las palabras del historiador Antonio García Espada, cuando nos dice en un brillante ensayo sobre “El corazón de San Salvador”, lo siguiente: “El Salvador hoy es un país muy distinto al de los años 30 y los años 60 del siglo XX, al de los años 40 y los 80 del siglo XIX y al de los trescientos años de la colonia española. Todas estas épocas en cambio tienen en común una marcada cultura de confrontación violenta. Comparten también un fuerte rechazo hacia su propio pasado y la convicción generalizada que hay que comenzar de nuevo”.

Sabias palabras. Asesinando, negando el pasado, jamás construiremos la Nación. Se vuelve imperativo, entonces, rectificar, cerrando las puertas de la descalificación y de la intolerancia; para abrir las de la tolerancia y concordia,  éstas,  seguro, nos conducirán, a mejores derroteros.

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