Rafael Lara-Martínez
Tecnológico de Nuevo México
Desde
Comala siempre…
“Trópico”, Salarrué
Confiado en el renacer primaveral, el 3 de mayo de 1935, el abuelo de F. T. salió al centro de la ciudad a comprar óleos. Los necesitaba para pintar un cuadro que enviaría a un concurso artístico que organizaba el gobierno. Ante el influjo plástico de la revolución mexicana, los retratos de figuras insignes, las escenas bíblicas y los bodegones caían en desuso. Ya había terminado sus primeros lienzos regionalistas. Su casa se situaba en una alta colina en las contornos meridionales de la ciudad. La altura le concedía una vista inigualable desde la cual observaba el paso de los transeúntes que —a pie, en carreta o en escasos vehículos— circulaban incesantes por calles aún no pavimentadas. Sin cámara fotográfica que la reprodujera, de memoria había retratado la marcha pausada de una carreta cargada de mercancías. En su lentitud, sobrepasaba el caminar sosegado de unas vendedoras canasto a la cabeza, en perfecto equilibrio. Más convencional, esos canastos —coloreados en su tejido y repletos de frutas tropicales— los había revivido en una naturaleza fosilizada. Sus tonos en arco iris sustituían el clásico claroscuro que había aprendido de su origen mediterráneo. Le encantaba la ladera del frente, ya que su pendiente abrupta obligaba a avanzar a un paso tan sereno que él podía instalarse a media cima y elaborar un bosquejo del peatón que la ascendía, en su ruta hacia el mercado cercano. Empero, ese día resistió la tentación de retratar imágenes folclóricas, según lo reclamaban los modelos a imitar. Si le parecían innovadores, siempre conservaban un cariz decorativo y ornamental. Para ese día preciso, sólo se diseñaban las flores, las frutas y el tinte encendido del papel de china en sus adornos. El argumento común lo juzgaba trillado y anhelaba revertir la nueva tradición. Por un realismo tosco se pretendía calcar lo que se veía, al confundir el arte plástico con la fotografía. Jamás había observado un paisaje natural de esas provincias en las pirámides, en los murales, ni en la cerámica indígena. Acaso, más que pintar la mirada, se reproducían conceptos culturales del mundo. Uno de sus contemporáneos había afirmado que “lo nuestro llegaba por reflejo de Europa” y “lo autóctono a través de México”. Concentrado en esa idea fija, se asomó al cuartucho que le servía de estudio a su colega P. L. Abarrotado de óleos y acuarelas, su atención se detuvo en unos retratos que, casi en vitrina, atraían los comentarios de los curiosos. Si las señoras se sorprendían de su “verismo” —sonrojándose por “las chiches ubérrimas que colgaban de las lavanderas”— a los púberes” la visión desnuda les perturbaba la noche entera. Ante ese recuadro pensó que el asunto del óleo no agotaba el tema, ya que los espectadores reaccionaban de manera distinta según su madurez. El morbo adolescente lo superaba el asombro que provocaba el realismo atrevido en las señoras. En ambas reacciones, “el impresionismo criollo” no calcaba el entorno. En cambio, como la arquitectura, la jardinería y la urbanística lo sustituía en simulacro. Todos de campesinas morenas, los retratos las imitaba tan perfectamente que, con los años, no “se lograría distinguir la diferencia entre” su propia imagen y lo verdadero. Intuyó que por atractivo el torso desnudo se volvería emblema urbano de un grupo rural. Dudaba que las celebraciones indigenistas exaltaran esa desnudez originaria en sus actos de conmemoración nacionalistas. En esos eventos de gala, se imponían el recato y la gala en el vestir. El desplante del auditorio encuadraba de tal manera el escenario, que ambos se intercalaban hasta formar una unidad. Así sucedía en el cuartucho de P. L, donde los mirones delimitaban los retratos, sin un borde exterior. En cambio, en su estudio aislado y diminuto pululaban finos marcos. Con delicadeza, moldeaba metal y yeso, así como tallaba la madera. En su exceso ornamentado, esos materiales completaban los retratos sobrios que solía elaborar. La exposición pública del colega la suplían las orlas que deleitaban a sus clientes en lo privado. Regresó a casa sin una idea fija de su lienzo innovador. Hasta la madrugada siguiente intuyó el dilema del cuadro a diseñar. Al emerger los celajes del cerro de San Jacinto vislumbró la clave solitaria: la Nistamalera. No dibujaría lo obvio, el objeto del deseo que satisfacía al ojo masculino reinante. Ilustraría el recuadro que encerraba esa figura en su centro de atracción. Tal sería el reverso femenino en reflejo. Su imagen invertida en el espejo le recordaba la tortillera quien, cada mañana, los surtía de alimento a su familia y él. Por esos rumbos, la cultura imitaba la revolución de los astros. A la cocinera y Venus, una identidad cambiante las despojaba de su obligación de preparar comida, de la mañana a la noche. Así lo exponía su mote descriptivo. Si la estrella matutina no recibía el mismo nombre que la vespertina —especulaba— tampoco