Por David Alfaro
26/11/2025
El fenómeno Bukele no se explica solo por la política, sino por el miedo. El Salvador venía de décadas de guerra, pobreza, abandono y pandillas. Una sociedad cansada de enterrar jóvenes estaba dispuesta a aferrarse a cualquiera que prometiera orden, aunque ese orden viniera con botas, armas y corrupción.
Bukele supo leer ese dolor. Ofreció una solución rápida: mano dura, capturas masivas y militares en las calles. Los homicidios bajaron, sí. Pero a cambio llegaron miles de detenciones arbitrarias, torturas, muertes en las cárceles, más de siete mil desaparecidos y un éxodo silencioso de medio millón de salvadoreños que huyeron del país.
La seguridad se volvió un relato. Y el miedo, una herramienta de control. Quien cuestiona es enemigo, Gorgojo, zurdo de mierda, traidor o pandillero. Así se construye el fanatismo: cuando la gente prefiere no ver lo que duele con tal de sentirse a salvo.
Bukele gobierna desde su imagen, desde las redes, desde la emoción. Él es el Estado. Las instituciones se subordinan, lideres comunitarios y la prensa se persiguen, la justicia se doblega. Su carisma lo vuelve intocable para muchos, aunque alrededor crezca la corrupción, se hunda la educación, colapse la salud y el campo siga olvidado.
Hoy El Salvador vive una ilusión de paz, comprada con saqueo, miedo, silencio y sangre. Una paz que oculta desapariciones, exilio, analfabetismo, hambre y pobreza. La gran pregunta no es si Bukele es popular. La pregunta es cuántas injusticias está dispuesta a perdonar una sociedad cuando el terror la ha cansado de pensar.
Porque la verdadera seguridad no se construye sobre cuerpos, ni sobre cárceles, ni sobre el exilio. Se construye con justicia. Y esa, hoy, sigue siendo la gran deuda.
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