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DE AZTLÁN A CUZCATLÁN

Cuento de un encuentro

Rafael Lara-Martínez

Tecnológico de Nuevo México

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Desde Comala siempre…

26/IV

Quizás el sentimiento más desgarrante de la tarea de la escritura, resida en la duda acerca de su destinatario.  El interlocutor se ha vuelto, en efecto, un incógnito, una pura idea de con-tacto.  Más aún, a menudo se trata de un desconocido, en quien se cumple y se acaba la ilusión de co-municación, que anida, hondamente, al llevar a su término ese quehacer.  Pero, al fin y al cabo, ¿por qué se escriben o, más bien, se inscriben en el mundo huellas de nuestro transcurrir, sino para capturar y petrificar la vivencia efímera, instantánea, pero trascendente del sentimiento actual?  En eso, Rilke tenía absoluta razón.  Ante todo, se escribe parea uno mismo, por una especie de necesidad del ser, de desenvolverse, de expresar su intimidad, de volverla tangible, palpable, en fin, de materializarla.  Porque ahí radica la única verdad de la experiencia.  Allí culmina y cumple, a la postre, su destino.  Sin inscripción, sin escritura o materialización del Yo, el ser se diluye en un nirvana in temporal y vacío, en una nada infinita.

Todo esto para decirle en esta misiva, casi telegráfica, que sólo concibo dos tipos de silencio.  Ninguno de ellos me agrada; prefiero la palabra, el Verbo, ya que es ella la que crea que mundo.  El primero es el caos primigenio, el momento anterior al surgimiento de las cosas; el asegundo denota el; acabamiento.  Marca el fin, la muerte.  El primer tipo de silencio porta, al menos, la esperanza, aunque a veces sea lejana.  El segundo carga la desesperación, el fallecimiento irremediable.  Por ello, el uno desemboca siempre en la palabra, el otro sólo puede conducir a la prolongación intemporal de su propio silencio.  Nacimiento y muerte se oponen como Verbo y acallamiento.  No sé dónde me encuentre.  Desconozco mi paradero actual, pero me invade la certeza de pisar una tierra silenciosa y callada.  ¿Hasta cuándo brotará la Palabra?  Escriba o inscriba, un beso.

(En)cuent(r)o (mayo de 1990)

Siempre leía al caminar.  Era una costumbre que adoptara a temprana edad en el Colegio.  Desde entonces solía dar vueltas a lo largo de un pasadizo abierto hacia el patio.  Marchaba recto, sin tropezar, con una novela en la mano, mientras su mirada oscilaba entre el libro y el paisaje que se ofrecía al frente.  Siempre prefería un lugar despejado y descubierto para la lectura.

Un equilibrio y una destreza, adquiridos desde niño, le permitían incluso caminar con cierta agilidad y ligereza, al tiempo que su mente vagaba entre las letras.  Le encantaba ese vaivén, ya que en ese cambio de horizontes confundía las figuras, que a veces casi topaban con él, con los personajes de la ficción.  Más aún, llegaba al punto de ignorar si sus pasos lo conducían por las escenas de la novela, mientras su mente leía y descifraba el entorno, o bien si se trataba en realidad de la más prosaica y corriente delimitación de planos.

Sí, era esa especie de mezcla y trasposición de ambientes lo que más le fascinaba.  Esa suerte de aleación de la imagen, de la copia y de lo verídico, lo constituía en lo más profundo y verídico de su ser.  Asimismo se imaginaba que transcurría su vida, como una vacilación constante entre el sueño y la vigilia, entre su anhelo de quebranto y la vida rutinaria.

Por eso no le pareció en absoluto una casualidad cruzarse con ella ese día.  Iba simplemente prosiguiendo la costumbre de caminar leyendo al entregar un documento a la oficina.   Había perdido ya la esperanza de ver —durante los largos meses de un verano vacío— a quien amara tan enternecidamente.  Pero al doblar la esquina, su mirada astuta y advertida, la cual dirigía al frente para no tropezar torpemente, no podía engañarlo.  Era ella quien se aproximaba en sentido contrario al suyo, hasta alcanzar la misma puerta de entrada al edificio que albergaba las oficinas.

Sabía que ella llegaba diariamente.  Conocía sus horarios, su recorrido habitual.  Sin embargo, como le había prometido sino olvidarla, al menos no proseguir sus pasos ni asediarla, al principio titubeó.  Quiso retroceder y tomar otro camino, evadir todo contacto de ojos y todo cruce de palabras.  Pero algo lo retuvo, una inercia, una convicción de lo ineluctable y necesario le impidió dar marcha atrás.

Si nunca había creído en el encuentro fortuito, menos aún ahora que se hallaba persuadido de la existencia de una fuerza de atracción superior.  Sólo ella podía explicar su presencia inesperada.  Sí, juzgaba que la idea de azar era una pura invención descabellada, porque si dos seres se juntan y se unen, de manera casual, es porque hay en ese encuentro algo de deliberado y de previsto.

