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P. Rafael de Sivatte (1943-2025) In memoriam

Luis Armando González

uente de la imagen: https://www.catalunyareligio.cat/es/muere-jesuita-rafael-sivatte-referente-academico)

Recibí en México la triste noticia de la muerte del P. Rafael de Sivatte. No pude evitar pensar en que el mes de agosto no había sido un mes grato (sino más bien ingrato), pues a mediados del mismo había fallecido el papá de una persona que me es muy querida (cuyo nombre omito, porque sé cuánto valora la discreción) y ahora me las veía con la noticia de la partida de alguien a quien aprecié profundamente. Para colmo de las malas noticias, el esposo de una gran amiga –en cuya casa me hospedé en mi estancia en México— perdió a un amigo y colega de toda la vida justo un día antes de mi regreso a El Salvador (el 30 de agosto)1.

Enterarme de la muerte del P. Rafael Sivatte –mediante un mensaje que me envió por WhatsApp (el viernes 29 por la noche) mi amigo Víctor Hugo Granados— suscitó en mí un caudal de emociones, sentimientos y recuerdos. Y, en medio de ese caudal, destacó la convicción de que su fallecimiento representaba, para mí, el cierre de un ciclo existencial que se había iniciado justo cuando, en noviembre de 1989, fueron asesinados en el campus de la UCA mis maestros y referentes intelectuales y morales: Ignacio Ellacuría, Amando López, Segundo Montes, Juan Ramón Moreno e Ignacio Martín-Baró2.

El asesinato de los jesuitas supuso un alto inesperado en mi trayectoria personal y académica; la desesperanza y la incertidumbre se impusieron en mi vida –y, obviamente, no sólo en la mía— de forma brutal. A partir de aquel trágico 16 de noviembre se apoderó de mí la certidumbre de que las cosas, de entonces en adelante, no serían iguales a cómo habían sido desde que, en 1983, puse los pies en la universidad –la UCA— con la cual me identifiqué y a la cual decidí querer desde mis primeros días como estudiante universitario.

Era un sentimiento curioso el que me invadió aquel noviembre de 1989: a la certidumbre de que ya nada sería igual a como había sido se unía la incertidumbre de lo que sucedería con la UCA y con quienes trabajábamos en ella. Mantener viva a nuestra universidad, decir a los asesinos de los jesuitas que seguíamos de pie se impuso en mí y mis compañeros de la comunidad universitaria como un imperativo ineludible.

Pero –y creo que no era el único que me hacía esas preguntas— ¿cómo le haríamos para mantener viva a nuestra universidad si sus conductores académicos –que eran también referentes morales e intelectuales— no estaban con nosotros? ¿Teníamos la capacidad de realizar las tareas y asumir las responsabilidades que antes habían sido realizadas y asumidas por los jesuitas asesinados?  Ser consciente de la respuesta negativa a esa pregunta agudizaba la incertidumbre en aquellos momentos llenos de dolor.

Pues bien, el grupo de jesuitas que, desde distintos puntos del mundo, decidió ir a la UCA en los meses inmediatamente posteriores al asesinato de sus compañeros fue el remedio para la incertidumbre a la que acabo de hacer mención. Entre ellos, desde un primer momento, destacó –por su energía, don de gentes, claridad intelectual e identificación con la UCA histórica— el P. Rafael de Sivatte. Cómo no recordar sus idas y venidas en los preparativos de las primeras conmemoraciones del asesinato de los jesuitas –sobre todo la del primer aniversario—, cuando la UCA abría sus puertas a miles de salvadoreños que querían honrar –en los diferentes actos culturales y religiosos— a sus queridos padres jesuitas. La actitud del P. de Sivatte era la de quien se hace cargo del trabajo y resuelve todos los pormenores, sin dejar cabos sueltos.

