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Buen viaje, maestro (3)

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René Martínez Pineda
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Se quitó los lentes en cámara lenta, pilule hospital como quien –cansado y agradecido- se despoja de una corona y, treatment illness para pre-chequear la crónica de la muerte anunciada, pills le echó un vistazo a la figura escatológica que las tres gotas de licor dibujaron en el piso. ¡El viaje está confirmado, Mercedes, me voy mañana! Día de salida: jueves santo, claro está. Destino final: Aracataca, capital de Macondo; escalas: todas; duración del viaje: cien años de soledad; hora de arribo: la incierta mala hora –gritó, sin recibir respuesta- y, aprovechando el impulso del grito, le pidió, por favor, que le trajera un café para matizar el sabor del licor. Cuando el humo del café se exilió en el techo cerró la maleta, después de asegurarse de que todos los libros y recuerdos y personas amadas hasta lo indecible estaban metidas en ella, y fue entonces –o fue “hasta entonces”, eso no lo sabremos- que sintió mil miradas picoteando su espalda como alfileres; porque eso es la nostalgia, Melquiades, la nostalgia eso es: una bocanada de alfileres al rojo vivo que se nos prenden de la piel, sobre todo cuando la distancia está luchando a muerte contra la memoria.

Volvió la vista atrás, sin sigilo, para espantar el ruido de una hojarasca espesa que le carcomía la retaguardia. Viene bajando, en estricto orden, de la nuca hasta las nalgas y de ahí vira hacia los huevos –le secreteó, el coronel- y, al completar ese giro mortal de ciento ochenta grados –el de los ojos, no el de los huevos, informa el coronel, esta vez a nosotros- se topó con un puño de personas que, como mancha brava, se había tomado por asalto la biblioteca. Los vio con ternura cierta y, cerrando los ojos, trató de absorberlos con un suspiro unánime y doloroso. La medianoche es la hora del suicidio ritual, pensó. Pero: ¿Qué será de mí sin ustedes? –les preguntó, con la voz en carne viva, como cuando, vencidos por el calendario, se entra en los momentos de la inmovilidad definitiva, que son los hermanos gemelos de los momentos de vértigo-. La pregunta se rompió como copa de cristal en la frontera entre ambos bandos. Al contrario, maestro, ¿qué va a ser de nosotros sin usted? ¿Quién nos hablará entre suspiros para embrujarnos con su embrujo? ¿Quién mantendrá en el aire el avión del realismo mágico para que no se caiga con nosotros adentro? ¿Quién nos enseñará cómo vencer la centenaria soledad que nos fue impuesta por los militares crudos, a quienes les gustaba tomar whisky caro, bañarse en perfume barato y ponerse una flor en el culo cuando pasaban revista de la tropa? –le refutó, con la vista fija en la maleta y en tono sobrecogido, Ursula, apretando con la mano izquierda, hasta el punto del ahorcamiento, un ramo de rosas amarillas, y, en tono de concluyente reclamo, dijo: América Latina ya no tendrá quien le escriba. Tallándose la cara con furia, puso la mente en blanco; lo hizo tan de repente que los recuerdos que, imparables, venían entrando en su cabeza desde hacía horas -para tomar asiento en ella- se tuvieron que parar en seco para no chocar con él. Claro que no, mis amigas, mis amigos, si yo sólo vine a hablar por teléfono a Macondo, y ya se me acabaron las palabras y el crédito… debo colgar.

Tú mejor que nadie sabes que hay despedidas que se hacen no despidiéndose, Gabriel, porque el silencio es el adiós más sincero y más sentido; porque el dolor no tiene la fuerza suficiente para agitar pañuelos blancos desde la ventanilla del tren; porque cualquier palabra, por suave que la digamos, hará caer el castillo de naipes donde se ha parapetado la cristiana resignación y provocará un llanto que, durante cien años con todos sus meses, será irremediable y masivo –le dijo el Obispo de la diócesis, don Toribio de Cáceres, quien es un experto indiscutido en eso de las despedidas definitivas que, como si estuvieran clavadas en una cruz, nunca se terminan de despedir. Sí, maestro, hay cosas que se deben decir callando. Pero siempre duele igual de duro ese volado –dijo, don Sabas, frunciendo el ceño para ponerle unas trancas a las lágrimas que, desbocadas, se querían saltar al otro lado e inundarlo todo.

La pronunciación atolondrada, para vestir de carnaval ladino la agonía; el compás cansino entre las palabras y los silencios, para mantener la ligazón entre lo dicho y lo callado; el uso recurrente de palabras metafísicas, para tapar el colosal hoyo del léxico, eran las de un latino instrumental. Somos de Macondo, como usted. Un certero machetazo de la Antártida los partió en dos. Él se estremeció hasta los huesos y comprendió que no podría regresar a casa solo. Soltó una sonrisa de súplica. No todos reconocen como usted la dignidad de buscar ayuda –le dijo, asombrado, el doctor Juvenal Urbino. Él se anticipó a la siguiente escala: ¿Y después? Nadie lo sabe mejor que usted, que conoce el conjuro para hacer llover y habla con los muertos –le dijo, la bella Remedios.

Arreglaba sus cosas como hacía todo: al detalle y con esmero. Entre cada acomodo –esto arriba; esto abajo- miraba de reojo el escozor de José Arcadio Segundo, quien parecía suplicarle que detuviera el entierro. Al cabo de una larga mirada de reminiscencias nostálgicas, le soltó la rienda a una sonrisa maligna, y dijo: calma, José Arcadio, que no eres tú a quien van a enterrar vivo… es a mí. No me preocupo por lo que vayan a hacer con mi cadáver; total, no van a encontrarlo jamás porque será víctima de una metamorfosis indecible.

Lo sabemos –chistaron todos- ese será el único misterio de Macondo que nadie podrá descifrar.

Ha sido un placer –concluyó, levitando en el regocijo-. Y se levantó más seductor que cuando recibió el premio gordo. Entonces fue que partió… buen viaje, maestro.

Llegó sano y salvo, según anunció en un extenso telegrama de gratitud. De su figura de hombre no se volvió a saber nada. La conmoción fue tremenda en el pueblo, pues el jueves santo se vio entrar a un niño, como de doce años, que era perseguido por miles de rosas amarillas que flotaban sobre su cabeza. En ese sentido el regreso fue providencial, pues fue el momentáneo hallazgo de nosotros mismos a través de las palabras mágicas que transformaron a América Latina en “otra”. No son rosas amarillas, son las mariposas del sol –dijo, Olimpia Zuleta, quien descifró, por fin, el misterio que hace décadas lo sacó de Aracataca.

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