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El suéter negro (1)

René Martínez Pineda *

El frío repentino siempre invita a la intimidad sin sexo y a hacer cosas triviales como si fueran las más importantes del mundo, o a hacerlas para olvidar las cosas que sí son importantes, pero peligrosas para la vida, tal como la conocemos y la sufrimos, porque según los religiosos del diezmo, los políticos del alpiste y los de la selección mayor de fútbol, a este mundo hemos venido a sufrir, a sufrir, a sufrir. De modo que el frío nos empuja a ser domesticados por la tradición imperialista, nos amarra e inmoviliza al mismo tiempo que, en un acto de rebeldía, nos invita a compartir el cariño y la dulce querencia con los familiares putativos y los legítimos, no como el calor sofocante y pertinaz que es cuando somos mucho más mundanos, más médula espinal, más hipotálamo y más genuinos porque nos metemos en el mundo sin máscaras, ni ropas nimias, ni zapatos de amarrar, ni catálogos del buen vivir, ni prejuicios forzados por la fe cristiana; estamos piel contra piel luchando contra el mundo y nosotros ganamos el pleito ese.

Pero ahora, justo en la opaca antesala de la noche, ella lo espera ansiosa en la herrumbrosa pupusería de la niña Lilian para recordar los viejos tiempos de la Ofensiva “Hasta el Tope y Punto” -le dijo, en el e-mail agónico- con un café de olla bien caliente y unas pupusas revueltas cocinadas en comal de barro. Ya casi son las nueve y la criada se dispone a cerrar y es entonces que se da cuenta de que hace mucho frío, hay que buscar el suéter negro, la bufanda roja, todo lo que sirva para evitar que la piel se erice y ruborice y entumezca.

El verano es, visto como comportamiento climático, una alocada estira y encoge entre la piel y el suéter; entre irse enterrando e irse exhumando; entre ir a pecar bien con el diablo o ir a rezar mal con los santos de los primeros días. De forma involuntaria tararea “let it be” mientras busca inmediato consuelo en las delirantes llamas del comal que la llevarán al mundo irreal de su unicornio azul, y empieza a ponerse el suéter negro delante de los últimos dos comensales que se habían quedado discutiendo en voz alta, aunque en tono tan ameno como amable, sobre la coyuntura política del país, sobre el Golpe de Estado en labores de parto, pero no podían llegar a un acuerdo consensuado sobre las motivaciones más ocultas y sobre el castigo que habría que imponerle al último presidente de la derecha que, según una Fiscalía General de dudosa reputación y certera afiliación, se robó, sin cirugía ni salivita, muchas decenas de millones de dólares contantes y silentes: es una cortina de humo, una auténtica cortina de humo, no le harán nada a ese cabrón, concluyeron, a la carrera, más convencidos por el hermenéutico alegato final del frío, que por los argumentos jurídicos, sociológicos y amarillistas de los medios de comunicación social. ¿Cuánto le debemos, niña Lilian?

Ponerse el suéter resultó ser una tarea complicada por lo entumecido del cuerpo, las uñas trabadas en la lana negra, un brazo arriba de la cabeza –como imitando a una contorsionista de circo pobre- sin poder penetrar el largo túnel de la manga; lentamente la mano repta en busca del orificio de salida, primero un dedo, luego el otro, piensa, y como lamiendo las llamas del comal la mano hará inenarrables sombras rugosas: un sol, una gata, un jinete sin cabeza, una libélula, un pato, Donald Trump, una mano invisible que lo cubre y confisca todo, una luciérnaga sin serpientes y termina en forma de ojiva nuclear.

Con cólera se jala la mano derecha con la mano izquierda y maldice su torpeza ante tan simple acción motriz gruesa. Se pone a silbar otra vez, pero más fuerte, para ocultar su erudita torpeza, pero no lo logra, es evidente para todos que se ha quedado trabada a medio camino y ahora parece una estatua de obsidiana. En el estacionario crepúsculo rojizo que engulle la intimidad de la mesa, vista desde adentro del suéter negro, es un oxidado suicidio seguir silbando porque eso hace escasear, aún más, el aire que ha quedado acumulado dentro; y entonces ella empieza a sentir un sofoco creciente y agobiante que hace subir la temperatura de la cara y el cuello hasta el punto del deshielo sostenido, a pesar de que, según sus cálculos geométricos, ya debería tener de fuera toda la cabeza y los brazos a medio camino. Pero la realidad es otra, es una muy distinta, apenas asoma por el cuello del suéter negro la coronilla, y las manos han perdido el rumbo por completo, andan por otro suéter, por un suéter gris tal vez, por eso, por más que empuja el brazo, no sale nada por el puño. Manos y cabeza parecen deambular a lo loco por cartografías desconocidas e inéditas, donde lo ancho es angosto y viceversa.

Hasta entonces se da cuenta de que ha metido la cabeza en una manga, pero ya es tarde para frenar las risas e ironías políticas del público, como esa de que cuando se tiene mucho dinero la cárcel es custodiada por doctores y enfermeras y fiscales asexuados.

Ni modo, hay que reanudar todo el proceso desde el principio, volverse a quitar el suéter negro para ponérselo otra vez, y se está haciendo más tarde y él no llega, no obstante tener una reputación tiránica de puntualidad heredada de sus tiempos de comando urbano, lo cual la obliga a respirar más rápido y más profundamente y entonces el suéter negro se anega de sudor salivoso y la boca se le reseca como cuando estaba en medio de la cruenta balacera de noviembre. Tanto sudor y tanta saliva es más que seguro que destiñan el suéter negro y lo dejen gris como la nostalgia. Pero ya todo acabó, por fin, el cuerpo quedó libre y disfrutando del aire fresco de afuera. Hoy, por lo menos, ya hay un afuera, ya hay un aire libre y fresco que reclamar como propio, aunque la otra mano, la izquierda, siga apresada en la manga negra.

En medio de ese laberinto insondable, en medio de esa camisa de fuerza, ella piensa que podría ser cierta esa leyenda urbana de que su mano derecha es mucho más diestra y adaptable que la izquierda y se le hace un nudo en la garganta.

*René Martínez Pineda

Director de la Escuela de Ciencias Sociales

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