Obviamente, su pensamiento no rayaba en la ingenuidad.  Esa previsión no podía tratarse de la expresión consciente de sus propias voluntades, sino de algo más profundo y arraigado en sus deseos.  Pero ese algo no era propio a él, sino conjunto, puesto que de otra manera no habría encuentro alguno.  Si ella apareciera a su frente en ese instante, su propio anhelo la había hecho coincidir con él.  Sin admitirlo, ambos latían a la misma palpitación de afán, de búsqueda.

Por eso no retrocedió.  Se convenció a sí mismo en esa visión instantánea, pero deslumbrante, que se trataba de una verdadera cita.  No era un hallazgo furtivo, sino el descubrimiento conjunto.  Aunque fuera furtivo, prevalecía la intensidad de la atracción.  Sí, él lo sabía con mayor certeza ahora, porque había hecho lo posible por evitarla varias semanas.  Había aceptado con resignada nostalgia el quiebre definitivo y tajante, pese a la plenitud del sentimiento que lo embargara ese día.

Sí, le había prometido no buscarla más, no acechar en absoluto, ni siquiera pedirle una materialización simbólica del amor.  Nada.  Esa separación tan repentina e incisiva, la había asumido con la misma melancolía y pasión de ánimo que le otorgara, durante su adolescencia, la escucha de un bolero interpretado por el Trío Los Ases.  Cuando ella le tomara su mano, la besara tierna y dilatadamente, él observaba la transparencia de sus ojos.  Si figura iba desvaneciéndose, poco a poco, cual si estuviera conformada de un vapor húmedo y brilloso.  Una música lejana y triste cantaba: “nosotros que nos queremos tanto…debemos separarnos…no me preguntes más”.  No sin un sesgo cursi ahora.

Pero en ese instante, al encontrarla frente a frente. Luego de varias semanas de silencio y de separación, sabía o imaginaba quizás, que algo duradero permanecía en el trasfondo.  Como todos sus colegas la conocían y trabajaban con ella también, había de pretender que ese cruce casual no llevaría más contacto que el establecido por las reglas del espacio público y de la  cortesía.  La etiqueta y la distancia mediaron nada más en ese breve momento.  Pese a que él debiera esconderlos, el revuelo de su corazón y la exaltación de los sentimientos no dejaron de perturbarlo en seguida.

Le quedó ese sinsabor, ese gusto insípido de la cita que se resuelve en el mero contacto ordinario e inexpresivo.  Pero como una impresión de gozo y de alegría callada y oculta habitara en su intimidad, llegó a la conclusión que aquella emoción infantil de desdoblamiento lo seguía embargando, pese a los años.

Si siendo niño su vida transcurriera entre las escenas novelescas, la marcha y los encuentros rutinarios, el presente se le ofrecía como el cruce entre una aflicción discreta y silenciosa, pero definitiva y profunda en su ser propio, y el simple asentimiento del saludo acostumbrado y fácil.

Sólo esperó unos minutos más en el edificio para cumplir con legalidades y entrega de papeles legales.  Salió luego a diluirse en el paisaje de un verano maduro.  Pensaba como su reserva y su secreto, esa intimidad taciturna tan suya, contrastaba con el verde intenso de los árboles y con el azul penetrante de un día asoleado y sin nubes.

Era algo propio y distintivo que en ese momento lo hacía discrepar de su entorno entero.  Y la única manera que podía recuperarlo era afinando su sensibilidad artística, para lograr expresar, tal vez algún día, su amor inconfesado, esa novela de ficción que proyectaba y escudriñaba, a la vez, en ese panorama.

Caminaba y pensaba.  Leía, de reojo miraba el paisaje.  Ese encuentro era puro cuento, un hecho fingido, una pura apariencia.  Eso era lo único que sobrevivía luego de la bifurcación.  O, quizás fuese una fábula, un invento, el cual siempre precedía y fabricaba cualquier unión.  A saber.  Pero, al cruce de dos caminos, había siempre algo ilusivo que fundaba o resolvía el entredós.

Sin lograr resolver esa interrogante, por el momento no podía hacer sino que su pena se evaporase, bajo el sol incandescente y agobiante.  Nadie lo acompañaría durante ese largo deambular, salvo la figura de un recuerdo, de un amor perdido e imposible, pero cuyos ojos transparentes y, sobre todo, cuyos cabellos lacios y rubios, celebrarían cuales cuerdas de guitarra o de arpa, al entonar un  nuevo bolero, más dulce y acorde a su actual sentimiento de fuga.  “Vivir a tu lado, con el pensamiento fuera de lugar…sentirme angustiado, viendo que se pierda la felicidad…”.

De todas maneras, ya lo había perdido todo, pues era un apátrida y no tenía un lugar en el mundo al cual regresar.  Salvo —leía en el libro a mano— la esperanza era volver a ese cielo azul celeste, cuya intensidad sin nube le abría la puerta de su casa.

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Salarrué contra la Iglesia Católica en 1932 (VII Final)

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