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Los eternos indocumentados metidos en cuarentena (1)

René Martínez Pineda
Sociólogo, UES

Y entonces, domado por la angustia y la desesperación escatológica, empiezas a ver fantasmas caminando por las calles que frecuentas para sentirte menos solo y menos triste. Tenía ya varios meses de no verlo ni saber de él, pero por aquellas alegres casualidades del virus nos juntamos en la entrada de la cafetería Bella Nápoles a la que regularmente íbamos, en tiempos normales, a beber café negro y a revivir la vejada utopía social en los bordes geográficos de dos malagueñas recién horneadas, cuyo sabor fuera de este mundo se debía a que eran hechas con la receta seductora de la abuela desalmada de la Cándida Eréndira. Sonreímos al mismo tiempo debajo de la frágil mascarilla que nos identificaba como lo que realmente somos: “homo larva”, y no el pretensioso “homo deus” del que habló el patético Harari. Mientras encendía un Delta, puse a un lado la novela “Ensayo sobre la ceguera” que, con fervor profético, volví a leer desde el inicio de la cuarentena, y dije, en voz baja: este encierro es como revivir el exilio que sufrí a mediados de los años 80, cuando los escuadrones de la muerte amenazaron con ir a traerme del pelo para curarme, con torturas y dicterios ideológicos, del letal virus de la subversión roja. ¡Puta, hermano! cuántos recuerdos se atropellan sin hacer diferencias de tiempo-espacio –le dije, dándole un trago al café para llevar que pedimos-, cada uno de ellos queriendo ser el primero en aparecer en los pasillos del laberinto de la soledad de nuestro imaginario y gritarnos que debemos emigrar antes de que sea demasiado tarde para nosotros dos, que ahora somos parte del ejército de desempleados por falta de computadora o por no tener una  conectividad idónea; antes de que la lejana catástrofe de la dictadura militar o el cataclismo de la necia y reciente pandemia nos coma poro a poro, castigándonos por haber tomado las armas en aquellos buenos tiempos, o aprovechándose hoy de la vulnerabilidad adscrita que confiere la pobreza sin pedirle disculpas a nadie, esa dolorida vulnerabilidad que los sociólogos marxistas llamamos ser social, y que nos obliga a luchar en la calle, codo a codo, con el pueblo, dije, mientras hacía cadenas con el humo del cigarro y recordaba a Benedetti.

Y es que, como bien sabemos los pobres, como tú y como yo, las catástrofes –no importa si son naturales, sociales, económicas, culturales, futbolísticas o, incluso, imaginarias- siempre hacen aflorar la enorme injusticia social de la que habla Marx y que convierte en realismo mágico el querido García Márquez; siempre premian la puta desigualdad social con nuevas exclusiones que nos empujan al suicidio anómico o a la emigración forzosa, le dije, sin percatarme del silencio de mi colega de libros y utopías. Aunque una hecatombe sanitaria, como la causada por la COVID-19, ataca a todas las clases sociales, dispongan de más o menos dinero –o de ninguno- en una crisis de esta envergadura, que se pone mucho más dura con cada contagio, la desigualdad social se hace aún más visible y temible… y entonces no queda más opción que irse a la mierda del país, y sin volver la vista atrás para no darle oportunidad al arrepentimiento y regresarnos a este polo de exclusión; no queda más opción que meter en una mochila vieja un par de mudadas, un suéter negro que huele como la abuela, diez yodoclorinas, veinte aspirinas bayer, ocho bolsas de churritos, tres calzoncillos fétidos y rotos, la foto de la mujer abrazada con los tres cipotes que amamos hasta lo indecible… y meter junto a esas cosas, claro está, los mil y un sueños de inenarrable bienestar que, aferrándonos a un escapulario y a la dulce estampita de Monseñor Romero, esperamos no se nos rompan en el camino o queden triturados por “la bestia”, el tren que lleva al otro lado. Ese es nuestro equipaje de viaje, hermano, sólo ese, le dije, encendiendo otro Delta y pidiendo otro café para llevar; un equipaje que vamos a hacer, una y otra vez, si somos deportados, porque nadie nos va a frenar en este freudiano deseo sexual de huir del lugar donde la madre enterró nuestro ombligo y el capitalismo enterró nuestros sueños porque, según el inapelable dictamen de los venéreos magistrados de la sala de lo constitucional, soñar es inconstitucional cuando se es pobre. Hoy nos detiene el cierre de las fronteras, pero ya llegará el día en que esta pandemia se canse de jodernos y podamos irnos de nuevo en busca del sueño americano que para muchos es la pesadilla centroamericana, hermano, le dije, en un tono más alto e indignado para ver si él rompía el silencio. Sin embargo, siguió callado y bebiendo en diminutos tragos su café y, por un momento, tuve la sensación de que estaba hablando solo.

Te lo voy a resumir con estas palabras, Racael, -vaya, ahora sabemos su nombre-talvez así puedo escuchar tus propuestas de cómo salir de este hoyo en el que estamos metidos. Fíjate bien, hermano, el impacto de esta pandemia global tiende en la práctica a ser muy asimétrico, muy antidemocrático, pues los medios de los que disponen los distintos países e individuos para afrontarla no son los mismos en calidad y en cantidad. El supuesto carácter “democrático” del virus es tan sólo aparente, es una falacia para apendejarnos hasta el punto de que creamos que los empresarios más ricos son unas almas de dios que nos cuidan y que sólo piensan en nuestro bienestar. Pero la vida es cabrona, cabrona y taimada, y nos enseña que no todos los confinamientos son iguales porque no todos somos iguales ante los ojos del dios que toma Coca Cola y vende conectividad. Y entonces, para terminar de joder -como le gustaba decir a Roque- caemos en la paradoja de la pobreza: la cuarentena dentro del capitalismo nos salva y nos condena al mismo tiempo, porque nos obliga a elegir entre morir a manos del virus o morir a manos del desempleo.

Vos sabes, Racael -le dije, reanudando mis reflexiones de migrante anunciado y crónico- que durante el confinamiento las diferencias en las condiciones de vida se acrecientan, se envalentonan, multiplican su garbo, y esas diferencias pueden resultar decisivas para poder mantener la salud física y mental, y hasta la salud sexual, hermano, porque eso de tener público realmente incomoda y mengua el poder. Quizá por eso mi mujer me alienta con ahínco para que forme parte de un nuevo flujo migratorio: el peste pulsus, le dije, a mi silencioso amigo, y las personas que pasaban frente a nosotros se me quedaban viendo con miedo, con asco, con odio a lo raro; las personas hacían un brusco desvío como si, de repente, se dieran cuenta de que iban a pasar junto a un peligroso loco tira palabras. ¡Cien veces pendejos!!! no saben que la nueva normalidad de la que tanto se habla es tan solo la vieja normalidad que nos obliga a migrar, pero ahora digitalizada con nuevas exclusiones sociales.

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