Los ojos de Tijax

LOS OJOS DE TIJAX

Por: Julio E. Zepeda / Kike Zepeda

Poeta y antropólogo salvadoreño

 

I

Todavía recuerdo cada instante de la mañana en la que mamá se fue. Hacía un tremendo frío en la casa cuando me despedí y la vi tomar ese carro. Nunca pensé que no estaríamos juntos, más de una semana cada año.

Con mi vacío en el estómago, quedo paralizado hasta que llega abuela y me jala del brazo para que corra al baño. Se hace tarde m’ijo. Y así comienza la carrera interminable.

Camino a la escuela el vacío vuelve a mi estómago. Unas lágrimas recorren mis mejillas. Ella se fue porque no había dinero, dijo; no había dinero, pero yo sí estaba aquí.

Entretanto, doña Julia se dirige al autobús, su maleta pesa más a cada paso, del equipaje brotan raíces que no permiten avanzar. Su mirada también se nubla, pero su sentimiento de desesperanza cristaliza las otras emociones y les da muerte apenas tratan de surgir.

Al salir de la escuela, no me percato de un hoyo y caigo de rodillas, me despedacé la piel y sangré lo suficiente como para no volver a usar ese pantalón del uniforme. Al verme llegar sangrando, mi abuela se apresura a recibirme, me sienta en la silla frente al altar de la virgen, prende una velita y me trae un vaso de agua. Ahora que se fue tu mamá, parece que se te salió el alma del cuerpo muchacho, vamos a encomendarte a la virgencita, a ver ¡si te componés! Observo el llanto de la madre de Dios, seguramente llora por mí…

A la mañana siguiente, en el momento que abro los ojos, el frío de la casa me entra de nuevo por el cuerpo.

Abuela me llama a desayunar y mis pies la siguen por su propia voluntad, sonrío al ver que el desayuno son chochitos. Con el tiempo las cosas empiezan a perder color, no te preocupes que ya luego no va a doler. La gente cree que el tiempo cura, yo creo más bien que el tiempo nos distancia, por eso el recuerdo va perdiendo color y ya luego ni lo distinguimos. Esa fue la última vez, que ella se refirió al tema, no sé si por consideración a mí, o por el frío de su voz, esa era su fórmula para destejerse los recuerdos.

María, mi abuela, era una mujer fuerte y enérgica, a pesar de su edad, a sus setenta y dos años se levanta temprano a lavar y cocinar, y a limpiar por supuesto, para ella siempre había algo que sacudir o acomodar, así le enseñó su mamá, la casa es el reflejo de la mujer.

Se casó desde los quince años y mi abuelo murió durante las masacres, por intentar salvar a sus padres que conservaban su humilde rancho allá en Rabinal. Cuando habla de él, sus ojos se humedecen y maldice al gobierno y a los militares, si está en el patio escupe el suelo con tanta rabia que ni siquiera puede uno sostenerle la mirada. Se le escapa la desolación.

Con veinticuatro años y seis niños por criar, María instaló un puesto de tortillas y carnitas en la esquina de la casa, casa en la que todavía vivimos.

Ahí pasó cada día, alimentando a los pasantes, con la comida más sabrosa de esas calles, según recuerdan los vecinos. Al lado de la venta, unas mantas extendidas, carritos y muñecas, fueron el escenario de miles de horas de juego para mis tíos y mi madre, la única mujer entre los hermanos.

Cuando llegó el primer dinero que enviaba mi mamá, mi abuela tomó una parte para entregármelo, yo no la acepté, no podía; por esos billetes está lejos hace medio año; me salí de la casa a caminar. Me encontré a mis cuates, Ramón y Carlos, que estaban pintando unas paredes y pasé la tarde allí. Desde ese día cada vez que sentía que me asfixiaba, corría a mis paredes, ellas tienen la tinta de mis puños y de mis sprays.

Él día que empecé a retratar el rostro de mi madre, lo tapé y lo rehíce una y otra vez, no recordaba bien el contorno de sus ojos y pensé: hace tanto tiempo ya que deben tener otra forma.

 

II

Cuando dejé el colegio y empecé a ayudarle a mi tío en el mercado, conocí muchos señores y señoras que cuentan, a modo de secreto, cómo eran las cosas antes y las cosas que pasaron, pero de las que no se puede hablar, porque en cualquier momento puede volver a ocurrir algo igual.

Don Benito, es uno de esos dones que frecuenta nuestro puesto de comida, me saluda con su: m’ijito cómo me lo tiene Dios. Yo sonrío y le digo: don Benito, aquí con mucha energía ¿y a usted? Con mucha poca energía, y suelta sus carcajadas, en medio del marcaje pintoresco de las arrugas en su rostro.