Cuánto bien le hizo a la UCA –cuanto bien nos hizo a los miembros de la comunidad universitaria en ese entonces—el vigor, entrega y compromiso del P. de Sivatte en unos momentos tan duros. Desde entonces, se fraguó en mí un aprecio y un cariño inmensos hacia su persona, que se acrecentaron cuando me matriculé en la Maestría en Teología de la UCA –en 1991—y lo tuve como profesor de Introducción al Nuevo Testamento. Aunque al año siguiente dejé esa carrera –por tener que salir a mis estudios de postgrado en México—, cuando regresé a la UCA –y en los años siguientes hasta mi salida definitiva de la universidad en 2008— cultivé una relación de amistad sincera con el P. de Sivatte.

A lo largo de esos años –en los que no faltaron las pláticas cordiales sobre distintos temas personales y académicos— pude conocerlo mejor; supe de sus dotes intelectuales y de su pulcritud como profesor universitario. Fui testigo de su tremenda identificación con la UCA y de su empatía con los dos pilares de ella, y herederos indiscutibles del legado de los jesuitas asesinados, los padres Jon Sobrino y Rodolfo Cardenal3. Compartí sus preocupaciones por los derroteros de la universidad en el contexto de El Salvador que transitaba hacia una democracia enmarcada en un proyecto neoliberal que no resolvía ni atendía la pobreza y las exclusiones de la mayor parte de la población. Supe de su disciplina y de su dedicación diaria al quehacer de la UCA, desde el Centro Pastoral Mons. Romero. Pero, sobre todo, supe de su compromiso ético y humanizador.

En mis últimos días como académico de la UCA, pasé a su despacho a despedirme de él. Su sorpresa e incredulidad fueron mayúsculas cuando le comuniqué que dejaba la UCA. Entre las cosas que me dijo, recuerdo una con claridad meridiana. “Algo que voy a extrañar cuando ya no estés en la UCA” –me dijo— “es la luz de tu ventana, pues cuando la apagas en la noche [algo que yo hacía regularmente a las 9 de la noche] es señal de que yo también debo irme”.  Y es que la ventana de mi oficina en el ex CIDAI y la suya –en la segunda planta del Centro Mons. Romero— casi quedaban de frente una a la otra, sólo divididas por la calle pavimentada que atraviesa a la UCA desde su portón sur hasta su entrada peatonal.

Ahora me despido nuevamente de él; lo hago con tristeza, pero también con agradecimiento. El P. de Sivatte me hizo entrega gratuita de su bondad y por mi parte no puedo menos que honrar su memoria con estas líneas que son mi manera de agradecerle por ello. Irradió y contagio bondad entre quienes tuvimos el privilegio de tratarlo; una bondad, por cierto, que no opacó su enorme valía intelectual y académica, sino que por el contrario la tiñó de una modestia y una ausencia de petulancia que sólo es propia de personas con una talla moral extraordinaria.

Conversando en México con mi amiga, cuando recién su esposo se enteraba de la muerte de su amigo y colega, ambos concluíamos que lo único que debería preocuparnos de nuestra muerte es cómo seremos recordados por quienes nos sobreviven. Y no porque, ya muertos, nos demos cuenta de lo que piensan de nosotros los demás, sino porque quizás ello sea un acicate, cuando estamos vivos, para no ser malas personas.  El recuerdo que queda en mí, y en muchos otros, del P. Rafael de Sivatte es que fue un hombre de bien, que fue una buena persona, noble y tierna.  Que descanse en paz mi querido Rafa.

San Salvador, 4 de septiembre de 2025

1.Esta gran amiga también valora la discreción, pero de ella si dejo constancia de su nombre: María Magdalena Sarraute.

2.  También murieron asesinados el P. Joaquín López y López –quien ya no trabajaba en la UCA— y Elba y Celina Maricet Ramos, colaboradoras (madre e hija, respectivamente) de los jesuitas.

3.Espero que el P. Cardenal, si lee estas líneas, esta vez acepte mi reconocimiento hacia él. En ocasiones previas no ha estado conforme con que yo diga tal cosa, pero a estas alturas –con las experiencias y años que ambos cargamos encima (él un poco más que yo) pienso que no le queda más remedio que aceptar mi opinión.

 

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