el acto humano que lo plagiaba merecía un título equivalente. La dualidad de Venus le ofrecía el modelo humano de la obra de arte. Había un nombre en el recuerdo; el otro en el olvido. La noche era al día como la visión equivalía a lo visto, en el espejo del río. Empero, la pareja no se observaba de frente. En un diálogo dispar, la mirada del uno decidía el único asunto de su interés. Sin objeción posible, advertía, del regente brotaba la tutela en una conversión dual, de género y etnia. Absorta en su labor doméstica, en la limpieza, a la mujer morena rara vez la espiaba su posible consorte, un varón semejante a sí. La máxima transgresión la revelaría el envés del lienzo. Del paño consagrado por el curioso que deambulaba en el centro y por el público atento al auge de un nuevo arte nacional. Insinuado entre matorrales, el óleo destacaba un hombre blanco quien se retorcía en el deseo de escudriñar el retrato vivo de P. L. a lo lejos. Por decreto del jurado, la obra fue censurada y destruida. Aislado en su osadía, el abuelo de F. T. quedó proscrito de toda exhibición pública. Hasta el presente, ningún museo expone su trabajo, en aplicación estricta de un antiguo mandamiento. Si el derecho define lo nuestro —escuchó rumores— sus múltiples antónimos manifiestan lo ajeno: ilegal, revés, siniestra, etc. En su eterna unidad de contrarios —Nextamallani – Xolotl— no existirá memoria que no invoque el olvido, ni objeto de la mirada que no convoque la visión. “Siempre habrá un nombre en el recuerdo” —se repetía— “y otro en el olvido”. “El mío en su doble”…
Ausencia de granizo
(Carta de F. T. a R. L. M.)
Como amigo íntimo, esperaba tu llegada un día soleado de mayo. Ese día preciso en el que los puntos cardinales se atavían de guirnaldas y frutos. Encadenan los colores del arco iris en semilla abierta de paterna. Los árboles florean racimos de júbilo en anticipo del primer chubasco. Su verdura resplandece gracias al rocío de la noche tibia. El calor provoca siempre nubes en ascenso desde el moho, raíz de la sombra, hacia el cielo raso y radiante. Las orquídeas enroscan el cántico sinfónico del agua. El agua se evapora en celajes hasta desvanecerse en el horizonte. Vuelven a caer entre las hojas tiernas que rehabilitan la certeza. Te esperaba ese día en el que se bifurcan las estaciones, ya que el sol cede su paso a la lluvia recia. Vendrías en llovizna fresca y tenue al techo de mi ilusión. Empero atardeció tu llegada y la ausencia precipitó un fino granizo que opacó la grama y su brote. Ya sin memoria al deshojarse en fragmentos de desgano. Sé que la mecánica jamás ha sido mi oficio, pues compensar lo irremediable se enlaza al asombro. En estos días, en estas noches cuando el granizo me desgaja el retoño. Los centzontles se guarecen del cielo nubloso. Los niños decoran el empalme de las temporadas, entre el mamey naranja y el amarillo de la papaya. Las nonualcas acuden al mercado revestidas de piñones, pacayas y el teclado del carao. El lago Ilopango —a lo lejos— les ofrece su pista a las aves migratorias. Errantes aterrizan entre carrizos y mojarras. Días y noches graniza en los cerros. Las nubes se deforman en los picachos ariscos. Las salas repletas de los hospitales. Blancas como la pulpa de guanaba. Las aulas encaladas también de izotes en flor. Los sembradíos de algodón hacia la costa. Y la flauta del pepeto clarea las canciones ajenas que emiten las radios en los buses. De nuevo, todo se reviste de manta en tejido limpio, cuya sonrisa resuena en azúcar refinada. Hacia el declive de la montaña. Amanecer y oscurecer entre el granizo de lo extraño. Sosegado al borde de una tumba rolo un puro que comparto con la neblina. Entre las coplas bulliciosas, cercanas del mercado. Los talleres ofrecen llantas y rines usados, recompuestos para el regateo. La misma blancura del cujunicuil se evapora de mi boca como mariposas albas al destello del transeúnte. Días y noches que graniza en esta fecha estancada del mes de mayo. Los bolos duermen su arrebato en el portal de los almacenes. A su lado yacen cántaros vacíos de chicha sin espuma. Agua que arde y les transparenta las entrañas. El cielo evacúa las estrellas. No enciende las luces que ocultan la noche. Fuera queda esa Luna en desafío de oblea brillante. Llueven granos de arroz que los niños recogen en bateas de loza. Nunca te dije que graniza tu ausencia. Las migajas recubren la superficie de las cosas. La ciudad la tiñen de nácar. En este laberinto ya no hay purgatorio ni limbo que nos salve. Los gatos tampoco maúllan al oscurecer; ni los gallos al alba. Sólo nuestros espectros, revestidos en manta, jeans desteñidos y sandalias, deambulan por las calles del centro. Sin designio alguno de lo perpetuo. Vuelve a llover tu huida. Y sin cese la fuga se vuelve granizo de marero. Lo tatúa en el alma violenta que a diario me persigue.
Abrazos,
F. T., Cuzcatlán

Diario Co Latino 134 años comprometido con usted
Debe estar conectado para enviar un comentario.