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Sociología e imaginario colectivo (1)

René Martínez Pineda
Director Escuela de Ciencias Sociales, UES

Me parece esencial iniciar este debate desde el balcón principal del teatro político del último año en El Salvador, porque desde él es diáfana la perspectiva sociológica sobre el imaginario colectivo vindicado por su propio portador originario: el pueblo. Precisamente en los primeros 100 días del gobierno de Bukele lo que se esta disputando es la hegemonía sobre el imaginario del pueblo, y por el momento él está triunfando. Digo más: ese balcón brinda una perspectiva específicamente salvadoreña que tiene de académica y tiene de ideológico, y desde ese espacio analítico se vislumbra el que podría llegar a ser el nuevo territorio de la transición –territorio de la ensoñación de jade- si logra evadir las emboscadas de la corrupción y de las rutinas políticas, que en el límite del sarcasmo pueden hacer de un diputado “independiente”, un diputadito hipnotizado por el poder, como sus colegas. Si uso la metáfora del “territorio de jade” no es para deslindar un espacio geográfico-cultural, sino, más bien para darle concreción a la perspectiva sociológica como singularidad política, o sea como nueva forma de comportamiento colectivo que necesita contar con la recuperación de la memoria y con la simpatía del ejército. Por cierto, esa simpatía forma parte del “a,b,c” de las teorías revolucionarias, esa ha sido una de las principales enseñanzas de los movimientos libertarios desde Allende.

Proponer el imaginario colectivo como hecho sociológico es tratar de iluminar, con nuevas ilusiones, el laberinto académico de la sociología, por cuanto es un desafío a la epistemología burguesa debido a que le pone atención a: el papel social de las creencias electorales y religiosas como cultura política; la cabalística del salario mínimo en el mercado; los trucos para hacer desaparecer las boletas de empeño; las rutinas agónicas para restarle cincuenta minutos a cada hora de pobreza; la simbología heroica de los sueños en la cama-pesadilla del pueblo, o sea las “imaginaciones reales” y las “ensoñaciones tangibles” orgánicamente fundidas en el mundo sociocultural de cada grupo expresadas en la alineación de las diversas significaciones sociales, que los sujetos atribuyen a su actuar cotidiano en la cotidianidad. En ese sentido, las ilusiones con la utopía de una sociedad justa le pertenecen al imaginario del pueblo, es el pueblo defendiéndose con un ejército de sueños; es el pueblo luchando “panza arriba” contra ese perverso invento llamado destino de clase.

Así, la propuesta de volver sobre esas significaciones para decodificarlas en el entramado de la cotidianidad, es un viaje teórico-político que tiene como destino la producción de una sociología salvadoreña con vocación neo-revolucionaria que salga del pozo de las revoluciones sin cambios revolucionarios de las que habló Edelberto Torres Rivas, es decir: asumir de nuevo nuestro papel de constructores intelectuales de la historia. Y es que como plantea Marx en el “18 Brumario de Luis Bonaparte”: “los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio, bajo circunstancias elegidos por ellos mismos, sino bajo las circunstancias con que se encuentran directamente, que existen y les han sido legadas por el pasado”. Entonces la pregunta retórica es: ¿cuáles son las circunstancias políticas legadas por el bipartidismo y desde las cuales hay que reconstruir la lucha que sigue inconclusa? Hablo de un viaje que, por consecuencia, planea revalorizar el componente “sensitivo” adscrito a lo social en la línea de la propuesta de los “cuerpos-sentimientos” como un todo sociológico, un todo que ha sido despreciado por la rigidez o atrofia conceptual academicista que impregna a la sociología de estas últimas dos décadas, y ante ese desprecio la resistencia del pensamiento crítico es la única opción a la mano.

La resistencia sociológica desde la cotidianidad como mecanismo académico para retomar el papel de los imaginarios colectivos -como hecho sui generis- seguro va a  generar una contra-resistencia, que será muy provechosa porque fortalecerá a la primera. Es un hecho que el análisis sociológico desde los imaginarios colectivos es incómodo para quienes no quieren cambios reales; y es incómodo, además, porque no sucumbe ni se intimida ante las variables, funcionalistas y asexuadas, que niegan que el conocimiento de lo social solo puede ser posible a partir de lo social del conocimiento. La perspectiva sociológica desde los imaginarios es una forma específica de construir la comprensión de la lógica político-social y cultural desde la práctica misma de la vida en colectivo (una práctica amante del sentido común y de los refranes) en la que “lo imaginario” se convierte en algo objetivo, en tanto modifica realmente el comportamiento social e individual.

En lo cotidiano -que puede estudiarse en sus múltiples campos- es donde el imaginario colectivo cobra más relevancia y es decisivo en la formación de la cultura política, que generalmente no tiene compromisos partidarios eternos. Hablo de la cotidianidad del pueblo; la de los políticos; la de los grupos culturales elitistas y populares; la de los fieles feligreses de las redes sociales; la de los milenial generation que nos señalan otro camino, por citar algunos ejemplos. Claro esta que estudiar y comprender los imaginarios colectivos requiere de la densidad cualitativa. Y es que, en ese campo, debe realizarse un escrupuloso trabajo cualitativo que privilegie el uso de la observación participante para que la teoría pierda sus ínfulas academicistas y sirva de guía a la acción del pueblo en la que el estudioso es pueblo, y sobretodo se siente pueblo. La verdadera masa crítica de los imaginarios colectivos, si la podemos llamar así, esta construida con los ladrillos teóricos de las percepciones populares que son las que, al final, definen la combinatoria dialéctica, tanto del comportamiento social que defiende sus preferencias políticas en esta coyuntura, como de las categorías epistemológicas tales como “centralismo pedestre” (ejercicio y distribución instintiva del poder desde el pueblo mismo que no tiene por qué dar explicaciones de sus actos), y “comprensión” de la realidad desde los códigos de la pobreza y de la exclusión.

Entre líneas, y sin mayor esfuerzo intelectual, puede leerse que volver al estudio del imaginario colectivo es una recuperación de los preceptos clásicos de la teoría social revolucionaria (lo cual desarma a las izquierdas cooptadas, inertes o a la deriva), pues dicho imaginario sirve como decodificador estratégico de la gestión de la cotidianidad y de la dinámica de las nuevas opciones de la lógica política que busca su rumbo en un país que ha perdido al menos dos décadas de cambios revolucionarios. En otras palabras: tanto la sociología como la revolución social siguen en el purgatorio.

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