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Somos lo que hacemos por cambiar lo que éramos

René Martínez Pineda
(Sociólogo, UES y ULS)

Somos lo que somos y recordamos que antes éramos nadie… somos lo que somos porque el mundo, en un momento suicida, se desnudó frente a nosotros, prenda por prenda, para mostrarnos todas sus heridas abiertas y para que, en un lance deductivo, descubriéramos el arma y la mano del delito. Somos el pueblo de una hermosa nación que fue privatizada por los del ayer; somos unos individuos que hoy descubren su país bajo las ruinas dejadas por la costra indeleble de la sangre de la gran conspiración criminal; somos una patria en busca del patrimonio público que nos haga sentir ciudadanos del siglo XXI; somos, ni más ni menos, unos cuerpos-sentimientos que llevan por dentro al demonio de los cambios que sí cambian las cosas; somos nombres sólo con el apellido materno como signo de identidad eterna; somos números sin dígitos en el Banco porque el salario mínimo fue la política económica del pasado; somos la cultura de la no identidad cuando olvidamos dónde putas enterramos el ombligo antes de que dejara de latir besos de agradecimiento; somos diminutas biografías sin historias relevantes que contar porque fuimos reducidos a la triste condición de súbditos sin reino; somos lo poco y lo mucho que quedó después de la matanza entre pobres y las expropiaciones de lo público; somos el centavo que se cayó de las mil novecientas noventa y dos bolsas del botín del Estado.

Somos la metáfora de un pueblo trabajador al que pusieron a chiflar en la loma cuando lo metieron en una revolución sin cambios revolucionarios, y eso explica por qué nuestras manos tienen pelos y callos como prueba de que no queríamos morir de hastío. Somos el almacén de las ilusiones que fueron embodegadas para que llegaran a la fecha de caducidad; somos una fuerza de trabajo que fue descalificada -por omisión, por silencio o por complicidad- para que nutrieran el estómago de las maquilas textiles. Somos la ola de calor que encontró la salida de la morgue municipal; somos el primer silencio de los cien años de soledad; somos nuestro propio hermano y nuestro propio padre desde el día en que nos lanzaron fuera del país.

Somos, la agonía sietemesina que nació en plena calle y la esperanza mortinata que estaba condenada, de por vida, a no ver mejores amaneceres a pesar de los discursos que hablaban de gobernar con la gente. Somos la razón incuestionable del progreso económico que nunca rebalsó en nuestros bolsillos porque, haciendo la señal de la santa cruz, nos convencieron de que el dinero es maldito si está en manos de los pobres; somos la insurrección de las promesas electorales que se fueron en los camiones y buses de alquiler al nomás cerrar el centro de votación. Somos la sonrisa más bonita -a pesar de lo feo de la realidad- que deambulaba por la acera de la calle de la amargura a la espera del motivo adecuado; somos la fotografía, en blanco y negro, de un pasado con fúnebres fronteras que costó mucho que pasara. Somos la sangre que querían dar perdida en la historia no contada de sus venas; somos, de tan mundanos que somos, el “Mágico” González driblando las pesadillas de una gobernabilidad entre políticos corruptos a costa de la ingobernabilidad en el territorio cotidiano en el que habita el pueblo. Somos los que, intactos, sosteníamos ferozmente un pedazo de tela que, de tan románticos, llamábamos bandera, sólo porque sí; somos la fórmula secreta de la pócima mágica que cura todos males cuando se toma a tiempo y en la dosis adecuada. Somos el consejo de vida que nos heredaron nuestras abuelas cuando la noche fuera impenetrable. Somos la resurrección del monumento de El Salvador del Mundo que antes no salvaba a nadie porque lo habían secuestrado; somos el pueblo trabajador que dejaron sin vejez cuando privatizaron las pensiones.

Somos lo que queda de una nación que fue forjada con inconfesos concubinatos, pero eso que ha quedado alcanza y sobra para construir otro país muy diferente. Somos lo que estamos haciendo por cambiar lo que éramos mientras le damos el beso de buenas noches a nuestros hijos. Somos el sueño cercano del hermano lejano; somos el trago de chaparro con jocotes de corona que nos liberará de los parásitos y del mal de ojo. Somos la promesa de la nación que irá a la casa de empeño de la injusticia social a recuperar sus cositas. Somos los versos más tristes escritos esta noche que duró treinta años que pretenden recuperar la risa y el color en el rito ecuménico de escribir otra historia en la que Monseñor y Roque no sean asesinados. Somos el reloj de la vida cotidiana que no le teme a la calle porque sus agujas son de plata. Somos lo que somos y no lo que éramos, no tenemos otra alternativa. Somos, en definitiva, lo que hacemos por cambiar lo que antes éramos, porque somos la razón de ser de nuestros muertos.

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