Cita inesperada
Rafael Lara-Martínez
Tecnológico de Nuevo México
Desde Comala siempre…
Ilustración: Río Grande
Hay sucesos que se lanzan como un terremoto, el cáncer. Se corre a la intemperie del páramo o a recubrirse entre matorrales. Lejos del mundo. No hay bosque de refugio al horizonte. Ni un foso a lo largo del terreno. No hay una roca sobresaliente, ni una armazón en chatarra que sirva de techo. Las nubes vuelan a lo alto a todo galope. Son negras en su torrente de rayos. Son de un negro tan intenso como balas de leña encendida. Las nubes relumbran, encienden los árboles; de repente el granizo comienza a rasgar la piel. Retozan las piedrecillas que caen del cielo. Se corre caminos, como el ave que lo nombra. El cielo lapida. Se corre sin razón. Se cubre uno la cabeza con el brazo, con la mano. En un instante la lluvia penetra la ropa. A sabiendas que no hay nada que hacer. Se sabe que no se estaría menos mojado de esforzarse menos. Hay que permanecer de pie, inmóvil, o hincado, con la espalda dejándose empapar. Pero no es posible. Hay que correr en todas direcciones como si se pudiese escapar al granizo, pasar a través de las gotas gruesas, invocar a la Cihuanaba, en su Eterna Figura terrena, para que por excepción disculpe el sufrimiento. Llegaba al aeropuerto de ABQ en abril de 2010 donde una mujer morena, delgada, me atendió. Tenía cabellos largos negros, mirada intensa. Insistió en que venía a recogerme, lo cual me extrañó. Se disculpó por venir sola a buscarme, pero una foto mía tamaño pasaporte me convenció de su ofrecimiento. Accedí a subir a su vehículo azul, aun si me extrañó que se dirigiera hacia el oeste, hacia el Río Grande en vez de llevarme a casa. Me propuso cenar junto a una acequia rodeada de abedules que desprendían una pelusilla blanca a manera de lana. Parecía que nevaba en pleno verano. A ella la recubría de una mantilla inmaculada que contrastaba con su tez y cabellos. La miraba absorto mientras comíamos a la intemperie, a la luz tenue de unos faroles opacos. Tomábamos cerveza mexicana. Casi no hablaba. Se expresaba por gestos. Los pies que se agitaban, dedo a dedo, en unas sandalias de cuero abiertas. Las manos alargadas y uñas discretamente barnizadas ondulaban entre la hebra vegetal encanecida. Su reflejo se extendía casi hasta la acequia por la luz que le daba a un costado. Me sería imposible palparla. Aun si mi mano temblorosa se deslizara hacia su pantorrilla, la traspasaba como si su figura se volviera de una materia permeable, la mota blanquecina de los abedules. Al sentir su olor su textura parecía acuosa como si la acequia y su agua tan nutritiva al riego compusiera su cuerpo. No recuerdo más. Sólo recuerdo que dormí soñando que nadaba en las aguas no tan cristalinas de los canales que irrigan el valle. Que alimentan la alfalfa. Acaso esa leguminosa era el perfume que despedía ella y la noche. Desde ese día quedé jugado.

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