Me gustan las historias de su infancia, de los cafetales donde creció, del capataz que era tan malhumorado, que hablaba poco, porque la boca no aguantaba el peso de sus groserías. De las noches cuando pasaba en el fuego con su madre, que le hablaba de los naguales y los mensajes que cada día traían, para que las personas pudieran tener lo bueno en la vida.

Bendito Tijax, decía Benito. Con ese cuchillo de obsidiana, he tomado las decisiones más difíciles de mi vida. En el momento que pronunciaba esas palabras, podía jurar que se escuchaba un eco en el lugar y me daba un poco de escalofrío. Pasé semanas sin atreverme a preguntarle, qué significaba eso que decía, hasta que una tarde no soporté más la intriga, a hoy no sé si arrepentirme de haberlo hecho.

 

III

Todavía puedo sentir el frío de esa noche, no había una sola parte de mi espalda que guardara algún rastro de calor. Benito suspira fuertemente, fija su mirada en la nada e impávido pronuncia las siguientes palabras: esa mañana mi madre se levantó a prepararnos el café y las tortillas, como de costumbre, y nos dio la bendición antes de irnos para el cafetal, no sé por qué cuando salí, me detuve a mirarla de nuevo, ella me sonrió y le dije: «mamá qué nagual es hoy; hoy es Tijax, deja atrás lo que necesites, esa patrona tan sabia…»

Después de eso los recuerdos son confusos, nos sacaron a balazos del cafetal, agruparon a la gente y los mataron uno a uno, se oían los gritos de las mujeres, el llanto de los niños y se sentía la impotencia apoderándose de los hombres; quienes intentaron enfrentar, terminaron siendo torturados por los vestigios que les quedaban de valor.

Yo era un joven con apenas doce años, me juntaron con los otros patojos y mientras venía nuestro asesino logré salir corriendo al monte. Cuando atravesé el salón, ahí la vi, arrodillada junto a otras doñas de la comunidad, mientras esperaban la bala en su frente. Se habían desconectado de este plano, rezaban entre murmullos, sus plegarias al Corazón del cielo y al Corazón de la tierra; pero ella abrió los ojos, para darme una última mirada y asentó con su cabeza, como liberándome de la culpa de no correr hacia ella y abrazarla para partir juntos. Cerró de nuevo sus ojos y continúo con sus rezos.

Pasé en el monte por muchos días, hasta que llegué a un pueblo cercano donde encontré refugio.

Hace una pausa, suspira y continúa: por suertes o maldiciones de la vida terminé de militar varios años, y las voces de aquellos jóvenes que suplicaron por su vida, me acompañan cada noche. Y siguió: yo no tenía opción, eran ellos o yo, pero si me preguntas a hoy, hubiera dejado el pellejo ahí, con mucho gusto, después de dispararles e irlos a tirar al río más cercano.

Una de esas noches, estacioné cerca de mi casa y una anciana que estaba sentada en la alcantarilla me gritó: recuerda que el cuchillo de Tijax corta a dos filos, para adentro y para afuera. Un escalofrío me recorrió las vértebras. Con eso creo que te respondí, supongo que ya no quieres escuchar más.

Ese fue el último día que don Benito llegó a visitarnos, dicen que amaneció muerto, en la posada donde dormía, cuando alcanzaba a juntar las monedas para pagarla. Fui a su entierro y le dediqué una de mis paredes, esa esquina se llama desde ese día: Memorias de mi Tierra.

Ahora cada domingo, un grupo de señoras y señores mayores, llegan a reunirse.  Algunos vamos a oír, lo que por mucho tiempo les fue ordenado callar y olvidar.

El pulso mí(s)tico de la región centroamericana en los cuentos de Oriana Ortiz.

No cabe duda de que nuestra especie, vive y se dirige hacia momentos cumbre en los que seremos interpelados a cada instante, por cada una de nuestros actos. Ello nos ha hecho separar lo valioso de lo dispensable; pese a ello, todavía nos hace falta meditar y empezar a vivir en coherencia con el precio pagado por nuestra supervivencia.  Hace más de diez años ya, el pensador Boaventura de Sousa Santos (Portugal, 1940), en su libro “Descolonizar el saber, reinventar el poder” (Ediciones Trilce, 2010) afirmaba:

“Vivimos en tiempos de preguntas fuertes y de respuestas débiles. Las preguntas fuertes son las que se dirigen – más que a nuestras opciones de vida individual y colectiva- a nuestras raíces, a los fundamentos que crean el horizonte de posibilidades entre las cuales es posible elegir. Por ello son preguntas que generan una perplejidad especial. Las respuestas débiles son las que no consiguen reducir esa complejidad sino que, por el contrario, la pueden aumentar”.

