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«Pobrecita poeta que no era yo… Sin derecho de habla». Rafael Lara-Martínez

Rafael Lara-Martínez

 Professor Emeritus, New Mexico Tech

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Desde Comala siempre…

 

 

Cogí, ergo sum (ya que) el sexo (está) en el/(mi) alma

=

I fucked, therefore I am (since) sex (is) in my soul …

 

  1. Objetivo

 

El ensayo comenta los dos primeros capítulos —»Prólogo», «Álvaro y Arturo»— de la novela «Pobrecito poeta que era yo…» (1976) de Roque Dalton (1935-1975).  Se aplica un doble enfoque: género masculino sin voz de mujer y, en menor medida, indigenismo sin idiomas maternos desconocidos.  La omnipresencia del hombre la completa el «único» idioma nacional por ley.  Tal es el testimonio sobre una generación urbana, según la perspectiva del varón, estudiante universitario.  Desde la «Facultad de Derecho» testifica que su vocación por la justica la refuerza «tanto culito lindo que hay en primer año», cuyo «amor me cae…mal» años después.

 

Hasta 2014, el tabú de género acalla el testimonio de una «generación comprometida» y espontánea» en su relación de pareja.  Quizás sólo esa asociación literaria se dota del derecho de crítica literaria, al «enviar al infierno a todos los gerifaltes de las generaciones anteriores» por «dundos, lorocos terengos…tarailos, bembos», sin una historiografía literaria seria.  Los privilegios de la palabra autorizan que ciertos «poetas» insulten a sus predecesores, mientras las alabanzas actuales censuran la investigación documental: «las mierdas que escriben Hugo Lindo y Ricardo Trigueros de León en sus oficinas soleadas donde avituallan su rigurosa desvergüenza» (Roque Dalton G, «Cine.  A Mauricio de la Selva», «Vida Universitaria», noviembre-diciembre de 1962).  La profecía del «coronel» predice que la historiografía oficial y crítica personaliza la religiosidad cívica de un país en un poeta: Alfredo Espino (1900-1928), para él.  Es un «símbolo patrio» intachable (léase la obra de Francisco Andrés Escobar (1942-2010) quien santifica a Espino).

Según lo expresa «Los poetas (Novela) por Juan de la Lluvia» (1964), la «novela» aspira «ser una…crónica…sobre la conciencia de los intelectuales creadores salvadoreños de la «nueva generación»…nacidos alrededor de 1930» («Notas aclaratorias» luego borradas en la publicación oficial, así como difiere en el orden de los capítulos).  De proseguir la enseñanza de la versión inicial de la novela, la subjetividad testimonial masculina precede la percepción de «la realidad objetiva».

 

Múltiples voces denuncian la destrucción del patrimonio tangible «borrar el pasado», pero los archivo personales del autor son innecesarios para entender su legado.  Peor aún, sucede con los idiomas maternos —salvo el náhuat en revitalización— que carecen de archivos bibliotecarios y de cursos académico, hasta 2024.  Su legado ancestral «no es historia».

 

  1. Con-flicto de pareja

 

Luego de regresar rápido a casa, puesto que «mi mujer ya debe estar furiosa», el marido transcribe la voz de la esposa que resuena siempre en el eco del «hombre joven».  En antecedente, el comentario más obvio lo recibe «el culo de las pobres putas de la Avenida Independencia».  Esta lección elemental de género (genre/gender) —narrativa y masculinidad, calle a doble sentido, dicen— la demuestra el índice de la novela.  Sólo hay nombres de hombres, en rima, como si el tránsito dual fluyera hacia la vertiente única del poeta varón.  Aunque la mención de Eunice Odio (1919-1974) aparezca al inicio —junto a «Álvaro y José Tiquet»— ella sólo bebe «pulque» en el silencio.  «Chúpale pichón».  Tanto esa conversación inicial —como la comida de Álvaro y Arturo en «el restaurante»— la comparten varones.  A los temas políticos y literarios, casi siempre los preceden «los nombres comunes de mujer con embeleso».  Antes de entablar la discusión seria sobre la revolución futura, la conversación suele abordar las opiniones sobre «las hembras jugosas».

 

De transcribir la primera voz femenina explícita —la esposa de Arturo— ella declara cómo el anhelo viril de re-volución reproduce su significado original al proseguir el eterno retorno de lo mismo.  Se trata de la perenne división intelectual del trabajo que —por dictado «divino»— obliga a la mujer al servicio doméstico.  En cambio el hombre se ocupa de la esfera pública, sea en la discusión política en el «prólogo» o en el «derecho» que vuelca la «palabra legal» en hecho consumado por decreto (véanse: «declaramos la ley…; los declaro marido y mujer»…, donde el dicho jurídico se vuelve hecho social según el axioma «las palabras son mis damas y mis cholinas»).

