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En defensa del Humanismo[1]

Por Julio Enrique Ávila, 1950

Autor de El Salvador, Pulgarcito de América

La Universidad tiene a su cargo una misión de servicio humano, preferentemente espiritual.  Forjadora de culturas, la Universidad, a través de las edades, ha debido madurar y orientar los ideales de su época. Quiere esto decir, que debe preparar fuerzas de choque para las conquistas de la civilización. Que no puede ser nunca pasiva ni rutinaria, sino investigadora, alerta para captar los estremecimientos del mundo, y abnegada y tesonera en la búsqueda de los caminos de salvación. Por algo su nombre deriva de Universo y abarca en sí un concepto del todo.  No basta, para explicarla en su función, suponerla una casa de estudio donde se imparte la ciencia, donde la juventud ansiosa aprende una profesión o un arte para ganarse la vida; o cuando más, y por sobre todo, donde aprende a amar la cultura. Aunque esto ya sea bastante, no es precisamente la Universidad. En su sentido genuino, este término comprende la comunidad de todos los organismos educativos de una nación, es decir la suma de los intelectuales, el prisma que recoge la luz y la irradia por todos los rumbos, para el logro del bien, fa verdad y la justicia.

Por fortuna el espíritu sobrevive a todas las catástrofes. Cuando los bárbaros arrasaron la milenaria cultura latina ésta fue conservada sigilosamente en las aulas conventuales; y así, durante la Edad Media, fue en el silencio de los claustros, ricos de pergaminos, donde se mantuvo encendida la llama de la ciencia, ardiendo entre las lámparas votivas de la fe. Su misión esencial era enseñar, aunque su radio fuera reducido a un grupo selecto; pero aún con estas restricciones su función era desinteresada, de servicio, con raíces espirituales y florescencias divinas. En ellos se formaron los creadores del mester de clerecía que antepusieron el arte culto al  verbo  popular  de los  juglares. Permitidme recordar al plácido Gonzalo de Berceo, que añoraba el buen vino y la estrofa medida; y a Juan Ruiz, el torturado y genial arcipreste, que nos entregó su alma desnuda, desgarrada por la lucha entre el  amor terrestre y el amor a Dios.

A Bolonia, más tarde, le cupo la gloria de fundar la primera Universidad. Con qué orgullo la noble ciudad ostentó, durante siglos, estampada en sus monedas esta gallarda inscripción «Bolonia enseña». No hizo alarde de su fuerza en una época en que era honroso combatir; no la ensoberbeció el esplendor del comercio ni la grandeza material, su altísima vanidad fue enseñar, abrir rutas para el porvenir. En ella se alimentaron algunos de los más altos ingenios que prendieron la hoguera del Renacimiento. Dante, el divino, que por la escala maravillosa de su Comedia nos llevó del Infierno al Paraíso; y Petrarca, el mago del soneto; y Copérnico, que viajando por los cielos descubrió el movimiento de los planetas, y Lutero y Aríosto y el ‘I’asso, poetas, sabios y reformadores.

Y en el Siglo XIII, la de París, que hizo de la bella Lutecia el guía de toda la cultura de Occidente. Fue tal su influjo, que atrajo a su seno a los estudiosos de toda la cristiandad.   Desde el punto de vista filosófico y teológico fue tan esplendorosa, que pronto eclipsó a su hermana mayor, la de Bolonia. Los reyes, percatados de la importancia que tenía para la fuerza espiritual de Francia el asilo de tantos sabios y estudiantes, venidos de los más diversos países, les otorgaron facilidades para asegurar sus vidas y que pudieran dedicarse a  su instrucción sin las zozobras de una existencia azarosa. Y así como en la de Bolonia se incubó el Renacimiento, quinientos años más tarde surgirían de la Universidad de París los ideales de la Revolución Francesa. Los que aprendieron a amar la verdad y la justicia, necesitaron luego de la libertad para nutrirlas. Aunque la Universidad fuera monárquica, dio la cultura a los hombres que habían de atizar la hoguera. Y además, junto a ella aleteaba la incrédula filosofía de Voltaire y el verbo anunciador de Juan Jacobo Rousseau.

Luego, siguiendo esa fulgurante estela, la no menos famosa de Oxford, en la que Erasmo de Rotterdam, el genial autor del «Elogio de la Locura», enseñó por mucho tiempo el griego y las artes de Atenas. Y las de Liepzig y Cambridge, y tantas más…  Todas ellas cumplieron su misión de enseñar, glorificaron el generoso y desinteresado emblema que levantó la primitiva de Bolonia, y cooperaron a la afirmación y grandeza del alma humana.

 

Más tarde, protegidas por papas y monarcas, y vinculadas por el lazo fraternal del latín (hoy tan descuidado) surgieron las de Viena y Salamanca. Esta última, la nuestra, que fortaleció y mostró al mundo las magníficas cualidades del espíritu español. ¿Cómo no recordar ahora a Fray Luis de León, el valiente agustino que hizo la más bella traducción del «Cantar  de  los  Cantares», lo que  le valió largos años de  presidio en  las  celdas  de  la  Inquisición; y quien, por la profundidad del pensamiento y la pureza de la forma, ha sido hasta hoy  inimitable?  ¿Y al patriarca don Miguel de Unamuno, maestro de maestros, en el genuino afán de darse entero; que supo llevar con heroísmo su destierro, ya en la ancianidad, sin que las arrugas de su cara ni sus luengas barbas de apóstol se humillaran?  Maestro en el aula y en la vida, que supo como Sócrates, apurar la copa de cicuta antes que claudicar de sus ideas.

