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Deseo de guerra, deseo de paz

Luis Armando González

En distintos espacios de opinión –y de forma permanente en sitios virtuales— se escuchan voces que insisten en la tesis de que en El Salvador, generic en estos momentos, decease estamos en guerra. No es razonable –ni prudente— proclamar semejante tesis, remedy pero hay quienes están empeñados en defenderla a capa y espada. Pareciera que al difundir tal opinión pretenden dañar al gobierno, por aquello de que se lo quiere hacer responsable de todos los males –pasados, presentes y futuros— que afectan a la sociedad salvadoreña.

Pero –dejando de lado el tema de si, en caso de estar viviendo una guerra, el gobierno sería el responsable de ella— sobre lo que se tiene que meditar es precisamente si estamos en guerra o no. Y, definitivamente, no hay nada que permita afirmar que así sea, si se entiende bien lo que significa estar en guerra.

Por un lado, tiene que haber dos bandos no sólo definidos en conflicto, sino que abiertamente asumen su disposición de luchar por la derrota del otro. Por otro lado, hay un componente político que no se puede obviar, pues en una guerra –ya sea que se libre a nivel nacional (guerra civil) o a nivel internacional— siempre está en juego la disputa de recursos y espacios políticos.

Desde ese punto de vista, las actividades criminales y la respuesta del  Estado a las mismas no constituyen una guerra, aunque en ellas se utilice armamento  propio de una guerra y el impacto humano sea extraordinario, especialmente en pérdida de vidas humanas.

No es un Asunto de cantidad, sino de una diferencia cualitativa que impide confundir, con una guerra, prácticas criminales (y su impacto en la sociedad) y la lucha del Estado en contra del crimen.  En esta línea, frases como “guerra social” lejos de aclarar las cosas, terminan por confundir a los ciudadanos y ciudadanas, además de generar pánico colectivo.

Incluso calificar como una guerra una situación generada por el crimen  tiene consecuencias delicadas, que merecen ser tenidas en cuenta. Veamos las más importantes. En primer lugar, del lado de los criminales, les otorga una legitimidad de la que carecen por dedicarse al delito. Ser considerados criminales –que es lo que son— no sólo los pone el margen de la ley y de la sociedad, sino que los priva de cualquier justificación ética y política para hacer lo que hacen.

Al considerarlos un bando en guerra se les otorga un reconocimiento como interlocutores válidos, al tiempo que se da legitimidad a sus acciones: como son un bando en guerra, se debe considerar sus acciones criminales como actos de guerra, es decir, como actos ética y políticamente legítimos desde su propia visión grupal. Se trata de algo aberrante, obviamente. Pero es algo que se desprende de la insistencia en calificar como una guerra la situación actual del país.

Visto desde el gobierno, si la concepción de estar en guerra fuera aceptada, este tendría toda la legitimidad del mundo para emplear a fondo y en todas sus capacidades los recursos de guerra a su disposición. Y nadie en el país podría declararse al margen de esa guerra ni mucho menos de cuestionar las decisiones del Estado –representadas por el Ejecutivo en un escenario de guerra— para doblegar a sus enemigos. Porque una lógica de guerra es una lógica de “amigo-enemigo”, en la cual todo se subordina a la derrota de quienes se visualizan como el otro bando.

Hay que carecer de un mínimo sentido de racionalidad y de prudencia para desear (y clamar) por semejante escenario. Más aun, hay que trabajar arduamente porque tal situación nunca se dé en El Salvador. El “deseo de guerra” que manifiestan algunos sectores es sumamente preocupante.

Sin embargo, son más las voces y las cabezas que entienden bien el problema de criminalidad y de las posibilidades reales que tiene el Estado para hacerle frente de una manera integral. El Ejecutivo es quizás la instancia que mejor entiende el problema del crimen como lo que es. Y, de ahí, que esté trabajando por un conjunto de soluciones, entre las cuales la dimensión coercitiva va de la mano con programas de prevención que son, en definitiva, la clave para atacar la raíces sociales, económicas y culturales de la violencia social y criminal.

Al deseo de guerra, hay que oponer un deseo de paz. Un deseo de paz que se traduzca en esfuerzos concertadores y en opciones reales por la justicia, la igualdad y la inclusión.

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