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¿Qué hacer con la democracia?

Iosu Perales

Convertida en valor universal en las últimas décadas, la democracia es frágil. En realidad se encuentra sometida a riesgos considerables que provienen sobre todo de su vida interna, de su estructura, de su funcionamiento. De este modo se nos presenta con una aparente fuerza exterior cuando en realidad su realidad es lánguida y sufre la distancia cada vez mayor entre los ideales que proclama y el modo en que se concreta. De hecho hay una tensión permanente entre dos conceptos: democracia delegativa versus democracia participativa.

Este debate, en nuestra vida cotidiana, clasifica de un lado a quienes deseamos participar en las tomas de decisiones de las instituciones y quienes afirman que son los cargos públicos elegidos en las urnas los que deben decidir, pues “para eso están”. En términos más teóricos, los primeros situamos el umbral mínimo de la democracia en continua evolución al compás de la sociedad y sus exigencias, abriendo espacios a la participación ciudadana, en tanto que los segundos conciben la democracia como estática y como método para elegir gobernantes. Los primeros partimos de la idea de que el demos procura la democratización permanente del espacio público, siendo un derecho aunque no un deber, mientras que para los segundos lo ideal es una ciudadanía apática que vota cada equis años y renuncia a participar entre elección y elección, y a la que se considera desinteresada y no capacitada para la actividad política. Su visión del cuerpo electoral es el de una masa sin preparación para tomar responsabilidades políticas, un gran rebaño que debe ser conducido y tutelado pues no tiene criterio propio debidamente formado.

La lógica de la democracia delegativa es minimalista y tiene como fondo la doctrina que reduce lo democrático a un simple método, para lo que le interesa lograr la obediencia de la ciudadanía a los poderes políticos. Si tras una elección los elegidos incumplen sus promesas o gobiernan mal, el elector puede castigarlos en las urnas votando por otra opción. En realidad es un enfoque con trampa, puesto que cuatro o cinco años de fraude democrático es más que grave y suficiente para deteriorar la vida de la ciudadanía y de las instituciones. De hecho, en la democracia delegativa el control ciudadano sobre los representantes, simplemente no existe. Los partidos políticos son dirigidos por élites que controlan sus mecanismos y tomas de decisión. En tanto que los grupos de interés, principalmente económicos, influyen eficazmente en las decisiones gubernamentales y aún de los partidos políticos. Se educa a la ciudadanía para que sea pasiva, timorata y disciplinada.

La democracia participativa es el reverso. Tiene como objetivos, entre otros: a) Promover las más amplia y directa participación de la población (particularmente de los sectores tradicionalmente excluidos) en la vida política: b) Crear ciudadanía, promoviendo una mayor conciencia política y el empoderamiento de los ciudadanos y de sus organizaciones representativas; c) Construir una nueva cultura democrática, en oposición a las culturas políticas de pasividad, de clientelismo y hegemonías autoritarias. Claro que la democracia participativa es molesta, pues supone fiscalización de los poderes públicos, hace más compleja la elaboración de decisiones, exige mayor conexión de los elegidos con los electores, alarga los tiempos de toma de decisiones…pero es el precio de una democracia saludable que realmente respeta el principio de la soberanía popular.

La institucionalización de mediaciones entre sociedad y política pasa por crear espacios que amplíen la participación ciudadana, en contra del fomento de la pasividad.  Más todavía en tiempos de crisis que son aprovechados por los ejecutivos para acumular poder en detrimento de la vida parlamentaria. En época de crisis los gobiernos dan mayor cuenta de su gestión a organismos y poderes externos, despreciando las consultas no ya sólo a la ciudadanía sino que también al propio parlamento. En realidad las democracias delegativas van de la mano de poderes ejecutivos fuertes y verticales.

El legislativo queda sometido a políticas de hecho con pocas oportunidades de revertirlas mientras no cambie la correlación de fuerzas.

Quienes defienden la democracia delegativa atacan con frecuencia a los mecanismos de participación ciudadana, mostrándola como antagónica con la democracia representativa. Nada más erróneo. En realidad se trata de una complementariedad. Es cierto que la democracia participativa no es un concepto muy preciso, pero contiene criterios poco discutibles: a) Un nuevo enfoque en la construcción social de nuevas modalidades democráticas superadoras de la arcaica democracia liberal y de los enfoques reduccionistas de la democracia que aún circulan; b) La toma de conciencia de la importancia de una ciudadanía ahora amenazada por una globalización que al debilitar el Estado y su soberanía rompe los vínculos de la comunidad política. Se trata del peligro de una ciudadanía des-territorializada, algo que daña de manera grave el ejercicio de los derechos civiles y políticos, así como alimenta la fragmentación social y el individualismo; c) La democracia participativa como factor de construcción de la comunidad local, nacional, en una época en la que el pensamiento único y una cultura de la uniformidad amenaza la pluralidad; d) El desarrollo humano sostenible encuentra en la democracia participativa grandes posibilidades de un desarrollo orientado a dar respuestas a las necesidades de las personas.

Por otra parte la democracia participativa no se limita al ámbito de las instituciones públicas sino que se extiende al campo de la sociedad civil y se orienta a fortalecer las capacidades auto-organizativas de la sociedad. El déficit de sociedad civil fuerte debe constituir uno de los puntos centrales de atención de los procesos de democratización. Las opciones que para resolver la anomalía de una democracia que alimenta nuevas y mayores demandas, deciden reducirla, han resultado ser erráticas. No hay mejor vía que la ampliación de la democracia a fin de consolidarla y hacer de ella un espacio de relación dialógica entre actores sociales y políticos. La gobernabilidad se erige entonces como un tráfico relacional entre las instituciones públicas y la sociedad civil; un tráfico que, lejos de interrumpirse debe mejorarse permanentemente. Esta conexión necesita a mi juicio de una opinión pública poderosa, crítica y responsable.

Dejar las decisiones importantes en manos exclusivas de los políticos es un riesgo demasiado grande y la democracia es todavía demasiado débil para semejante aventura. De ahí que la celebración de prácticas como el referéndum y otras de participación directa retratan la calidad de una democracia.

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