 

«Alicia… antes de ir a la cama le dejaba lista la ropa para el día siguiente, la pluma fuente en su lugar», para promover el compromiso político y literario.  Asimismo, la mujer sólo puede dormirse «después de que me hayas alimentado como Dios manda» (en «Los poetas (capítulos)» (1964) «Dios» no «manda» la diferencia laboral de género: después de que me hayas alimentado convenientemente jugaremos de papá y mamá…»).  Obviamente, ella no vive «en el País de las Maravillas», ni Maravillolandia dictará una legislación igualitaria por venir.  La mujer le prepara la cena al marido para luego arreglarse a la tarea de satisfacerlo en la cama, previo al descanso.  Se refrenda que sólo una mujer asegura el «servicio familiar», el servicio doméstico.  La limpieza, la cocina, la ropa, etc. interrumpen las actividades profesionales del hombre.  Incapaz de prepararse la comida, el futuro abogado sufre «una jaqueca de altísima puta», «por culpa de su adorada mujer».

 

«Alicia» confiesa «impotente…te adoro», ya que la utopía feminista rebasa los ideales de todo compromiso.  Álvaro declara que «las muchachas se desparramaban…abriendo las piernas» para apoyar la poesía del futuro premio Nóbel.  La lectura evaluará el beneficio que la mujer obtiene al jactarse de que «me he acostado con los mejores intelectuales de América», incluidos Diego Rivera y Salarrué.  Eso lo declara un amante de «la vetanca» quien luego de «cuatro pijazos…arma…la casa de putas».  Sea coronel o escritor, el prestigio masculino le concede acompañarse de «la amante» que lo consienta sin cese.  Sólo otras mujeres reacias no se ofrecen «en bocado» fácil al primer macho depredador.  La entrada al alimento poético principal, al comensal masculino se lo ofrece la mujer.  Le prepara al alimento para la cena y de postre le ofrenda su propio cuerpo antes de dormir.  Hay un doble platillo nutritivo que la servidumbre femenina debe suministrarle al varón: la cena y el placer.  «La desenterró de entre las sábanas y la besó a la fuerza».  La ofrenda culinaria culmina en el acto sexual, en «la carne de mujer».  La única alternativa de «igualdad» consiste en abrir una «casa de putos» para que la mujer obtenga la misma satisfacción lasciva que su marido.

 

De no obtener una notable satisfacción sexual con su pareja, las celebraciones atenúan ese fracaso gracias a «las mamayitas…bastante buenas».  Siempre se brinda «por ellas.  Las hembras y las botellas» en «el tiangue» festivo del regateo.  Si alguna se resiste, «le cogés una chiche» sin que nadie lo note ni responda por el barullo.  «En estas fiestas de intelectuales todo el mundo se desnudaba y se hacían locuras…antes era así, pero como aburrimos…ahora se usa desnudarse después de la fiesta…en parejas…nomás».  Incluso la anfitriona de una fiesta —Cristina— incita a los hombres a la seducción de las muchachas que sin ese acecho atractivo se aburrirían sin nada que hacer.  Si la seducción fracasa —si «alguno de ustedes (no) amarra…hembras ricas»— la moral de la poética viril sugiere aplicar el onanismo.  «Roberto debe masturbarse mientras canta un verso del himno de San Ignacio», o bien otro escritor «se vuela la chaqueta»

 

Este testimonio matrimonial no es único.  El diálogo comunal masculino atestigua su normalidad, hasta respaldar la violencia doméstica en la costumbre.  Sea que la esposa amarre al hombre —al honrar el segundo sentido de su nombre, «atadura»: «necesita una mujer que lo ponga al hilo y le pegue y que luego le pase sus poemas y cosas a máquina»; sea que el marido la subyugue en el servicio doméstico: «pobrecitas las esposas de los hombres…a la pobre que se case conmigo va a ser necesario cambiarle el motor cada año».  Sea lo que fuere, el género plantea el com-bate frontal de la pareja.  La historia política describe la esfera pública como un conflicto armado, pero olvida la esfera privada que organiza su antecedente, otro conflicto desalmado.

 

La voz masculina define a la mujer quien carece de un amplio discurso poético.  En su oficio subalterno de «secretaria» de los (futuros) abogados —quienes dictan la ley— los jefes la describen de la siguiente manera.  «Eva, la secretaria morena…cogiéndose con el líquido corregidor…una rasgadura de la media…aquella pierna luminosa tocada para siempre por la gracia de Dios».  «Las nuevas empleadas.  Hay dos culoncingas…que dan entrada de puro jinetes…la Chelita…cobra…la Colocha…se hace la Greta por las confianzas que tiene con el doctor Arrieta (¿acoso del «mítico Director» a «la empleada»?, en 1964, «puro jinetas», la «negrita colocha» y el «Director de Prisiones» sin apellido).  Sin un diálogo recíproco, no existe la palabra de la mirada femenina en su réplica democrática.  La evaluación del varón impone un decreto jurídico único, la del «Yo, el Supremo» sin interlocutora a igual dimensión.  Él nombra las cosas y los hechos; la oyente debe aceptar esa designación única so pena del castigo.  Tal sería el legado de Arturo según la premisa de su «reportaje político» (véase: «Sábados de Diario Latino», 18 de abril de 1956, «Circulo Literario Universitario – 4»: veintiocho hombres y dos mujeres (Irma y Leticia Larios) confirman «la (des)igualdad» utópica).

 

A continuar…

 

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