(de Sousa, 2010: 7)

Con ello abría la oportunidad de increpar a todo un sistema de saber occidental, coercionado y coercinante que no sólo impregnó la educación, sino también otras esferas del conocimiento, como la literatura, que pasó a ser manejada por las grandes corporaciones editoriales que dictan aquello que está permitido consumir o no por sus lectores. Lo anterior permite premiar una estética que abiertamente da la espalda a temáticas específicas de cada región a fuerza de un manoseo irresponsable de la historia en pos de mayores réditos. Se predica con bastante ahínco que la lectura debe ser un escape, olvidando la crítica visceral que por años se ha hecho a la religión en tanto que no permite observar a la gente lo que está ocurriendo, aceptando a pie juntillas todo lo que venga.

Es gracias a menudos esfuerzos de educación y esparcimiento del conocimiento científico, así como la concientización de las sociedades en cuanto a temas tan apremiantes como la contaminación ambiental, que ciertos impactos han podido ser amortiguados. Sin embargo, este conocimiento y educación occidental suele quedarse en los márgenes del conocimiento ancestral y mítico, clave para contestar aquellas preguntas fuertes que generan una perplejidad especial, de las que nos hablaba de Sousa.

De lo anterior es que me resulte valiosa la propuesta narrativa que Oriana Ortíz (Costa Rica, 1991) nos ofrece en “Memorias de mi tierra”, publicada por la editorial Kamuk en este 2021. En esta colección de relatos, la autora nos asoma a vivencias y momentos que nos hablan del pulso que ella misma ha recogido, o visto muy de cerca, en sus viajes por la región centroamericana. No pretende caer en ningún momento en ligerezas narrativas, o desde una voz impostada, ajena y superflua. La autora ofrenda estos textos desde una honestidad cada vez menos común en los medios mercantiles.

Hay que detenerse en esos momentos en los que los textos evidencian la manera en que co-existen los grandes hitos de la vida, y cómo funcionan los mecanismos por los que la violencia actúa en la región. Estos mecanismos son los que tiran los hilos que arrastran en San José a Clara, la mesera que protagoniza “La Telaraña”, a prostituirse para pagar el alquiler de la casa en la que viven ella, su madre, su hermana y sus dos sobrinos; también es el mismo que arrincona a Gustavo y a Diego en El Salvador, a elegir entre migrar o quedarse en su pueblo para sumarse a una pandilla, en el cuento “Detrás de la MARea”. Porque la región pareciera asolada por una maquinaria voraz, hambrienta de cuerpos. Esa insaciable maquinaria lleva años existiendo en esta misma tierra, arrastra consigo una estela sangrienta que sólo está satisfecha con la reproducción de la violencia. Porque la violencia es una serpiente que muerde su cola.

El ejercicio que destaco en relatos como “Los ojos de Tijax”, en donde Benito, que vio morir a su madre a manos del ejército, pasa a unirse al mismo cuerpo represivo que ejecutaría muchachos más tarde, es que debemos dejar de romantizar lo que nos ha hecho creer que significan las raíces. Distanciarnos del presupuesto de que todo pasado fue pacífico y celeste, nos hace cómplice de esa reproducción de la violencia ad infinitum. Someternos a la moda de una supuesta ancestralidad que no cuestione los vicios del voraz sistema socio-económico actual como el consumo, la banalidad y que da la espalda a la historia, supone una complicidad con él mismo. Nada más alejado de lo que significaría abrazar nuestras raíces.

Ante esa vorágine de violencia dantesca, los pasillos en donde retumba el eco de quienes han hecho el amor en vidas pasadas y en esta; los olores a ungüentos y remedios caseros para sanar doblones de tobillo, o celebrar despedidas; así como los febriles suspiros de una muchacha enamorada, nos recuerdan que no todo está perdido. Mucho más allá de las más elaboradas recetas ideológicas o las teorías más racionales, Oriana nos recuerda con una acertada sencillez, que la capacidad de responder a esas preguntas fuertes, o a esa infinita reproducción de la violencia, se encuentra en nuestras raíces, en la ternura o en el amor.

 

 

 

 

 

 

Ver también

«Orquídea». Fotografía de Gabriel Quintanilla. Suplemento Cultural TresMil, 20 abril 2024.