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Yo, el salvador

Carlos Valladares

En tiempos normales el hecho y la regla de derecho mantienen una relación más o menos tensa. La realidad, el discurrir de los hechos, es díscola y el derecho no consigue llevarla a sus cauces sin dificultades, sobre todo en sociedades refractarias a la observancia y al Gobierno de la ley. Que el derecho no es un fruto que cae maduro sobre nuestras manos, sino el producto de nuestra lucha permanente en los distintos órdenes de la vida, lo hizo ver Rudolf Ihering en un opúsculo escrito hace ya luengos años.

En tiempos extraordinarios, cuando lo conocido como normalidad es rebasado por lo desconocido y una situación de peligro e incertidumbre se abre paso con la fuerza de lo imprevisto, al ordenamiento jurídico se le presenta un desafío de carácter existencial. La ausencia de normalidad descubre la excepción, el revés de la regla, y justifica su vigencia.

Acaso el autor que más se ha adentrado en los vericuetos de la excepción es Carl Schmitt. En sus ensayos sobre la dictadura Schmitt considera el Estado de Excepción, el Estado de Emergencia y el Estado de Sitio, figuras previstas en las constituciones occidentales a lo largo de la historia, como residuos de la dictadura clásica o, como él la denomina, comisarial, cuyos orígenes se remontan al periodo republicano de la Antigua Roma.

Para Schmitt la dictadura es el ejercicio de un poder estatal libre de barreras legales con el fin de superar un estado de anormalidad, en el que resulta decisiva la idea de una situación que debe ser restablecida o producida por quien la ejerza. Al dictador en tiempos pretéritos se le comisionaba la tarea de superar en un plazo determinado el estado de anormalidad, de modo que en el fondo su actuación estaba impregnada de un aura providencial, pues se depositaba en él las esperanzas de reestablecer la normalidad perdida o de crear una nueva. No es extraño pues que Schmitt tenga en cuenta el parangón que autores conservadores como Donoso Cortés trazan entre la dictadura y el milagro, por el carácter providencial de la comisión dictatorial. De esta guisa el dictador era una suerte de salvador (en la Revolución francesa, nada menos, el soberano se denominó Comité de Salvación Pública).

La pandemia ha puesto en el mundo entero –salvo excepciones notables– la normalidad entre paréntesis y sacado de su madriguera a la excepción. Las singularidades de la enfermedad han obligado a interrumpir las formas cotidianas de convivencia y supuesto la necesidad de confinamientos en espacios privados y públicos controlados por las autoridades a fin de evitar el colapso de los sistemas sanitarios. En otras palabras, la afección producida por el nuevo coronavirus ha desembocado en la suspensión temporal de ciertos derechos fundamentales.

En nuestro ordenamiento constitucional la irrupción de un peligro que amenace la existencia colectiva abre las puertas al régimen de excepción. El dispositivo constitucional prescribe las condiciones de aplicación del régimen de excepción y delimita los derechos que pueden ser suspendidos, así como el procedimiento y las autoridades competentes para decretarlo. No obstante, a pesar de que el régimen de excepción se decretó hace unos meses y llegó a su término sin ser prorrogado, con el paso del tiempo se ha sancionado una farragosa cantidad de decretos ejecutivos que, sin tener las propiedades para limitar derechos fundamentales, entre ellos la libertad de circulación, de facto han constituido un régimen de excepción, contra el que las resoluciones del tribunal constitucional y la opinión pública resisten. En la medida en que la fuerza normativa de la Constitución remite, la fuerza normativa de lo fáctico se impone.

En esta coyuntura se juega una partida decisiva. Resulta meridianamente clara la puesta en marcha de una estrategia de asedio a la Constitución, maquinada por el grupo dirigente y sus ideólogos. El 9 de febrero no tuvo lugar un arrebato del jefe del Ejecutivo, sino un tanteo del terreno enemigo, una escaramuza. No cabe dudas de que el grupo dirigente, fundado en la popularidad de la figura presidencial, se dispone a echar por tierra las defensas constitucionales y así, sin obstáculos, constitucionalizar la nueva correlación de fuerzas. El punto muerto al que el anacronismo y descomposición moral del FMLN y ARENA nos ha llevado trajo como consecuencia la eclosión de una fuerza, cesarista y retrógrada, que está empeñada en constitucionalizar sus cotas de poder. La emergencia sanitaria es un suceso fortuito que no hará más que precipitar la crisis orgánica del sistema político.

Soberano es quien decide sobre el estado de excepción, según Schmitt. El maremágnum de decretos ejecutivos que de facto constituyen el régimen de excepción desvela las ínfulas soberanas del presidente y traza la línea entre quienes son para él sus amigos y enemigos. Acaso ni él ni sus adláteres sean schmittianos, pero actúan como unos avezados schmittianos.    

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