Mas en el horizonte se anunció el crepúsculo  de  los filósofos.  Los cónclaves científicos, en los que los intelectuales superiores, sedientos de sabiduría, maestros y alumnos, se congregaban para estudiar, reflexionar y enseñar, dentro de los muros universitarios, fueron haciéndose más raros cada vez. El desarrollo fantástico de los conocimientos humanos creó pronto una separación entre las disciplinas del espíritu y las ciencias de la naturaleza. Y esta separación de rumbos hizo peligrar el concepto original de la auténtica Universidad. La orientación primitivamente cultural y humanista, se fue haciendo, con el correr de los tiempos, de esencia profesional. Los ideales fueron bajados de su señorío y hasta renegados. Y las masas humanas, vibraron con el nuevo ritmo utilitario.

«Así –dice Talice- los sabios del siglo pasado prepararon y entronizaron los conceptos de un mundo puramente mecanicista, el cual, al relegar el pensamiento, reemplazó la reverencia hacia lo clásico, amputando a los hombres sus cualidades espirituales».

Pronto, para desgracia o para suerte, hemos visto desgarrarse el velo. El manto de esas ilusiones, que insinuaron que la conquista del poder y la riqueza darían la felicidad a los hombres, al desvanecerse, nos ha dejado al desnudo las miserias de esa ciencia que  careció de conciencia. Cuántos sabios llegaron hasta ser traidores a su destino y negociaron sus conocimientos con los traficantes de la muerte. Dos Guerras Mundiales, de ferocidad sin precedentes, empujadas en gran parte por los fabricantes de armas y los que soñaban conquistar el mundo para convertirlo en mercados propios, han emponzoñado la tierra y cultivado en las almas la semilla de la desesperación.

Pero ¿cómo pudo verificarse ese derrumbe de los valores morales? ¿Por qué? Porque vivimos demasiado para lo externo y demasiado poco para lo interior, es decir, vivimos  para la apariencia y no para lo verdadero. La meditación y el recogimiento, caminos de elevación espiritual, han sido desplazados en este tiempo de velocidad y de codicia, nacemos, vivimos y morimos sin tiempo para conocer ni para conocernos, ignorando la realidad del mundo e ignorándonos a nosotros mismos. Vivimos sin comprender e incomprendidos, y esa es la raíz de la tragedia.

 

Desde hace más de un siglo, todas las grandes agitaciones humanas han sido orientadas hacia un mejoramiento material. La ciencia misma ha llegado a ser netamente materialista. El espíritu ha sido postergado, supeditado a la materia, y falto de fe en sí mismo, ha acabado por aceptar, aparentemente esta servidumbre degradante. Mientras el espíritu humano sea esclavo, incapaz de vencer las pasiones groseras de la materia, mientras las vibraciones lentas y pesadas predominen sobre las vibraciones más sutiles, el hombre, pegado a la tierra no verá otra cosa que sus necesidades inmediatas, interesadas y, como los gusanos, necesitará de las pústulas y de los órganos en descomposición para nutrirse de ellas. Y a esto le llamará vida.

¡Pero el hombre tiene un alma y una inteligencia! No puede aceptarse esta pasiva, esta animal obediencia a la materia. De allí viene su tristeza, su angustia, su inconformidad, su desesperación. Su falta de armonía lo hace desgraciado. La parte divina que hay en él se alza como Lázaro por su tumba, en una perpetua rebeldía interior; rebeldía que triunfa a menudo en el individuo aislado, íntimo, pero que es vencida y sofocada en el individuo social, en el hombre diluido en la colectividad.

Y es que se ha olvidado voluntariamente que educar no es simplemente transmitir saberes, sino preparar para adquirirlos durante la vida entera, como lo quiere Houssay. Educar, en el sentido platoniano, es materia para toda la existencia. Educar es inculcar postulados de justicia, disciplina mental, voluntad. Es fomentar la conducta moral, el espíritu de independencia, el respeto a las ideas ajenas, la dignidad del ser humano. Sólo así, con estas bases, se pueden formar hombres superiores de personalidad integral capaces de redimirnos. [..] Más sería un grave error suponer que esa tendencia espiritualista implica un menosprecio de la técnica y de las ciencias naturales. ¿Qué sería de la industria, base de la economía moderna, sin las matemáticas, la física y la química? y ¿qué sería del frágil cuerpo humano sin las ciencias médicas que la mitigan y le curan sus miserias? la técnica perfeccionada por una práctica metódica es impulso vital, y puede y debe servir a los hombres noble y desinteresadamente; derramar sus conocimientos entre quienes lo han menester y llevar sus rincones donde el infortunio se viste de harapos. Esta misión social le incumbe fundamentalmente a la universidad, porque su luz- tanto material como espiritual- debe beneficiar a todos los hombres, para fortalecer sus cuerpos y dignificar sus almas. Y para así, llevadas de la mano, las ciencias de la naturaleza y las del espíritu se puedan forjar, como la anhela Palacios “técnicos cada vez más sabios y cada vez más hombres”.

Así, nuestra universidad, la que anhelamos forjar, sabrá otorgarnos, por la bondad del trabajo honesto la grandeza material; y por la sabiduría y el amor; ¡la fraternidad de los hombres!

[1]   Diario de Centro América 16 de enero de 1950 y En Revista La Universidad Órgano de la Universidad autónoma de El Salvador 1949, San Salvador. Discurso en la inauguración de la Facultad de Humanidades.

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