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Malcom X: el ministro del poder negro (1)

René Martínez Pineda
Sociólogo, UES

El tiempo es un maquillista que confunde llamados y escenarios demasiadas veces, es una asistente tan anárquica como fascinante. Hace cincuenta y cinco años (1965), Malcolm X recibió veintiún impactos de bala, mortales casi todos, frente a unos cuatrocientos seguidores, y desde entonces está más vivo que nunca en el imaginario de los luchadores sociales… O debería estar más vivo. Ese día se quiso escribir el fin –por medios violentos y públicos- de uno de los más apasionados y valientes insurrectos urbanos de todos los tiempos, a tal punto que cuestionó, insultó y convulsionó una época signada por la discriminación y el temor colectivo a cambiar las cosas.

Malcolm X fue acribillado a balazos el 21 de febrero de 1965, y aunque él sabía que iba a morir de forma violenta y anónima –tal como monseñor Romero lo supo- siempre dijo estar preparado y nunca se dejó amilanar por las amenazas diarias que recibía: incendiaron su casa; recibía amenazas de muerte cotidianamente, de forma verbal y escrita; era perseguido y acosado en las calles, en los trenes y en los hoteles. En los momentos más feroces de la persecución, Malcom X afirmó: “si no estás preparado para morir por ella, saca la palabra libertad de tu vocabulario” y, además, reconoció que su lucha iba más allá del color de piel. Solo unas semanas después de romper con el líder de los Black Muslims (Elijah Muhammad), Malcolm X moderó un poco su discurso, pero no el talante de su lucha: radical y expansiva en función de la Nación del Islam. A partir de entonces vio la unión entre afroamericanos y blancos como una oportunidad para construir un frente amplio de derechos civiles, abandonando la idea de que esa integración era una traición moral a su gente, a quienes trató de convencer de que había “blancos sinceros” que podían hacer su parte en torno a los prejuicios existentes, entrando así en el tortuoso campo de las alianzas sociales heterogéneas.

El domingo 21 de febrero por la mañana, Malcolm X le habló por teléfono a su esposa, Betty Shabazz (educadora y defensora de los derechos civiles) y le pidió que lo acompañara, junto a sus cuatro hijas, al Audubon Ballroom, de Harlem, donde daría un discurso sobre la coyuntura. Quienes ingresaron a la sala para oír al “ministro del poder negro” no fueron registradas debido a que él dio indicaciones de no incomodar a la gente que lo seguía, aunque eso significara poner en peligro su vida. Las leyendas urbanas de ese día afirman que sus últimas palabras fueron: “¡Vamos a estar tranquilos, hermanos!”, dirigiéndose, particularmente, al asesino. La autopsia indica que murió por múltiples heridas en el corazón provocadas por perdigones de escopeta, pero todos sabemos que murió por exceso de dignidad, una dignidad que desafiaba flagrantemente al hombre blanco al negarse a ser un “negro de corral”, para decirlo en sus propias palabras.

Malcolm Little (apellido absurdo porque llegó a ser grande) nació en 1925 (año en el que, el 23 de marzo, el Estado de Tennessee prohíbe la enseñanza de la Teoría de la Evolución) y nació cerca del límite final de Tauro (19 de mayo) y, como si ese fuera un presagio pertinaz, tenía las características de todo buen Tauro (testarudo, confiable, devoto y sobreprotector) e hizo suyas las características de Géminis: pensamiento rápido y buen orador, combinatoria que resulta ser explosiva cuando anida en el cuerpo de un líder, si acaso creemos en eso del realismo mágico que es capaz de alinear a los planetas en el minuto que se le da la gana. Malcolm tenía la piel un poco más clara que sus hermanos y vecinos, condición que le hizo ganar ciertos favoritismos en la familia, y quizá fue eso el detonante de su fervor por los derechos civiles para todos por igual.

Malcolm Little –como casi todos los líderes de la historia- desempeñó muchos trabajos y cometió muchos más errores, que le brindaron distintas perspectivas de la vida, hasta antes de asumir el papel de líder a tiempo completo. Movido por la existencia de una discriminación legalizada, su deseo era estudiar derecho, pero un maestro le pidió que fuera realista y considerara, mejor, el oficio de carpintero.

Al final, Malcom X fue ambas cosas: autodidacta y erudito defensor de los derechos civiles; y hábil carpintero que hizo el orgulloso armario de la dignidad de su gente. Antes de todo eso tuvo que vivir en la calle la pesadilla de la discriminación: fue limpiabotas en los bares de Harlem y hasta contaba con orgullo -en los pocos momentos de ocio- que llegó a lustrar los zapatos del gran Duke Ellington, el famoso compositor y pianista del Cotton Club, el que como propina le daba un sonsonete nuevo ejecutado a la perfección. Como autocrítica, Malcom X decía que había tocado fondo en muchas ocasiones; decía que, como otros miles de negros, había estado en la parte más honda y más oscura del otro lado (el lado del infierno social), sobre todo cuando en un momento de locura -tan de la anomia y tan de la juventud- decidió alisarse el pelo usando un guisado hecho con papas, lejía y huevos que, como penitencia, quemaba el cuero cabelludo.

En ese sórdido infierno, en ese “otro lado” que todos los políticos deberían conocer antes de llegar a un cargo público, traficó con drogas, fumó marihuana hasta por las orejas, y cuando fue llamado a enrolarse en el ejército para combatir en la Segunda Guerra Mundial fingió padecer una enfermedad psiquiátrica. Fue parte de una banda que robaba casas a destajo y ya como líder social, con base en su experiencia al respecto, les aconsejaba a sus seguidores que, cuando salieran largo rato de sus casas, ahuyentaran a los ladrones dejando encendidas las luces del baño. Como casi todos los líderes trascendentales fue inquilino de la cárcel, sitio en el cual tenía el apodo de “Satanás” y en el que, empujado por uno de sus hermanos, se convirtió al islam, y como legado le dio a este un puño negro. En la cárcel –lugar de la rutina despiadada que se rompe con rutinas locas o creativas- perfeccionó su disciplina y la llevó al hermoso confín de la necedad, y mientras en América Latina sus primeros subversivos copiaban a mano y en secreto el Manifiesto del Partido Comunista, Malcom X transcribía un diccionario. Como orador incendiario e influyente, se forjó en los iracundos debates semanales que un grupo de raros académicos organizaba, alegando aquello de la reinserción social, en la colonia penitenciaria de Norfolk.

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