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El retablillo de los sueños

Mauricio Vallejo Márquez

Escritor y coordinador suplemento Tres mil

 

La primera vez que vi una cabeza decapitada fue en la casa de mis abuelos. Jamás olvidaré la expresión trágica de los ojos azules de aquel individuo que lucía en letras de molde “Renato” en su sombrero negro. Su rostro tenía un signo de interjección en su boca pintada de payaso. Me impresionó muchísimo aquella figura entre el universo de muñecos y carros de plástico.

Me hice de valor y tras unos breves segundos que parecieron horas decidí tomar en mi mano aquella cabeza que hacía imaginar la más monstruosa escena, para interrogar de inmediato a los dueños de la casa.

Mi abuelo Mauro me miró con ternura y con una sonrisa profirió aquellas palabras que resonaron en mí: “Es la cabeza de un títere”.

¿Un títere? Poco comprendía de eso. La cabeza era tan real que me parecía la de una persona pequeña. Claro, era un pequeño que aún no iba al kínder y no tenía ni la menor idea de la anatomía humana. Yo asumía que el hule era la piel endurecida por la muerte (algo de idea de eso tenía por algún cuento) pero al saber la verdad la impresión me sedujo.

Antes de pasar a estudiar en algún centro, mi tía alba me llevó a una función de títeres en el extinto edificio del Externado de San José. Recuerdo el escenario con sus paredes de tela azul y negro. Ni idea de que dos individuos estaban dentro. La función comenzó y yo me sentía inquieto (algo normal en mí) y de pronto el títere puso su mirada en mí.

—Hey niño, vos sos Mauricio Vallejo.

Quedé mudo.

—Sí, tú papá te manda un mensaje. Dice que te quiere mucho y que te portés bien.

Mi sorpresa fue tan inmensa, que seguí todo el espectáculo en espera de que volviera a hablar. Quería que me dijera algo más, no sé. Al final del espectáculo fuimos con mi tía a saludar a los titiriteros que me brindaron una enorme sonrisa y me trataron muy bien, tanto que me sentí especial. Pero en ese momento no puse atención al conversar con ellos y no supe sus nombres.

Cuando la guerra había dejado las balas por la política en 1992, reconocí a Donald Paz (digo reconocí porque lo conocía en mis años de bebé), un gran amigo de mi papá que es actor y titiritero. Él me puso al tanto de un sinfín de historias de mi papá, como la vez que se tomaron un árbol que estaba frente a la facultad de medicina en la Universidad de El Salvador (UES) para exigir una serie de medidas fantásticas. Así supe que en aquellos años de amistad otro gigantesco titiritero era amigo de él: Roberto Franco, también conocido como Tapia y la Rana Aurora. Supe la historia de Franco y su cruel desaparición, como mi padre eran ambos víctimas de la desaparición forzada. Mi papá en julio de 1981, Franco en noviembre de1983. Fuimos a la casa de su viuda, Corina, quien nos presentó más fotografías del titiritero y su universo de ranas y personajes.

Aquel encuentro con Donald y Corina me impresionaron mucho, al punto que quise ser titiritero. Elaboré con tela y lana una serie de títeres, el primero fue una emulación de Donald, cabello y barba larga con una vestimenta gris. Los otros fueron perfeccionándose con esponja y otros materiales, experimenté mucho.

Tuve que ejercitarme para pasar más de media hora con el brazo en alto manejando al títere. Lo otro me salía natural, era como jugar. Lamentablemente, esa temporada pasó y el conjunto de títeres fueron víctimas de la incomprensión de su valor. Un día al llegar a la casa supe que los habían arrojado a la basura. Hasta la fecha no me recupero de la pérdida.

El sábado anterior me disponía a brindar el taller de literatura en la Galera cuando en la entrada me topé con un hombre simpático que ya peina varias canas. Luego con Donald, quien se encargó de presentarnos. El hombre en cuestión era Mariano Espinoza, del grupo Bululú.

Ese día me enteré de algo que quería saber desde que era un niño: ¿quién era el alma del títere que me habló? Aquel individuo que me dio aliento y me hizo creer en el fantástico mundo de los títeres y del arte.

—Sí, fui yo. Ese día actuamos con Dimas (Castellón).

El mundo de los títeres resulta el mejor lugar para encontrarse, para creer en uno mismo y en la imaginación. Los títeres nos demuestran que los juegos de niños pueden dilatarse hasta que la vida se difumine con el pasar de las décadas y siempre fascinarnos y  hacernos vivir los sueños.

Yo crecí soñando gracias a los títeres, y gracias a ellos me di cuenta que la mejor herencia que me legó mi padre fue una riqueza de amigos, personas con el alama gigantesca volviendo realidad los sueños y los sueños realidad.

Al final la vida es un retablillo de títeres, que así como el Retablillo de Don Cristóbal de Federico García Lorca nos enseña de escena en escena como se labra la vida.

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