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Mafalda: la niña triste más hermosa del mundo (1)

René Martínez Pineda
Sociólogo, UES

Digo Mafalda, y la piel se me enchina, la nostalgia toma por asalto el territorio de la memoria labrada por mis hijos y la muerte se convierte en un espanto sin alma. Digo Mafalda, y como por arte de magia estoy en El Gato Negro, de la Avenida Corrientes, en Buenos Aires, degustando una medialuna con café y agua mineral y esperando la llegada del Quino furtivo. No puedo definir con palabras lo que Quino significó para la formación de la conciencia de una generación que creció amando a los Beatles tanto como a Silvio Rodríguez; una generación que luchó por el amor y paz y tuvo el valor de hacer la guerra desde el día en que Mafalda preguntó: “¿por dónde hay que empezar a empujar este país para llevarlo adelante?”; una generación-escándalo que halló la clave de la lucha revolucionaria en los personajes del dibujante más entrañable del siglo XX, ese siglo de luchas utopistas que salió de la cabeza ingenua de Felipe y de las entrañas radicales de Libertad para hacerle compañía a Mafalda en su lucha a muerte contra la sopa. A lo sumo, puedo definir a Quino trazando líneas con un lápiz y perfeccionando con ellas, una y otra vez, un dibujo irrealmente hermoso y lúcido en sí mismo, cuyo resultado siempre será el mismo: Mafalda, porque el lápiz, como los niños, nunca miente.

Si Mafalda es -por méritos propios- el dibujo fiel de la conciencia social, entonces Quino es la partera creativa de la historia de las víctimas de los Manolitos dispersos por el mundo; la partera que soñaba con cambiar el mundo con cada línea de vida, porque “resulta que, si uno no se apura a cambiar el mundo, después es el mundo el que lo cambia a uno”.

Joaquín Salvador Lavado Tejón “Quino” el artista que pudo dibujar el espíritu del Dios de los pobres que se disfrazan de escritores; Quino, el dibujante argentino que hizo que las caricaturas formaran el movimiento social y político más grande del planeta sin salirse del borde sagrado de su historieta, la cual ha sido un factor de transformación social mucho más importante que los libros de historia; Quino, padre e hijo de: Mafalda, Felipe, Susanita, Miguelito, Libertad, Manolito, Guille y otros personajes fascinantes… padre e hijo de ellos al mismo tiempo, porque Quino los inventó y ellos le devolvieron el favor inventándolo a él, justo el día que Felipe le preguntó a Mafalda: ¿dónde nació tu papá? y ella respondió: “él me dijo que de chico no conoció la televisión, ni los satélites artificiales…”; Quino, el dibujante que descubrió el fuego en los ojos de una niña que fue el símbolo de la izquierda que no era un patético apéndice de la derecha, condición esa que hizo que Mafalda le explicara a Felipe la esencia de los derechos humanos de esta forma: “pues sí, cuando Esopo escribió la declaración de los derechos humanos”.

Quino fue un representante exquisito de los signos zodiacales de agua, pues fue un cáncer puro a lo largo y ancho de su intelecto que caminó por el mundo para conquistarlo sin dejar de ser un hombre retraído y, al mismo tiempo, tan deslumbrante y subversivamente atractivo que terminaría siendo admirado por los demás, incluido el policía de San Telmo que siempre estaba listo para usar “el palito de abollar ideologías” porque aún no se había globalizado el uso de la corrupción como “capucha para torturar utopías” en las bodegas clandestinas del almacén de don Manolo.    

A cincuenta y seis años de crear a Mafalda, y haber sido creado por ella el 29 de septiembre de 1964, Quino sigue siendo el ícono auténtico de la cultura argentina que se rebela. A lo largo de casi seis décadas hemos vivido leyendo y releyendo a Mafalda, sobre cuando la conciencia social flaquea tanto que nos hace ser indecisos como el mar, ese mar que ella definió en una frase cuando Alberto, su papá, le preguntó: “¿y Mafalda? ¿qué te parece el mar?” Y ella respondió: “hasta ahora, un indeciso”.

Quino tuvo un origen mítico ya que sus padres eran oriundos de Fuenguirola, una ciudad portuaria fundada por los fenicios de la mano del buen vino y de las charlas amenas con sarcasmos fuera de este mundo, como el que soltó Manolito cuando la maestra le preguntó: “Veamos, Manolito, ¿qué es lo que no has entendido?” Y Manolito responde: “desde marzo hasta ahora, ¡Nada!”. Quino empezó hace más de medio siglo con un dibujo que era tan pulcro que no parecía destinado a tomarse el púlpito de la política, pero entonces pasó la vida por Buenos Aires y obligó a Mafalda a salir a la calle a ensuciarse de sociedad y hacerle la guerra a la injusticia parapetada en los kioskos de revistas, en uno de los cuales un día dijo: “curioso, uno cierra los ojos y el mundo desaparece”. Porque en las calles de Buenos Aires, como en las de San Salvador y La Habana antes de Fidel, en las revistas y periódicos eso hacía el mundo: desaparecer del imaginario de las personas que habían cerrado los ojos para no saber que estaban en desgracia o para no ver a los que estaban más jodidos. “Habría que dar techo, trabajo, protección y bienestar a los pobres”, dijo, Mafalda, y Susanita respondió: “¿para qué tanto? Bastaría con esconderlos”. Esa breve charla definió de principio a fin la triste realidad de los países latinoamericanos que tenían las venas abiertas y los ojos cerrados, a los cuales Mafalda, la pregonera de las ideas de Quino, definió como “países amateurs” para evadir el dolor de llamarlos “países subdesarrollados”.

Empujado por esa cruenta calamidad ideológica y mutismo inocuo que frenaba todo tipo de transformación social significativa, el joven mendocino de sonrisa leve e ideas pesadas decidió hacer del mundo de las tiras cómicas el otro frente de las luchas libertarias, un frente suicidamente sarcástico: “Eso que a usted no le sirve EMAÚS lo necesita!… Llámenos a 00-4849 y se lo agradeceremos”. Escuchó, Mafalda, por la radio y, arrepintiéndose de hacer la llamada, pensó: “No, no creo que EMAÚS necesite dirigentes políticos”. Fue entonces que Mafalda se convirtió en el referente moral de la izquierda y Quino en la fuente inagotable de conciencia crítica de los críticos que brotaba de un lápiz amenazando la hipocresía y obscena apatía de las llamadas clases medias que vivían “el mundo feliz” en la sórdida tranquilidad hegemónica de los años 60 que parieron, por cesárea, la tétrica Alianza para el Progreso, impusieron “gobiernos-caramelo” e inauguraron la Torre Brunetta, en Buenos Aires, como monumento de más de cien metros de alto a una modernidad que no era vivida por la mayoría de la gente. “¿Gobiernos-caramelo? ¿y qué demonios es un gobierno-caramelo?” le pregunta a Mafalda, y ella responde: “¿a vos cuánto te dura un caramelo, Miguelito?”. Y entonces Quino se levanta como alternativa de otro discurso desde el lado opuesto del costumbrismo caudaloso de humor bonaerense; se convierte en la posibilidad de lo imposible.

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